Joseph Gelinek - El Violín Del Diablo

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La concertista española de violín Ane Larrazábal aparece estrangulada en el Auditorio Nacional de Madrid después de haber interpretado el Capriccio nº 24 de Paganini, la que se dice es la obra más difícil jamás compuesta para violín.
El asesino ha dejado escrita en su pecho, con sangre de la propia víctima, la palabra iblis, que signifca diablo en árabe. Su valioso instrumento, un Stradivarius que tiene tallada en la voluta la cabeza de un demonio, ha desaparecido. El jefe superior de Policía asigna el caso a Raúl Perdomo, uno de los investigadores más hábiles del cuerpo. Perdomo es muy crítico con los fenómenos paranormales, pero cuando empieza a sufrir extrañas y estremecedoras visiones que no logra explicarse, decide recurrir a los servicios de una parapsicóloga. Su intervención será clave para descubrir la identidad del asesino.
Una novela basada en hechos reales.
Una trama policíaca repleta de tensión y mucha información interesante sobre Paganini, Stradivarius, los Luthiers y el Diablo. Una reflexión acerca de la figura del demonio y del pacto satánico, que ha inspirado obras literarias de la talla del Fausto de Goethe o del Dr. Faustus de Thomas Mann. Un thriller policíaco que plantea la existencia de los objetos malditos, capaces de atraer las desgracias más funestas hacia sus propietarios.

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El maestro hizo ponerse en pie a todos los músicos para hacerles partícipes de aquella fiesta y luego se ausentó del escenario en compañía de la violinista, aunque los aplausos, lejos de ir a menos, se hicieron más intensos si cabe: los espectadores estaban reclamando la presencia en el escenario de la verdadera estrella de la velada, Ane Larrazábal, que no tardó en reaparecer, esta vez sin Agostini. La diva no se hizo mucho de rogar y tras pedir silencio al auditorio anunció cuál iba a ser la propina:

Capricho n.° 24 para violín solo, de Paganini.

Hubo una corta pero intensa ovación, en la que el público mostró su euforia por la obra elegida, y cuando ésta se extinguió totalmente, Ane Larrazábal comenzó a interpretar, arropada por un silencio reverencial, la terrorífica pieza del genovés.

El Capricho n.° 24 no era sólo el más célebre de toda la colección, sino que había pasado a convertirse en leyenda, por la cantidad de compositores célebres que habían creado nuevas obras a partir de su tema principal: desde Johannes Brahms hasta Andrew Lloyd Webber, pasando por Witold Lutowslasky o Sergei Rachmaninoff, la lista de músicos que habían rendido homenaje a esta endiablada composición era interminable. Consistía en un tema seguido de nueve variaciones, en cada una de las cuales Paganini había explotado una técnica violinística diferente.

Larrazábal fue sorteando con gracia y musicalidad los aparentemente insalvables escollos de las ocho primeras variaciones. Cuando llegó la novena, en la que el instrumentista tiene que tocar la melodía en pizzicato con la mano izquierda, ocurrió algo extraordinario, que algunos después quisieron atribuir a la peculiar forma de sujetar el violín que tenía Larrazábal: en mitad de la interpretación, el instrumento se le escapó de las manos y salió despedido por encima de la cabeza de su propietaria. Durante unos segundos, en los que el tiempo pareció transcurrir a cámara lenta, el preciado Stradivarius flotó como ingrávido en el aire para ser atrapado, un instante antes de que se hiciera añicos contra el suelo, por la mano ágil de Andrea Rescaglio, el primer chelo de la orquesta, que se sentaba a la derecha del podio del director.

El público, incapaz al principio de entender siquiera lo que había ocurrido, permaneció en un silencio atónito, hasta que Rescaglio entregó en mano a Larrazábal, tras una galante reverencia, el preciado instrumento. En ese momento el auditorio estalló en un aplauso espontáneo.

Perdomo se volvió a su hijo y le dijo:

– Conque no se podía aplaudir hasta el final de la obra, ¿eh?

Gregorio se limitó a sonreír y la violinista, visiblemente turbada pero dispuesta a mantener el tipo hasta el final, retomó desde el principio la novena variación.

El Capricho discurrió ya sin incidencias hasta el brillante finale , y aunque el auditorio aplaudió a rabiar tras el último acorde, nadie se atrevió a solicitar una segunda propina, después de aquel singular incidente.

Durante el intermedio, Perdomo y su hijo tomaron un refresco en el bar del Auditorio y se dedicaron a escuchar en silencio los comentarios de los asistentes al concierto sobre el episodio del «violín volador».

– Ruggiero Ricci -dijo un caballero con aspecto de magistrado del Supremo- tampoco utilizaba almohadillas, pero claro, un hombre tiene más fuerza en las manos. A él no se le hubiera escapado el violín.

