Douglas Preston - Venganza

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Cuando tenía once años Gideon Crew fue testigo del brutal asesinato de su padre. Veinte años después, está decidido a cumplir la promesa que le hizo a su madre: honrar la memoria de su padre, un científico acusado injustamente por el gobierno de Estados Unidos de ser el responsable de una serie de graves errores de encriptación. Gideon no sólo revelará la verdad, además llevará a cabo su venganza.
Sin embargo, aunque consiga acabar con el ejecutor de su padre, su peripecia no ha hecho más que empezar. Los servicios secretos se han fijado en su peculiar talento, su sangre fría, su ilustre historial como ladrón de obras de arte y un secreto que acabará poniéndolo entre la espada y la pared.
Gideon Crew es un protagonista singular embarcado en una historia trepidante; un agente no oficial de los servicios secretos a la caza de los planes secretos de un científico para construir un arma de tecnología revolucionaria. La novela marca el inicio de una nueva serie trepidante.

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Gideon bordeó los restos de un hospital para tuberculosos y una serie de dormitorios de un orfanato con el lema «Dios y Trabajo» grabado en los dinteles. Había varios pozos en el suelo, antiguos sótanos y cimientos, unos a la vista y otros cubiertos por tablones podridos. Todo estaba a punto de desmoronarse. Consultó nuevamente la imagen de Google Earth y localizó, más allá de los dormitorios, un área enorme, despejada y circular, hecha de cemento y llena de viejas trampillas de hierro circulares: los restos de una antigua base subterránea de misiles nucleares.

A medida que se acercaba al extremo norte, los edificios dieron paso a amplias extensiones de matorrales salpicadas de hitos de cemento numerados y blanqueados por el sol. El sonido de la retroexcavadora se hizo más fuerte. Gideon caminó agachado por un bosque denso que bordeaba los campos y siguió avanzando hacia el norte. Al cabo de menos de medio kilómetro, los árboles se interrumpían en otra gran extensión de matorrales. Gideon se tumbó y se arrastró por el suelo, hasta que se detuvo y contempló a través de los prismáticos la actividad que se desarrollaba un centenar de metros más allá, en una zona recién excavada del campo.

Habían descargado una hilera de ataúdes junto a una fosa muy larga, y los convictos los iban pasando a sus compañeros que estaban dentro y que a su vez los apilaban en montones de cuatro de ancho por seis de alto. Observó cómo depositaban dos cargamentos de ataúdes, cuarenta y ocho en total. Cada ataúd iba marcado en la tapa y en los laterales con un número escrito con rotulador.

Acompañado por varios guardias armados con pistolas y escopetas, un encargado que llevaba un sujetapapeles tomaba nota del trabajo. Cuando todos los ataúdes estuvieron colocados en la fosa, los convictos salieron de ella y se quedaron a un lado mientras la excavadora se ponía en marcha escupiendo una nube de humo negro y cubría los féretros con un montón de tierra y lo alisaba hasta dejarlo al nivel del suelo.

El viento, que había empezado a soplar con fuerza y agitaba las copas de los árboles, llevó hasta Gideon el olor de la tierra recién removida, mezclado con el hedor acre del formol y de la descomposición. En el extremo más alejado del campo había un cobertizo de ladrillo que albergaba una segunda excavadora.

Gideon rodeó el campo en busca de un punto de observación mejor para poder ver dónde estaban los recipientes más pequeños que contenían restos de órganos y extremidades. Encontró lo que estaba buscando en una segunda fosa, abierta en paralelo a la anterior y parcialmente cubierta de tierra, donde las cajas más recientes aguardaban al aire libre a que las enterraran. Los prismáticos le permitieron ver que eran pequeñas -del tamaño adecuado para miembros y trozos de cuerpos- y que también llevaban escrito un número. Les habían colocado encima un trozo de plancha ondulada para protegerlas de los elementos hasta que hubieran terminado el trabajo.

Gideon comprendió que necesitaba ver mejor todo aquello. La fosa era profunda y, desde su puesto de observación, no alcanzaba a ver el fondo. Iba a tener que acercarse mucho, y no había forma de conseguirlo sin que lo descubrieran.

Así pues, se levantó, metió las manos en los bolsillos y caminó como si tal cosa hacia la zona de las fosas.

62

Lo localizaron casi en el acto.

– ¡Eh, usted, usted!

