– De momento puedo decirte que, teóricamente, existe una cantidad máxima de información que pueden contener estos números, y no sería suficiente ni para los planos de una escopeta de balines.
– Esos números podrían significar otra cosa, una contraseña, un código bancario, una dirección, un contacto o incluso una receta de chop suey.
O'Brien masculló por lo bajo. Con el tiempo se había acostumbrado a las repentinas apariciones y desapariciones de su amigo, a sus extraños cambios de humor, a sus secretos hábitos y a su casi delictiva conducta; pero aquello era la guinda del pastel. Estudió los números, y una sonrisa apareció en su rostro.
– Te aseguro que estos números no están dispuestos al azar.
– ¿Cómo lo sabes?
– Me basta con verlos. Dudo que se trate de un código.
– Entonces, ¿qué son?
Tom se encogió de hombros y dejó el papel.
– ¿Qué otros regalitos llevas en esa maleta?
Gideon metió la mano y sacó un pasaporte y una tarjeta de crédito. O'Brien los cogió. Eran chinos. Miró fijamente a su amigo.
– ¿Todo esto es legal?
– Digamos que es necesario por el bien del país.
– ¿Desde cuándo te has vuelto un patriota?
– No tiene nada de malo ser un patriota, especialmente si obtienes una generosa recompensa por ello.
– El patriotismo, amigo mío, es el último refugio de los canallas.
– Ahórrame tus discursos de radical de izquierdas. Todavía no he visto que hicieras las maletas y te largaras a Rusia.
– Vale, vale, no te pongas nervioso. ¿Qué quieres que haga con este pasaporte y esta tarjeta?
– Ambos tienen una banda magnética con datos. Quiero que los descargues y los analices, que compruebes que no hay escondido nada extraño en ellos.
– Eso está hecho. ¿Qué más?
Gideon buscó en la maleta y extrajo una bolsa hermética que contenía un móvil y que depositó con gran solemnidad en la mano de O'Brien.
– Este aparato es importante. Pertenecía a un científico chino. Necesito que extraigas toda la información que contenga. Yo ya he sacado una lista de llamadas recientes y otra de contactos, pero me parecen sospechosamente breves. Es posible que encuentres más datos que hayan sido ocultados o borrados. Si lo han utilizado para navegar por internet quiero saber el historial completo, y si contiene fotos, también quiero verlas. Por último, y lo más importante: creo que hay muchas probabilidades de que los planos del arma estén aquí dentro.
– Tienes suerte de que sepa leer y escribir mandarín.
– ¿Por qué crees que estoy aquí? -replicó Gideon-. Desde luego no es por tu café. Eres un caballero con talentos singulares.
– Y no solo en el aspecto intelectual -repuso, dejando el móvil sobre la mesilla-. ¿Cobraré algo por todo esto?
Gideon sacó un grueso fajo de billetes húmedos.
– Bonito fajo.
Gideon contó diez flácidos billetes.
– Esto son mil dólares. Te daré otros mil cuando hayas acabado. Ah, lo necesitaba para ayer.
O'Brien cogió el dinero y lo depositó amorosamente sobre el dintel de la ventana para que se secase.
– Lo que me pides es un desafío, y me gustan los desafíos.
Gideon vaciló.
– Hay otra cosa -dijo en tono distinto.
O'Brien miró el sobre marrón que su amigo sacó de la maleta.
– Aquí hay unas radiografías y unas resonancias. Son de un amigo. No se encuentra bien y le gustaría que algún médico les echara un vistazo.
O'Brien frunció el entrecejo.
– ¿Por qué no se las lleva a su propio médico? Yo no tengo ni puñetera idea de medicina. También podrías llevárselas a tu médico, ¿no?
– No tengo tiempo. Escucha, lo único que mi amigo quiere es una segunda opinión. Seguro que conoces a algunos médicos de por aquí.
– Sí, claro, tengo amigos en la facultad de medicina. -Abrió el sobre y extrajo una radiografía-. Veo que han borrado el nombre.
– Sí. Mi amigo valora mucho su intimidad.
