«Claro que lo eres -le dijo una voz en su cabeza-. Has acabado con todo el mundo, Baker. Eres un asesino. ¡Eres el peor asesino en masa de la historia!»
Acalló aquella voz y se centró en el presente. Las ciudades quedaban descartadas. El campo y la naturaleza, descartados. ¿Qué les quedaba? ¿Una isla? Había islas dispersas por todo el río Susquehanna, pero presentaban el mismo problema que las montañas o los bosques, sólo que a menor escala. ¿Una granja apartada de la civilización? No, no sería mucho más seguro que vivir directamente en el bosque. Estaría bien tener una avioneta o un helicóptero, como en aquella película de zombis que vio en vídeo hace años. Pero aunque supiese pilotar (no sabía), ¿adónde irían? En la película, los supervivientes se refugiaron en un centro comercial.
Y vuelta a empezar.
Un letrero le llamó la atención.
CAVERNAS DEL ECO INDIO – SALIDA 27 – 16 KILÓMETROS
Arqueó las cejas. ¡Una cueva! Durante años, solía llevar a sus sobrinos a verlas cada vez que iban a visitarle. Sopesó las posibilidades que ofrecía: una ubicación subterránea y profunda, alejada de miradas curiosas. Sólo había una ruta de entrada y salida, así que podría protegerse con facilidad. Y quizá lo más importante: no había ningún ser vivo en ella, era un cebo para turistas sin murciélagos ni criaturas cavernícolas.
Podía valer, al menos de forma provisional. Tal como estaban las cosas, cualquier cosa era mejor que conducir un Hyundai rojo brillante por la desierta autopista de Pensilvania.
Le dio una palmada en el hombro a Gusano, que desvió su atención de las aventuras de «Self el gatito».
– ¿Tienes claustrofobia?
El chico parpadeó. No le había entendido.
– ¿Tienes miedo a las cuevas o a estar bajo tierra? -reiteró Baker, pero su joven compañero seguía sin comprender. Intentó decirlo de otra forma-. ¿Te da miedo la oscuridad?
– ¿O'uidá? -Entonces sí reaccionó. Gusano asimiló la pregunta mentalmente y le tocó a Baker en el brazo-. E'ngo a Eiker. No o'udiá.
– Mientras estés conmigo, no te importa la oscuridad -tradujo Baker. Aquello le produjo una gran ternura. Sintió un globo de emociones hinchándose en su pecho y recordó la promesa que se hizo a sí mismo.
– Atito aciosho -dijo Gusano, devolviendo su atención al libro.
Con la mente puesta en su destino, Baker aceleró hasta llegar a los setenta por hora. Quería ir a una velocidad prudente para poder reaccionar en caso de encontrarse con un vehículo accidentado, pero a la vez estaba ansioso por llegar.
Se preguntó cuánto tiempo les durarían los suministros y concluyó que de momento serían suficientes; una vez instalados en las cuevas, Baker podría hacer un viaje para reabastecerse. También consideró la posibilidad de que las cuevas no estuviesen del todo vacías. ¿Y si un empleado o un turista se había convertido en un no muerto y merodeaba en las profundidades? Y lo que era peor, ¿y si un superviviente o un grupo habían tenido la misma idea y se habían apoderado de ella?
Había demasiadas variables. Tendrían que afrontar las consecuencias una vez allí.
Baker pasó al lado de la salida al centro comercial mientras estudiaba el paisaje. Muy por debajo de la salida había unos zombis dispersos rondando por el aparcamiento y los campos. Por increíble que fuese, dos de las criaturas señalaron al Hyundai en marcha, abrieron de golpe las puertas de una camioneta y se metieron en el vehículo.
Vio las luces de marcha atrás de la camioneta reflejadas en el espejo retrovisor y luego perdió de vista el supermercado. Pisó el pedal del acelerador a fondo y echó un vistazo a Gusano, que no era consciente de la persecución que estaba teniendo lugar.
