Anne Rice - La Hora Del Angel

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Con La hora del ángel, primer volumen de su nueva serie, Anne Rice retoma su narrativa más oscura para convertir a los ángeles en protagonistas.
Toby O’Dare, un famoso asesino a sueldo, es un hombre despiadado que recibe órdenes del Hombre Justo. Se mueve en un mundo de pesadilla hasta que aparece un forastero misterioso, un serafín, y le ofrece la oportunidad de salvar vidas en lugar de destruirlas.
Viaja atrás en el tiempo hasta la Inglaterra del siglo XIII, y en ese escenario primitivo, comienza su peligrosa búsqueda de la salvación: una odisea llena de lealtades y traiciones, de egoísmo y amor.

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El garaje estaba a oscuras, iluminado sólo por una claraboya sucia y por la luz que entraba por la puerta abierta que habíamos cruzado. Era un espacio amplio y oscuro lleno de refrigeradores y armarios y pilas de ropa que podría utilizar en futuros trabajos.

De pronto me pareció un lugar sin sentido, un lugar que podría dejar atrás con alegría y sin titubeos.

Conocía esa clase de euforia. Era parecida a lo que sientes después de haber pasado mucho tiempo enfermo, y de pronto sientes la cabeza despejada y el cuerpo lleno de buenas sensaciones, y la vida vuelve a parecerte digna de ser vivida.

Estaba sentado a mi lado, muy quieto, y yo podía ver el reflejo de la luz en forma de pequeñas chispas en sus ojos.

– El Creador te ama -dijo en voz baja, casi como en sueños-. Estoy aquí para ofrecerte otro camino, un camino que si lo tomas te conducirá al amor.

Me quedé callado. Tenía que callar. No es que me sintiera agotado por la sensación aguda de alarma que se había apoderado de mí. Era más bien como si esa alarma se hubiera desvanecido. Y la simple belleza de aquella posibilidad me paralizaba, como podía haberme paralizado la vista de los geranios de pensamiento, o la de la hiedra que trepaba por el campanario, o la ondulación de los árboles movidos por la brisa.

Vi todas esas cosas de pronto, agolpándose en mi mente en un torbellino frenético en aquel lugar oscuro y sombrío, que apestaba a gasolina, y no vi la penumbra que nos rodeaba. De hecho, me pareció que el garaje estaba ahora bañado en una luz pálida.

Salí despacio de la camioneta. Caminé hacia el fondo del garaje. Saqué del bolsillo la segunda jeringuilla y la dejé en el estante de las herramientas.

Me quité la fea chaquetilla verde y los pantalones, y los arrojé al enorme cubo de la basura, que estaba lleno de queroseno. Vacié el contenido de la jeringuilla en el bulto de la ropa, que empezaba a empaparse de combustible. Me quité los guantes. Encendí una cerilla y la tiré dentro del cubo.

Hubo un peligroso estallido de fuego. Arrojé también a las llamas las zapatillas de trabajo, y vi cómo se fundía el material sintético. También tiré la peluca, y me pasé las manos por mi propio cabello corto, aliviado. Las gafas. Seguía mirando por las gafas puestas. Me las quité, las rompí y las tiré también al fuego, que despedía un calor intenso. Todos los objetos eran de materiales sintéticos y se fundían hasta desaparecer entre las llamas. Pude olerlos. Al cabo de muy poco tiempo, todo había desaparecido. Sin duda, el veneno se había evaporado por completo.

El hedor no duró mucho. Cuando el fuego se extinguió, vertí sobre los restos otra cantidad de queroseno y volví a encender el fuego.

Al parpadeo intermitente del fuego, examiné mis ropas de cada día, que colgaban en perfecto orden de una percha sujeta a la pared.

Me las puse despacio, la camisa blanca, los pantalones grises, los calcetines negros y los zapatos marrones lisos, y finalmente la corbata roja.

El fuego se extinguió de nuevo.

Me puse la americana, me di la vuelta y lo vi allí de pie, recostado en la camioneta. Tenía una pierna sobre la otra y los brazos cruzados, y a la luz tenue parecía tan atractivo como lo había visto antes, y en su cara seguía presente la misma expresión de afecto.

De nuevo se apoderó de mí la profunda, horrible desesperación, muda e insondable, y a punto estuve de huir de él y jurarme a mí mismo que no volvería a mirarlo, sin importar dónde o cómo se me apareciera.

