Tenía dieciséis años cuando un restaurante lo contrató para las noches de los sábados y los domingos, y aunque ganaba un poco menos de ese modo, era un dinero seguro.
Cuando era necesario, atendía las mesas y se ganaba buenas propinas. Pero lo que se le pedía era aquella música inesperada y extraña, y él estaba encantado de que fuera así.
A lo largo de los años escondió todo ese dinero en varios sitios por todo el apartamento: en guantes guardados en los cajones, debajo de una tabla suelta del suelo, debajo del colchón de Emily, debajo de la estufa, incluso en la nevera envuelto en papel de estaño.
En un buen fin de semana podía ganar cientos de dólares, y el día en que cumplió diecisiete años el conservatorio lo admitió como estudiante a tiempo completo para aprender música en serio. Lo había conseguido.
Fue el día más feliz de su vida y volvió a casa radiante con la noticia.
– Mamá, lo he conseguido, ¡lo he conseguido! -dijo-. Todo va a ir bien, te lo aseguro.
Cuando no quiso darle a su madre dinero para beber, ella se apoderó de su laúd y lo estrelló contra el borde de la mesa de la cocina.
Él se quedó sin respiración. Pensó que iba a morirse. Se preguntó si podría matarse por el sencillo procedimiento de negarse a respirar. Se sintió mal y se sentó en la silla con la cabeza gacha y las manos entre las rodillas, y oyó a su madre vagar por el apartamento sollozando y murmurando y maldiciendo en un lenguaje sucio a todas las personas a las que culpaba de todo lo que le había ocurrido, maldiciendo a veces a su madre muerta y balbuceando luego: «Dan, Dan, Dan», una y otra vez.
– ¿Sabes lo que me dio tu padre? -chilló-. ¿Sabes lo que me dio de esas mujeres de los barrios bajos? ¿Sabes con qué me dejó…?
Aquellas palabras aterrorizaron a Toby.
El apartamento apestaba a alcohol. Toby quería morir. Pero Emily y Jacob estaban a punto de llegar en el autobús de St. Charles a sólo una manzana de allí. Corrió a la tienda de la esquina, compró una botella de bourbon aunque no tenía la edad, la llevó a casa y obligó a su madre a tragarlo, sorbo a sorbo, hasta que ella se derrumbó sin sentido sobre el colchón.
Después de aquel día, sus maldiciones arreciaron. Mientras los niños se vestían para ir a la escuela, los llamaba con los peores nombres imaginables. Era como si un demonio viviera en su interior. Pero no era un demonio. El alcohol se le estaba comiendo el cerebro, y Toby lo sabía.
Su profesora le regaló un nuevo laúd, un laúd precioso, mucho más caro que el que se rompió.
– Te quiero por esto -le dijo a ella, y la besó en la mejilla empolvada, y ella le repitió que algún día se haría un nombre por sí mismo con su laúd y un largo listado de grabaciones propias.
»Dios me perdone -rezó, arrodillado en la iglesia del Santo Nombre, alzando la vista desde la larga nave en sombra hacia el altar-. Quiero que mi madre se muera. Pero no puedo quererlo.
Los tres hijos limpiaban el apartamento a fondo los fines de semana, como siempre habían hecho. Y ella, la madre, estaba tendida, borracha, como una princesa encantada por un hechizo, con la boca abierta, la piel lisa y joven, el aliento casi dulce, como el jerez.
– Pobre mami borracha -susurró Jacob, entre dientes.
Aquello hirió a Toby tanto como la vez en que Emily dijo una cosa parecida.
Más o menos mediado el curso superior, Toby se enamoró. Fue una chica judía de la Newman School, la escuela preparatoria mixta de Nueva Orleans del mismo nivel que los jesuitas. Se llamaba Liona y fue a los jesuitas, una escuela sólo de chicos, para cantar el papel principal en un musical al que Toby encontró tiempo para asistir, y cuando él le pidió que fuera su pareja en el baile de la gala, ella dijo que sí de inmediato. Él se sintió abrumado de felicidad. Tenía enteramente para él a una preciosa muchacha de cabello oscuro con una maravillosa voz de soprano.
