Ahora no importaba, se dijo a sí mismo.
Era de noche. Los oscuros edificios gigantes del East Side de la ciudad parecían infernales. El ruido absoluto de la urbe lo aturdió. Lo dejaba confinado en el enorme taxi, lo asaltaba en los semáforos cerrados. El taxista, detrás de la gruesa mampara de plástico, era para él sólo un fantasma.
Finalmente, dio unos golpecitos en el plástico y dijo a aquel hombre que lo llevara a un hotel barato. Tuvo miedo de que pensara que era un niño y lo llevara a la policía. No se dio cuenta de que, con su más de metro noventa de estatura y la expresión hosca de su cara, no tenía un aspecto en absoluto infantil. El hotel no era tan malo como había temido.
Pensó en cosas malas mientras recorría las calles en busca de trabajo. Llevaba con él su laúd.
Pensó en las tardes, cuando era pequeño y al volver a casa encontraba borrachos a sus padres. Su padre era un mal policía, y todos lo sabían. Nadie en la familia de su madre podía soportarlo. Sólo su propia madre le había suplicado una y otra vez que tratara mejor a su mujer y a sus hijos.
Incluso cuando era un niño, Toby sabía que su padre acosaba a las mujeres fáciles del Barrio Francés y obtenía favores de ellas a cambio de «hacer la vista gorda». Oyó a su padre alardear de esa clase de cosas con los otros pocos policías que se reunían con él a beber cerveza y jugar al póquer. Compartían esas historias. Cuando los otros dijeron a su padre que debía de estar muy orgulloso de un chico como Toby, su padre dijo:
– ¿De quién habláis, de Cara Bonita? ¿De mi nenita?
A veces, cuando estaba muy borracho, su padre se burlaba de Toby, se metía con él, pedía ver lo que tenía Toby entre las piernas. A veces Toby le llevaba una cerveza o dos de la nevera para que llegara más deprisa el momento en que se quedaba dormido con los brazos cruzados sobre la mesa.
Toby se alegró cuando su padre fue a la cárcel. Su padre siempre había sido rudo y frío con él, y tenía una carota informe y colorada. Era mezquino y feo, y su aspecto era también mezquino y feo. El joven bien parecido de las fotografías antiguas se había convertido en un borracho obeso de cara roja con papada y voz aguardentosa. Toby se alegró cuando apuñalaron a su padre. No recordaba haber asistido al funeral.
La madre de Toby siempre había sido bonita. En aquellos tiempos, había sido también cariñosa. Y su forma preferida de referirse a su hijo era «mi encanto».
Toby se le parecía en las facciones y en los gestos, y nunca dejó de sentirse orgulloso de eso, a pesar de todo lo que ocurrió después. Nunca dejó de sentirse orgulloso de su estatura cada vez mayor, y ese orgullo se reflejaba en su modo de vestirse para que los turistas le dieran dinero.
Ahora, mientras caminaba por las calles de Nueva York intentando ignorar los ruidos estruendosos que lo acosaban desde todas partes, intentando escurrirse entre el gentío sin ser arrollado, pensaba una y otra vez: «Nunca hice lo bastante por ella, nunca. Nada de lo que hice fue suficiente. Nada.» Nunca nada de lo que hizo fue suficiente para nadie, excepto tal vez para su profesora de música. Se acordó de ella ahora y deseó poder llamarla y decirle cuánto la quería. Pero sabía que no lo iba a hacer.
El largo día monótono de Nueva York se convirtió de repente y de forma espectacular en noche. Por todas partes se encendían luces alegres. Las marquesinas de las tiendas resplandecían de brillos parpadeantes. Las parejas se encaminaban veloces a los cines o los teatros. No le fue difícil darse cuenta de que se encontraba en el barrio de los teatros, y se entretuvo mirando por los ventanales de los restaurantes. Pero no tenía hambre. La mera idea de comer le revolvía las tripas.