– ¿Te imaginas lo que hubiera ocurrido si el chelista no llega a atrapar el instrumento in extremis? -comentó una enjoyada joven que tenía toda la pinta de ser la amante del primero-. El Stradivarius se hubiera hecho añicos contra el suelo. ¡Y dicen que es uno de los más valiosos que existen!

A cinco minutos de que se reanudara el concierto, Perdomo preguntó a su hijo sobre la obra que se iba a interpretar en la segunda parte: el Concierto para orquesta de Bartok.

– Te confieso, papá, que a mí Bartok no me entusiasma. Si quieres que volvamos ya a casa, no me importa.

– ¿Después del dineral que he tenido que soltar por las butacas? ¡Nos vamos a quedar aquí hasta que se haya marchado el último instrumentista! -le dijo su padre haciéndole un cariñoso arrumaco en la cabeza.

Los espectadores más rezagados fueron ocupando sus localidades y Perdomo se dio cuenta de que el patio de butacas tenía ahora algunos claros, aunque en la sala seguía reinando un gran ambiente. Pero el público se quedó de una pieza cuando en vez de aparecer por el lateral del escenario el maestro Agostini, lo hizo Alfonso Arjona, el director de Hispamúsica, que organizaba el concierto, quien con el rostro descompuesto exigió por gestos que cesara inmediatamente la ovación y anunció con voz temblorosa:

– Por causas de fuerza mayor, la segunda parte del concierto no se va a poder celebrar. Si hay algún miembro de las fuerzas del orden entre ustedes, le rogaría que se dirigiera inmediatamente a los camerinos. Muchas gracias.

5

París, a la hora del concierto

No había sido un buen día para Arsène Lupot, propietario del atelier-lutherie La Muse, uno de los más antiguos talleres de instrumentos de la ciudad.

Lupot, un hombre de sesenta y cinco años con el pelo rizado y canoso que gastaba todavía aquellas obsoletas gafas de pasta negra que estuvieron de moda en los años sesenta, empleaba siempre las mejores maderas para dar vida a los excelentes instrumentos que salían de su taller: abeto de los Alpes italianos de la val di Fiemme para las tapas de la caja armónica -la misma que utilizaba Stradivarius para sus violines- y arce de los Balcanes para las fajas y el fondo. Pero un par de clientes se habían quejado últimamente de la sonoridad de los instrumentos que Lupot les había entregado, y tras casi seis meses de pesquisas, el renombrado luthier había averiguado por fin que, aunque la madera que le estaba llegando de Italia provenía del sitio correcto, las Dolomitas, la empresa Ciabattoni, que le hacía los envíos, no estaba abatiendo los árboles en el momento preciso: para que una madera pueda ser empleada como tapa armónica, el abeto correspondiente sólo puede ser talado si la luna está en cuarto menguante, que es cuando la linfa del árbol ha bajado a las raíces y la madera no tiene tensiones. El gerente de Ciabattoni le había reconocido por teléfono que la empresa tenía tal cantidad de pedidos que se habían visto obligados a talar los abetos en todas las fases de la luna, e intentó restablecer a continuación la confianza con su cliente, prometiéndole que le reintegraría el importe completo de los envíos defectuosos. Pero Lupot estaba tan indignado con la mala fe de los italianos que aquella misma tarde había decidido cortar con ellos para siempre:

– Si tu padre estuviera aún vivo -le dijo Lupot al gerente, aludiendo al venerable Giuseppe, que había fundado en los años setenta la «Ditta Ciabattoni»- esto jamás hubiera ocurrido. Él se movía por amor a la música y a los instrumentos, no por codicia. -Y para desahogarse por completo, antes de colgarle el teléfono, había gritado al italiano-: Vaffanculo, stronzo!

Encontrar un nuevo proveedor no iba a resultarle tarea fácil. Implicaba, por lo pronto, viajar a Italia, entrevistarse personalmente con los responsables de las distintas serrerías para comprobar in situ si eran de confianza y, a ser posible, inspeccionar personalmente los bosques concretos de los que se obtenía la madera.

En 1975, cuando cerró el trato con Ciabattoni, había asistido a la tala de los primeros árboles y había sido testigo del celo exquisito con el que el viejo Giuseppe, ayudado por un guarda forestal, discernía los abetos aptos de los que no servían. Se arrodillaba delante de cada tronco cortado y pegaba la oreja a la madera fresca, mientras el guardia forestal golpeaba el abeto desde el otro extremo con un pequeño martillo. El árbol sólo pasaba la criba si, a juicio de Ciabattoni, la madera «cantaba».

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