Él se esforzaba en respirar.
Como he dicho, detesto la crueldad. Descolgué el teléfono interior que estaba a su lado, y sin marcar ningún número hablé al auricular apagado. Necesitamos un médico con urgencia.
Su cabeza se inclinó a un lado. Vi cerrarse sus ojos. Me parece que intentó hablar de nuevo, pero no consiguió decir una sola palabra.
– Ya vienen, señor -le dije.
A esas alturas, él no podía ver nada con claridad. Tal vez no veía nada en absoluto. Pero recordé la información que siempre te dan en el hospital, de que «el oído es lo último que se apaga».
Me lo dijeron cuando mi abuela agonizaba y yo quise encender el televisor en la habitación, y mi madre se echó a llorar.
Finalmente, el hombre cerró los ojos. Me sorprendió que pudiera hacerlo. Primero estaban entrecerrados, luego cerrados del todo. El cuello era una masa arrugada. No advertí el menor signo de respiración, ni la más mínima subida o bajada de su tórax.
Miré más allá de él, a través de las cortinas blancas, de nuevo a la galería. A la mesa negra, entre los tiestos toscanos, se había sentado un hombre que parecía mirarnos.
Yo sabía que no podía ver a través de las cortinas a esa distancia. Lo único que distinguiría era la blancura, y tal vez una silueta vaga. No me preocupé.
Necesitaba sólo unos instantes más, y luego podría marcharme a salvo, con la convicción de que el trabajo estaba concluido.
No toqué los teléfonos ni los ordenadores, pero hice un inventario mental de lo que había allí. Dos teléfonos móviles sobre el escritorio, tal como había señalado el jefe. Un teléfono descolgado en el suelo. Había más teléfonos en el cuarto de baño. Y otro ordenador, tal vez el de la mujer, sin abrir en la mesa colocada delante de la chimenea, entre los sillones de orejas.
Sólo estaba dando tiempo al hombre para morir mientras anotaba mentalmente todo aquello, pero cuanto más tiempo seguía en la habitación, peor me sentía. No estaba inquieto, sólo deprimido.
El extraño de la galería no me preocupaba. Que mirara todo lo que quisiera. Que mirara directamente el interior de la habitación.
Me aseguré de que los lirios estuvieran bien colocados, sequé unas gotas de agua que habían salpicado la superficie de la mesa.
A estas alturas, el hombre estaba muerto casi con toda seguridad. Sentí crecer en mi interior una desesperación intensa, una sensación de vacío total, ¿por qué no?
Me acerqué a comprobar su pulso. No lo encontré. Pero aún estaba vivo. Lo supe cuando toqué su muñeca.
Me incliné para oír si respiraba, y para mi incómoda sorpresa, escuché el débil suspiro de alguna otra persona.
«Algún otro…»
No podía ser el tipo de la galería, por más que seguía mirando hacia el interior de la habitación. Pasó una pareja. Luego apareció un hombre solo, mirando al cielo y a los lados, y se dirigió hacia las escaleras de la rotonda.
Atribuí a los nervios aquel suspiro. Había sonado junto a mi oído, como si alguien me susurrara. Era sólo la habitación lo que me ponía nervioso, pensé, por lo mucho que me gustaba, y porque la absoluta fealdad del crimen desgarraba mi alma.
Puede que fuera la habitación la que suspiraba de pena. Desde luego, yo deseaba hacerlo. Y quería irme.
Y entonces mi malestar interior se agravó, como solía ocurrirme en los últimos tiempos. Sólo que en esta ocasión era más fuerte, mucho más fuerte, y hablaba dentro de mi cabeza de un modo inesperado para mí.
«¿Por qué no te reúnes con él? Sabes que deberías ir a donde va él. Deberías tomar ese pequeño revólver que llevas debajo del sobaco derecho y colocarte el cañón debajo de la barbilla. Dispara hacia arriba. Tus sesos volarán tal vez hacia el techo, pero tú habrás muerto por fin y todo estará oscuro, más oscuro incluso de como está ahora, y te habrás separado para siempre de todos ellos, todos ellos: mamá, Emily, Jacob, tu padre, tu innombrable padre, y todos los que son como él, como el que acabas de asesinar con tus manos y sin piedad. Hazlo. No esperes más. Hazlo.»