Cuando los teatros se vaciaron, Toby empuñó su laúd, dejó abierto en el suelo el estuche forrado de terciopelo verde, y empezó a tocar. Cerró los ojos y entreabrió la boca. Tocó las piezas más oscuras y complejas de Bach que conocía, y de vez en cuando atisbó, como por una rendija, los billetes que se amontonaban en el estuche, e incluso oyó, aquí y allá, los aplausos de quienes se paraban a escucharlo.
Ahora tenía más dinero incluso.
Volvió a su habitación y decidió que le gustaba. No le importaba ver únicamente techumbres por la ventana, y un callejón húmedo abajo. Le gustaba el sólido armazón de la cama y la mesita, y el enorme televisor, infinitamente superior al que había tenido todos aquellos años en el apartamento. En el baño había toallas blancas, limpias.
La noche siguiente, por recomendación de un taxista, fue a Little Italy. Tocó en la calle, entre dos restaurantes abarrotados. Y en esta ocasión tocó todas las melodías que sabía de la ópera. Interpretó de una forma conmovedora las arias de Madame Butterfly y otras heroínas de Puccini. Entre trémolos escalofriantes, ilustró también piezas de Verdi.
Salió un camarero de uno de los restaurantes y lo invitó a entrar. Pero alguien interrumpió al camarero. Era un hombre viejo y grueso con un delantal blanco.
– Tú tocas eso otra vez -dijo el hombre. Tenía un cabello negro espeso con sólo unas pocas hebras blancas en las sienes, encima de las orejas. Se meció a un lado y otro mientras Toby tocaba la música de La Bohème, y se aventuraba de nuevo por las arias más conmovedoras.
Luego pasó a las canciones alegres y festivas de Carmen. El viejo dio palmas para acompañarlo, se secó las manos en el delantal y aplaudió un rato más.
Toby tocó todas las canciones sentimentales que conocía.
El público se levantó, pagó, el local volvió a llenarse. El viejo se puso en pie para atender a los recién llegados.
Una y otra vez aquel hombre mofletudo le indicó que recogiera los billetes de su estuche y los escondiera. El dinero siguió afluyendo.
Cuando Toby estuvo demasiado cansado para seguir tocando, se levantó para guardar el laúd y marcharse, pero el viejo mofletudo le dijo:
– Espera un minuto, hijo.
Y le pidió que tocara canciones napolitanas que Toby nunca había tocado pero conocía de oído, y salió airoso con facilidad.
– ¿Qué estás haciendo aquí, hijo? -preguntó el hombre.
– Busco trabajo -dijo Toby-, cualquier clase de trabajo, de lavaplatos, camarero, cualquier cosa, no me importa, sólo trabajo, un trabajo decente.
Miró al hombre. El hombre llevaba unos pantalones correctos y una camisa de vestir blanca sin abrochar en el cuello y con las mangas subidas hasta debajo de los codos. Tenía una cara blanda y carnosa, de expresión amable.
– Te daré un trabajo -dijo el hombre-. Vamos dentro. Te daré algo de comer. Llevas tocando aquí fuera toda la noche.
Al concluir su primera semana, estaba instalado en una pequeña habitación en el segundo piso de un hotel del Downtown, y tenía papeles falsos que le adjudicaban una edad de veintiún años (la edad mínima para servir bebidas alcohólicas) a nombre de Vicenzo Valenti, un nombre propuesto por el amable viejo italiano que le había contratado. A la propuesta del nombre había adjuntado un certificado de nacimiento auténtico.
El hombre se llamaba Alonso. El restaurante era hermoso. Tenía grandes ventanales acristalados que daban a la calle, y mucha luz, y además de servir las mesas los camareros y camareras, todos estudiantes, cantaban ópera. Toby tocaba el laúd, y además había un piano.
Era bueno para Toby, que no quería acordarse de que había sido Toby alguna vez.
Nunca había oído voces tan bellas.
Muchas noches, cuando el restaurante estaba abarrotado de grupos que celebraban algún acontecimiento, y la ópera era hermosa, y él podía tocar el laúd en pizzicato, se sentía casi bien y no quería que cerraran las puertas y verse obligado a recorrer las aceras mojadas de lluvia.
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