Rescaglio empezó a destensar las cuerdas del arco del chelo para guardarlo en el estuche, haciendo girar el tornillo correspondiente, hasta que las crines quedaron totalmente fláccidas. Luego dio una vuelta al tornillo en sentido contrario para devolverles algo de tensión, aunque no tanta como para que éstas pudieran quebrarse. Parecía habérsele pasado totalmente el dolor y sus movimientos eran de una sangre fría que producía escalofríos.
– Bien, inspector, creo que ya no tiene sentido prolongar esta amigable charla. Supongo que no puedo llevar conmigo el chelo.
Perdomo hizo un ligero movimiento de negación con la cabeza.
– Si tengo que confiar a mi amigo al cuidado de estos policías, será mejor que al menos lo deje bien protegido en su funda. Esta gente puede tardar toda la tarde en llegar a descubrir qué hay que hacer para que quepa un chelo en el estuche.
El italiano se colocó el instrumento sobre las rodillas, para poder meter con comodidad la pica con la que los músicos lo apoyan contra el suelo. Mientras aflojaba la rosca, Rescaglio miró divertido al policía y volvió a hablar.
– En cierta ocasión se me ocurrió dar la vuelta al chelo para meter la pica más cómodamente. La espiga se me coló entera dentro, y además de que provocó daños en la caja que me costó un dineral reparar, me vi obligado a suspender el concierto. ¡No sé tocar sin la pica, inspector! Es más, ni siquiera creo que pudiera tocar sin esta pica en concreto. ¿Quiere saber por qué?
En vez de introducir la barra metálica hasta el fondo dentro de la caja y asegurarla con la llave roscada, el italiano la extrajo por completo del chelo para mostrar al policía una muesca circular, hecha a mano y situada en el último tramo.
– Es mi distancia. Sólo con esta longitud de pica estoy cómodo. Cada cual tiene la suya. Rostropovich, por ejemplo, la sacaba prácticamente entera.
Llegado a este punto, el italiano extrajo un voluminoso pañuelo del bolsillo y empezó a frotar la pica con él, como si le estuviera sacando brillo. Después, como tenía el voluminoso instrumento panza arriba sobre los muslos, lo cogió por el mástil y, sin llegar a meter la pica otra vez en su interior, lo guardó en su estuche. Finalmente miró de manera enigmática a Perdomo, y con la misma sonrisa serena que había adoptado durante la interpretación de «El cisne», añadió:
– Arrivederci. Es hora ya de que vaya a reunirme con mi amada.
Medio segundo después, Rescaglio agarró la pica del chelo con ambas manos, y tras haberla envuelto con el pañuelo que había sacado, se postró de rodillas sobre el suelo de la T4 y se la clavó a sí mismo con saña en la parte izquierda del vientre, haciendo fuerza luego, a la manera de los antiguos samuráis, hacia el lado derecho, para destrozarse las entrañas. Por último, volvió al centro del abdomen, y a pesar de que la pica carecía de filo, trató, acompañándose de un alarido espeluznante, de llegar con ella casi hasta el esternón.
– Se lo suplico -le dijo el italiano a Perdomo en un susurro ya casi ininteligible, a causa de la sangre que empezaba a brotarle de la boca-, ¡ahora debe ayudarme!
Al día siguiente
Perdomo dejó el lilium que había comprado para Milagros apoyado en el suelo, contra la puerta de roble de su chalet, y nada más hacerlo se alejó apresuradamente en dirección a su coche, que había dejado a pocos metros en segunda fila, con el motor al ralentí y la puerta del conductor entreabierta. Se sintió como uno de esos colegiales que se dedican a incordiar al vecindario llamando a los timbres de las puertas, para luego darse inmediatamente a la fuga. Sólo que él no había llegado a pulsar el timbre, porque pretendía exactamente lo contrario, que Milagros no llegara a advertir su presencia. El lilium era su manera de agradecer a aquella mujer extraordinaria todo lo que había hecho por él en las últimas semanas, pero no deseaba entregárselo personalmente, sino que Milagros lo encontrara junto a la tarjeta que lo acompañaba, en la que había escrito sencillamente:
Gracias. Por todo.