– ¿Hay algo de lo que hagas que no sea turbio? Además, los médicos cuestan una pasta.
Gideon dejó otros dos billetes encima de la mesilla.
– Tú ocúpate de eso, ¿vale?
– Está bien, no hace falta ponerse así -repuso O'Brien, contrariado por el brusco y cortante tono de su amigo-. De todas maneras, me llevará un tiempo. Esos tíos están siempre muy ocupados.
– Ten cuidado y, por Dios, ¡mantén esa bocaza bien cerrada! Hablo en serio. Volveré mañana.
– De acuerdo -gimió O'Brien-, pero no antes de las doce.
El hotel en el que se alquilaban habitaciones por horas no podía ser más sórdido. Parecía sacado de una película de cine negro de los años cincuenta: el rótulo de neón parpadeando en la fachada, las enormes manchas de las paredes, los techos de plancha ondulada con veinte capas de pintura, la cama hundida y el hedor a fritanga que corría por los pasillos. Gideon Crew dejó las bolsas de la compra encima del colchón y vació el contenido.
– ¿Cómo lo hacemos si llenas la cama con todo eso? -se quejó la prostituta apoyada en la puerta, haciendo un mohín.
– Lo siento -contestó Gideon-, pero no vamos a hacer nada.
– Ah, ¿no? ¿Qué eres tú, uno de esos tipos raros que solamente quieren hablar?
– No exactamente.
Contempló los objetos esparcidos sobre el colchón y buscó inspiración mientras sus ojos recorrían las prótesis nasales, las mejillas falsas, las pelucas, las barbas y los tatuajes. Junto a todo ello había dispuesto la ropa que había comprado. A pesar de que había dado esquinazo a su perseguidor, no le había sido fácil. Aquel tipo era un profesional. Todavía debía ir a un par de lugares, y era probable que él o algún colega estuvieran esperándolo en uno de ellos; de manera que iba a necesitar algo más que un simple disfraz si quería tener éxito. Tendría que crear un nuevo personaje, y para eso le resultaba imprescindible aquella mujer. Se enderezó y contempló a la prostituta. Cabello negro teñido, piel pálida, lápiz de labios oscuro, bonita figura y nariz respingona. Le gustaba su aire un tanto gótico. Buscó entre las prendas, escogió una camiseta negra y la dejó a un lado. Un pantalón de camuflaje y unas botas negras de suela gruesa completaron el conjunto.
– ¿Te importa si fumo? -le preguntó ella, al tiempo que sacaba un cigarrillo.
Lo encendió y le dio una larga calada. Gideon se acercó, se lo quitó de los dedos, fumó también y se lo devolvió.
– Bueno, ¿de qué va todo esto? -preguntó la prostituta, señalando con el cigarrillo los objetos de la cama.
– Voy a robar un banco.
– Sí, claro. -Exhaló una nube de humo.
Gideon venció la tentación de gorrearle un pitillo, pero no de darle otra calada.
– Oye -dijo ella-, ¿qué te ha pasado en ese dedo?
– Es que me muerdo mucho las uñas.
– Muy listo. ¿Y se puede saber para qué me necesitas?
– Me has sido muy útil para encontrar este hotel tan… económico sin necesidad de mostrar un carnet de identidad ni llamar la atención. Necesito un lugar donde planear el golpe.
– No creo que vayas a robar ningún banco -afirmó ella, aunque había una nota de preocupación en su voz.
Gideon rió.
– Pues no. La verdad es que me dedico al cine. Soy actor y productor. Me llamo Creighton McFallon. Es posible que hayas oído hablar de mí.
– Me suena. ¿Me darás trabajo?
– ¿Por qué crees que estás aquí? Vas a interpretar durante un rato el papel de mi novia, para ayudarme a meterme en mi personaje. Lo llaman «el Método». Supongo que habrás oído hablar de él.
– Oye, que yo también soy actriz. Me llamo Marilyn.
– Marilyn ¿qué?
– Marilyn a secas. Hice de extra en un episodio de Mad Men .
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