Baker evaluó la situación hecho un manojo de nervios: les llevaba ventaja, y a medida que el velocímetro superaba los ochenta kilómetros por hora, ésta se iba haciendo cada vez mayor. Los zombis tenían que maniobrar para salir del supermercado, lo que les llevaría un par de minutos, e incorporarse a la autopista. Si llegaba a la próxima salida -la de las cuevas- antes de que volviese a tener el coche a la vista, todo iría bien.
Decidió que lo mejor sería no aparcar el coche cerca de las cuevas: si los zombis tomaban la misma salida que ellos para buscarlos, revelaría su ubicación.
– Á'haro -dijo de pronto Gusano, pegando un bote en el asiento.
– ¿Qué?
– ¡Á'haro! -gritó, visiblemente alterado, mientras apuntaba hacia arriba.
Nubes de pájaros no muertos oscurecían el cielo. Cuervos y pinzones. Gorriones y petirrojos. Cardenales y auras. Miles de ellos, eclipsando el sol y abalanzándose en picado en una única y enorme bandada.
Dirigiéndose hacia el coche.
Baker agarró el volante y pisó el acelerador hasta el fondo. El Hyundai protestó, pero la transmisión automática en seguida asimiló la urgencia y el coche salió disparado hacia delante. Al mismo tiempo, oyó una bocina tras ellos, ruidosa e insistente.
Tenían la camioneta justo detrás y los pájaros iban a por ellos, a muerte.
* * *
Ver aquella bandada de zombis voladores a través del parabrisas de la cabina hizo que el soldado Warner se alegrase de estar conduciendo el camión. Detrás de él iba el Humvee, que podía albergar a cinco pasajeros más el artillero, que contaba con un asiento en el techo. Warner habría sido el ocupante de aquel asiento, pero, por mucho que le gustase manejar aquella ametralladora de calibre cincuenta o incluso -de vez en cuando- el lanzagranadas Mach 19 y el lanzamisiles TOW, tras una serie de misiones fracasadas la unidad había comprendido que durante los desplazamientos era mejor tener brazos y piernas dentro del vehículo.
Esta era una de esas ocasiones. Si estuviese a cargo de la ametralladora, sería una presa fácil para la gigantesca bandada. Las enormes balas no servirían de mucho contra tantos blancos pequeños, y dado que el arma medía un metro ochenta de largo y pesaba setenta kilos, tampoco es que pudiese llevarla encima.
En vez de eso, estaba conduciendo un camión civil que había sido requisado hacía semanas. Lo que en el pasado sirvió para repartir pan por todo el estado era ahora una unidad de detención móvil para transportar prisioneros de vuelta a Gettysburg. Estaba vacío, pero Warner no tenía ninguna duda de que eso cambiaría una vez que la misión de reconocimiento hubiese terminado.
Warner no albergaba muchas ilusiones respecto a lo que estaban haciendo, pero tampoco es que le importase. Estaba en el equipo ganador, y si para ello lo único que tenía que hacer era atizarles en la cabeza con la culata del fusil a unos cuantos civiles para así mantenerlos a raya, por él, perfecto. ¿Trabajos forzados y prostitución? Puede, pero al menos estaban vivos. Deberían estar agradecidos.
Warner tampoco se había hecho nunca ilusiones sobre su posición. Desde su punto de vista, le pagaban para proteger a la gente de sí misma. Partir cabezas, ya fuesen las de unos manifestantes o la de un saqueador tras una inundación o un tornado, era uno de los muchos beneficios. No le importaban los civiles a los que había jurado proteger. La mayoría de ellos ni siquiera merecían ser protegidos: querían seguridad para sus hogares y negocios, pero eran los primeros que salían lloriqueando en las noticias cada vez que los medios mostraban a un guardia cargándose a los cabrones de los que querían ser protegidos.
Aunque nunca lo había dicho en voz alta, a Warner le gustaba -en secreto- la nueva situación. Follaba todas las noches, ¿y qué más daba que algunas se resistiesen al principio? Un chocho era un chocho, se resistiese o no. Sólo había que someter a la zorra. Comía bien, dormía bien y podía utilizar sus habilidades. Seguía vivo y, lo más importante, su vida tenía un cometido.
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