No había nada nuevo en aquella depresión profunda, me recordé a mí mismo, en ese deseo acuciante de acabar de una vez, esa aguda y paralizante obsesión por alzar el revólver y hacer exactamente lo que la voz decía. Lo inusual era la claridad de la voz. La sentía como si estuviera a mi lado, en lugar de dentro de mí. Lucky le hablaba a Lucky, como tantas otras veces.
Fuera, el extraño se levantó de la mesa, y vi con frío asombro que entraba por la puerta abierta. Se detuvo en medio de la habitación, debajo de la cúpula, mirándome mientras yo seguía en pie detrás del moribundo.
El extraño tenía una figura bastante notable: alto y esbelto, con una mata de cabello negro suave y ondulado y ojos azules de una expresión extrañamente amistosa.
– Este hombre está enfermo, señor -dije de inmediato, apretando lo más que pude la lengua contra la placa-. Creo que necesita un médico.
– Está muerto, Lucky -dijo el extraño-. Y no escuches la voz que suena dentro de tu cabeza.
Aquello me resultó tan absolutamente inesperado que no supe qué hacer ni qué decir. Pero tan pronto como hubo pronunciado esas palabras, la voz de mi cabeza insistió:
«Acaba con todo. Olvida el revólver y las inevitables salpicaduras. Tienes otra jeringuilla en el bolsillo. ¿Vas a dejar que te atrapen? Tu vida es ya un infierno. Piensa lo que será cuando estés en prisión. La jeringuilla. Hazlo ahora.»
– No le hagas caso, Lucky -dijo el extraño. Parecía emanar de él una inmensa generosidad. Me miró con tanta intensidad que era casi devoción, y tuve la sensación inexplicable de que me amaba.
La luz varió. Una nube debía de haber destapado el sol porque la habitación se iluminó y lo vi a él con una claridad rara, aunque estaba muy acostumbrado a fijarme en la gente y memorizar sus rasgos. Tenía mi misma estatura, y me miraba con evidente ternura e incluso preocupación.
Imposible.
Cuando sabes que algo es desde todo punto imposible, ¿qué haces? ¿Qué había de hacer yo ahora?
Metí la mano en el bolsillo y palpé la jeringuilla.
«Eso es. No desperdicies los últimos preciosos minutos de tu odiosa existencia en entender a este tipo. ¿No ves que el Hombre Justo ha hecho un doble juego?»
»No es eso -dijo el extraño. Miró al hombre muerto y su rostro cambió hasta adoptar una expresión de pena perfecta, y entonces se dirigió de nuevo a mí.
»Es hora de que salgas de aquí conmigo, Lucky. Hora de que escuches lo que tengo que decirte.
No pude pensar de forma coherente. El pulso me atronaba los oídos, y con el dedo empujé, aunque sólo un poco, la caperuza de plástico de la jeringuilla.
«Sí, salta fuera de sus contradicciones, y sus trampas y sus mentiras, y su inacabable capacidad para utilizarte. Derrótales. Ven ahora.»
– ¿Ven ahora? -susurré. Las palabras se apartaban del tema de la rabia que invadía por lo general mi mente. ¿Por qué había pensado eso, «ven ahora»?
– No lo has pensado -dijo el extraño-. ¿No ves que él está haciendo todo lo que abominablemente puede para derrotarnos? Deja en paz la jeringuilla.
Parecía joven y atento, y casi irresistiblemente afectuoso al mirarme, pero no tenía nada de joven y a la luz del sol aparecía resplandecientemente bello, y todo en él resultaba atractivo de una manera no forzada. Sólo ahora me di cuenta, con algún sobresalto, de que llevaba un traje gris sencillo, y una preciosa corbata de seda azul.
No había en él nada notable, salvo su rostro y sus manos. Y su expresión revelaba amistad y perdón.
«Perdón.»
¿Por qué razón alguien, quienquiera que fuese, había de mirarme de esa manera? Con todo, tuve la sensación de que me conocía, de que me conocía mejor que yo mismo. Parecía saberlo todo acerca de mí, y sólo ahora caí en la cuenta de que me había llamado tres veces por mi nombre.
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