Dos guardias desenfundaron sus armas y corrieron hacia él a través del campo. Gideon siguió caminando y se acercó rápidamente a la fosa antes de que pudieran detenerlo. Cuando lo alcanzaron, se encontraba de pie ante ella, examinándola.

– ¡Manos arriba! ¡Mantenga las manos donde yo las vea!

Gideon alzó la vista, con aire sorprendido.

– ¿Qué pasa?

– ¡No se mueva! ¡Las manos bien arriba!

Un guardia hincó la rodilla en tierra y cubrió a su compañero con su pistola reglamentaria mientras este se acercaba cautelosamente a Gideon, apuntándolo con la escopeta.

– Ahora, las manos detrás de la cabeza -ordenó.

Gideon obedeció.

Uno de los agentes era blanco; el otro, negro; pero ambos estaban en forma y eran musculosos. Vestían una camisa azul con el emblema del Departamento Correccional de Nueva York en la espalda. Uno de ellos lo registró y le vació los bolsillos; le quitó la foto de Google Earth, la libreta, la cartera y un trozo de pergamino que Gideon había preparado previamente.

– Está limpio -dijo el guardia.

El otro se levantó y enfundó su Glock.

– Veamos su documentación.

Gideon, con las manos en la nuca, gritó con voz de pánico:

– ¡No he hecho nada, lo juro! ¡Solo soy un simple turista!

– ¡Documentación! ¡Ya! -exigió el agente.

– Está en mi cartera.

El otro agente se la entregó, y Gideon buscó frenéticamente su permiso de conducir expedido en Nuevo México.

– ¿Qué pasa? ¿Hay algún motivo por el que no pueda estar aquí o qué?

Los dos guardias examinaron el documento.

– ¿No ha visto los carteles?

– ¿Qué carteles? -farfulló Gideon-. No soy más que un simple turista que…

– Corte el rollo -le espetó con cara de pocos amigos el policía negro, que evidentemente era quien estaba al mando-. Los carteles que hay en la orilla. Están por todas partes. ¿Va a decirme que no los ha visto?

Por la radio del agente sonó una voz que preguntaba qué ocurría con los intrusos. El hombre cogió el walkie-talkie.

– Es solo un tipo de Nuevo México. Tenemos la situación controlada. -Guardó la radio y miró a Gideon con aire suspicaz-. ¿Le importa decirnos cómo ha llegado hasta aquí y qué demonios está haciendo?

– Bueno, he salido en un bote de pesca y me ha parecido buena idea venir a explorar la isla.

– Ah, ¿sí? ¿Qué le pasa, está ciego o algo parecido?

– No. De verdad que no he visto ningún cartel. Estaba preocupado por el oleaje y supongo que no me habré fijado, se lo juro -gimoteó de forma poco convincente.

El agente blanco sacó el pergamino.

– ¿Se puede saber qué es esto?

Gideon se ruborizó, pero no dijo nada. Los dos vigilantes cruzaron una mirada divertida.

– Parece el mapa de un tesoro -dijo el blanco, agitándolo ante las narices de Gideon.

– Yo… yo… -balbuceó y se quedó callado.

– Ahórrese las historias. Está aquí en busca de un tesoro, ¿verdad? -preguntó el guardia, sonriendo malévolamente.

– Pues… sí -contestó Gideon tras unos segundos de vacilación, agachando la cabeza.

– Cuéntenoslo.

– Verá… he venido de vacaciones desde Nuevo México. Un tío de…, creo que era Canal Street, me vendió este mapa. Soy cazador de tesoros aficionado, ¿sabe?

– ¿De Canal Street, dice? -Los dos guardias intercambiaron otra mirada, y uno de ellos no pudo reprimir echar la vista al cielo. El negro tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener la risa mientras examinaba el pergamino-. Según este mapa, se ha equivocado de isla.

– Ah, ¿sí?

– La «x» de este mapa indica Davids Island, que es aquella isla de allí. -La señaló con un gesto de cabeza.

– ¿O sea, que esto no es Davids Island?

– Esto es Hart Island.

– No estoy acostumbrado a navegar por el mar. Me habré confundido.

Esta vez las risas fueron más de diversión que de desprecio.

– Está usted más perdido que un tonto con una brújula.

– Me temo que tienen razón.

– Bueno, ¿y quién es el pirata que se supone que enterró ese tesoro, el capitán Kidd? -Más risas, pero de repente el guardia negro se puso serio-. Ahora, en serio, señor Crew, usted sabía que estaba entrando en una zona prohibida. Vio los carteles, no quiera tomarnos el pelo.

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