– Está peleando duro por ti -dijo-. Te ha estado hablando en susurros todos estos años, pero ahora alza la voz. Piensa que podrá arrancarte de mis manos. Piensa que te creerás sus mentiras, incluso estando yo delante.

– ¿Quién es? -pregunté.

– Sabes quién es. Lleva hablándote mucho, mucho tiempo. Y tú lo has escuchado cada vez con más atención. No lo escuches más. Ven conmigo.

– ¿Me estás diciendo que hay una pelea por mi alma?

– Sí, eso es lo que estoy diciendo.

Sentí que temblaba de nuevo. No estaba asustado, pero sí lo estaba mi cuerpo. Me mantenía tranquilo, pero las piernas no me sostenían. Mi mente ya no estaba sobrecogida por el miedo, pero mi cuerpo acusaba el impacto y no conseguía superarlo.

Mi automóvil estaba allí, un pequeño Bentley descapotable que no me había molestado en cambiar en varios años.

Abrí la portezuela y entré. Cerré los ojos. Cuando los abrí, él estaba a mi lado, tal como esperaba. Puse en marcha el motor y salí del garaje en marcha atrás.

Nunca antes había cruzado la ciudad tan deprisa. Era como si la corriente del tráfico fueran las aguas de un río que me llevaran con rapidez hacia el valle.

Pocos minutos después ascendíamos por las calles de Beverly Hills y entrábamos en la mía, flanqueada a ambos lados por jacarandaes en flor. En aquel momento habían perdido ya casi todas las hojas verdes y las ramas aparecían cargadas de capullos azules, y los pétalos alfombraban las aceras y el asfalto de la calle.

No lo miré. No pensé en nada relacionado con él. Pensaba en mi propia vida, y luchaba con mi desesperación en aumento como se lucha con un mareo, y me preguntaba: «¿Y si es verdad, y si es lo que dice ser? ¿Y si de alguna manera yo, el hombre que ha hecho todas esas cosas, puedo realmente ser redimido?»

Habíamos entrado en el garaje de mi bloque de pisos antes de que dijera nada, y tal como esperaba, salió del coche tan pronto como lo hice yo y me acompañó al interior del ascensor y hasta la quinta planta.

Nunca cierro los balcones de mi apartamento, y ahora salí a la terraza, me apoyé en el pretil de cemento y miré abajo hacia los jacarandaes.

Respiraba apresuradamente y mi cuerpo soportaba el peso de todo aquello, pero en mi mente había una claridad notable.

Cuando me di la vuelta para mirarlo, lo vi tan vivo y sólido como los jacarandaes y sus pétalos azules caídos. Estaba de pie en el umbral y se limitaba a mirarme, y de nuevo en su cara había una promesa, la promesa de comprensión y de amor.

Sentí la necesidad de gritar, de ceder a la debilidad, de dejarme seducir.

– ¿Por qué? ¿Por qué has venido a buscarme? -pregunté-. Sé que te lo he preguntado antes, pero tienes que decírmelo, has de contármelo todo, ¿por qué yo y no algún otro? No sé si eres real. Me inclino ahora a pensar que sí lo eres, pero ¿cómo puede ser redimido alguien como yo?

Salió y se colocó junto al pretil, a mi lado. Miró abajo a los árboles cuajados de capullos azules. Susurró.

– Tan perfectos, tan hermosos.

– Son la razón por la que vivo aquí -respondí-, porque todos los años vuelven a florecer… -Mi voz se quebró. Volví la espalda a los árboles porque me habría echado a llorar si seguía mirándolos. Miré hacia el cuarto de estar y vi las tres paredes tapizadas de libros del suelo al techo. Se alcanzaba a ver una pequeña porción del vestíbulo, también con estanterías de libros hasta el techo.

– La redención es algo que uno ha de pedir -dijo a mi oído-. Ya lo sabes.

– ¡No puedo pedirla! -dije-. No puedo.

– ¿Por qué? ¿Sencillamente porque no crees?

– Es un excelente motivo -dije.

– Dame una oportunidad para hacer que creas.

– En ese caso tendrás que empezar por explicarme por qué yo.

– He venido a ti porque he sido enviado -dijo sin alterar el tono de voz-, y por ser tú quien eres y por lo que has hecho y lo que puedes hacer. No he venido a buscarte por una elección al azar. He venido por ti, y sólo por ti. Todas las decisiones que se toman en el cielo son así. Así de grande es el cielo, y ya sabes lo grande que es la tierra, has de pensar en ello por un momento, un lugar que existe a través de los siglos, de todas las épocas, de todos los tiempos.

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