Pocas horas después de la gala, fueron a sentarse al jardín trasero de la hermosa casa de ella en Nashville Avenue, en la parte alta de la ciudad. En aquel lugar cálido y fragante él no pudo contenerse y le habló a ella de su madre. Ella reaccionó con simpatía y comprensión. Antes de que amaneciera se habían deslizado en el interior del pabellón de invitados de la familia de ella y habían tenido relaciones íntimas. Él no quería que ella supiera que era su primera vez, pero cuando Liona le confesó que para ella lo había sido, acabó por admitirlo.
Él le dijo que la amaba. Eso hizo que ella llorara y le contestara que nunca había conocido a nadie como él.
Con su largo cabello negro y sus ojos oscuros, su voz suave y aterciopelada y su comprensión instantánea, parecía encarnar todo lo que él podía desear. Poseía una fortaleza que él admiraba mucho, y una inteligencia aguda. Toby sintió el horrible temor de perderla.
Liona bajaba en los días más calurosos del verano a Bourbon Street para acompañarlo cuando tocaba; le llevaba gaseosas frías de la tienda de comestibles y se quedaba a pocos pasos de él, escuchando. Sólo los estudios la apartaban de él. Era inteligente y tenía un gran sentido del humor. Le gustaba el sonido del laúd, y comprendía por qué él amaba tanto aquel instrumento, debido a su tono único y su hermosa forma. Él amaba la voz de ella (mucho mejor que la suya propia), y pronto ensayaron algunos dúos. Sus canciones eran melodías de Broadway, y él amplió así su repertorio y, cuando lo permitía el tiempo de que ambos disponían, tocaban y cantaban juntos.
Una tarde (su madre parecía encontrarse perfectamente por un corto tiempo), llevó a casa a Liona, y por mucho que lo intentó ella no pudo disimular su consternación ante aquel pequeño apartamento abarrotado de gente, y las maneras descuidadas de borracha con que su madre se sentó a fumar y a hacer solitarios en la mesa de la cocina. Toby se dio cuenta de que Emily y Jacob se sentían avergonzados. Jacob le preguntó, después:
– Toby, ¿por qué has tenido que traerla aquí con mami tal como está? ¿Cómo has podido hacerlo?
Tanto su hermana como su hermano lo miraban como si les hubiese traicionado.
Esa noche, después de que Toby acabara de tocar en Royal Street, Liona fue a esperarlo y de nuevo hablaron durante horas, y se colaron a oscuras en el pabellón de invitados de los padres de ella.
Pero Toby cada vez se sentía más avergonzado por haber confiado a alguien sus secretos más recónditos. Y sentía en el fondo de su corazón que no era digno de Liona. La ternura y la calidez de ella lo desconcertaban. Además estaba convencido de que pecaba al hacer el amor con ella cuando no existía la menor posibilidad de que se casaran alguna vez. Sus preocupaciones eran tantas que un noviazgo normal a lo largo de sus años de estudiantes parecía una imposibilidad absoluta. Su temor más profundo era que Liona sintiera compasión de él.
Cuando llegó la época de los exámenes finales, ninguno de los dos tuvo tiempo de ver al otro.
La noche de su graduación en la escuela superior, la madre de Toby empezó a beber a las cuatro, y al final él le dijo que se quedara en casa. No pudo soportar la idea de verla bajar a la ciudad con la braga asomando por encima de la cintura de la falda, el rojo de labios corrido, las mejillas demasiado empolvadas y el cabello enredado. Intentó durante un rato cepillarle el pelo, pero ella se lo sacó de encima a sopapos una y otra vez hasta que, con los dientes apretados, él la sujetó por las muñecas y le gritó:
– ¡Basta ya, mamá!
Y rompió a llorar como un niño. Emily y Jacob estaban aterrorizados.
Su madre gimoteó con la cara enterrada en los brazos cruzados sobre la mesa de la cocina, mientras él se quitaba el traje bueno. De todas formas no iba a ir a la ceremonia de la graduación. Los jesuitas le enviarían el diploma por correo.
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