Un beso,
Raúl
Aunque cuando compró la flor estaba decidido a dársela en persona, había cambiado de opinión en el último momento, temiendo que el gesto pudiera ser malinterpretado como el inicio de un cortejo. Milagros le había parecido una mujer atractiva desde el comienzo, pero en modo alguno estaba dispuesto a complicarse la vida ahora que las cosas con Elena estaban empezando a rodar en la dirección que él deseaba. Perdomo sabía cómo mostrarse educado, e incluso cálido, sin llegar a incurrir en el coqueteo, pero lo que no podía controlar era la actitud de la vidente. Durante el viaje a Niza había tenido la impresión de que Milagros se sentía atraída hacia él. En el transcurso del almuerzo en casa de Orozco, por ejemplo, Perdomo había sorprendido a Milagros mirándole en un par de ocasiones, como si su mera presencia la embelesara. Y en el avión de regreso a Madrid, sus manos se habían rozado tantas veces en el reposabrazos común que él pensaba que aquel sutil contacto físico -que por otro lado, no le había desagradado- no podía haber ocurrido por casualidad.
Tras dejar la flor, y cuando se encontraba a un metro escaso de su automóvil, dispuesto a emprender la huida, oyó cómo se abría la puerta del chalet adosado y luego la voz de Mila que le llamaba:
– ¡Raúl!
Por más que quisiera evitar una escena de tensión sexual con la mujer que le había ayudado a resolver el caso más difícil de su carrera, el inspector no podía ya darse a la fuga y optó por lidiar con aquella situación de la mejor manera posible. Se volvió hacia Milagros y vio que tenía la flor en la mano y le contemplaba con gesto divertido desde el umbral de la puerta.
– Supuse que estarías trabajando y no quería molestarte -le dijo a la mujer en cuanto se acercó.
Fue a darle los dos besos en la mejilla con los que se habían saludado desde su primer encuentro, pero ella rompió el protocolo y le besó en los labios. Fue un beso corto y casto, casi masculino, como los que intercambiaban en público los mandatarios soviéticos, pero fue en la boca. Milagros debió de notar su cara de estupor, porque enseguida trató de relajarle con su sonrisa más seductora y le aclaró:
– Es por el lilium. ¿Cómo sabías que es mi flor preferida? -Luego, sin esperar su respuesta, añadió-: Tendría que estar trabajando, efectivamente, pero me ha dado plantón un niño autista y tengo unos veinte minutos hasta el próximo paciente. ¿No quieres pasar?
Milagros le hizo esperar en el recibidor mientras ella ponía el lilium en remojo y regresó al instante con la flor en un jarro de cristal, que colocó en un lugar privilegiado del salón, en el que Perdomo no había estado nunca.
– ¿Y tu madre? Creí que éste era su feudo.
– Está pasando unos días en la sierra con mi hermano, así que estamos solos.
– ¿Cómo es posible que hayas advertido mi llegada? -preguntó el inspector nada más sentarse en el sofá del tresillo-. He sido tan sigiloso como una pantera.
Ella sonrió recordando cómo le había sorprendido in fraganti antes de que pudiera subirse al coche y fanfarroneó con coquetería:
– No olvides que soy bruja. Sabía que ibas a venir esta mañana.
La mujer se dirigió acto seguido al equipo estéreo que había en el salón y Perdomo escuchó una voz en su interior gritando a voz en cuello: «¡Que no ponga música, por dios, que no ponga música!». Para su alivio, su silenciosa súplica fue atendida, porque lo único que pretendía Mila era apagar el equipo estéreo. Luego fue a sentarse muy cerca de él, de manera que Perdomo casi podía sentir su calor.
– He visto la prensa, con esa terrible foto de Rescaglio muerto en el aeropuerto. ¡Cuánta sangre!
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