Brian Keene - El Alzamiento

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Nada permanece muerto mucho tiempo. Los muertos están volviendo a la vida, inteligentes, decididos… y hambrientos. Huir parece imposible para Jim Thurmond, uno de los pocos supervivientes de este mundo de pesadilla. Pero el joven hijo de Jim también está vivo y en peligro a cientos de miles de kilómetros. Pese a las terribles adversidades, Jim jura que lo encontrará… o morirá en el intento.
Junto a un anciano sacerdote, un científico devorado por la culpa y una ex prostituta, Jim se embarca en un viaje a través del país. Juntos se enfrentarán a los vivos y a los muertos vivientes… y al aún más terrible mal que los aguarda al final de su viaje.
Novela ganadora del Premio Bram Stoker.

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Profirió un largo y profundo bostezo.

Dormir parecía una buena idea.

Pero Frankie no tenía ninguna intención de despertar.

Puso el cañón de la pistola sobre su cabeza, pero se lo pensó dos veces. ¿Y si fallaba? Había oído historias de intentos de suicidio en los que la bala viajaba por el cerebro como un coche de carreras por el circuito, lisiando horriblemente a la víctima pero sin llegar a provocarle el efecto deseado.

Volvió a bostezar y aprovechó para meterse la pistola en la boca. Saboreó el aceite y la cordita y pensó que era mucho mejor que el sudor de los miembros que habían estado en ella.

Se armó de valor y, antes de perder los nervios, apretó el gatillo.

Oyó un chasquido.

Gritó de rabia y lanzó la pistola hacia la oscuridad, tirando algo que provocó un sonido metálico al caer al suelo. Frankie sollozó, con las lágrimas recorriéndole el rostro sin parar.

Siguió llorando hasta desmayarse.

* * *

La primera vez no fue plenamente consciente de que se había despertado. La oscuridad era tal que, cuando abrió los ojos, no notó la diferencia.

Los calambres la asaltaron casi inmediatamente y apenas tuvo tiempo de girar la cabeza antes de vomitar. Al tener el estómago vacío, sintió que éste estaba a punto de salírsele por la boca, expulsando salvajemente los pocos líquidos que le quedaban. La bilis, templada, le salpicó la camiseta y se le pegó al pelo. Sudaba sin parar, y sus ajadas ropas no tardaron en quedar empapadas.

Tras una breve tregua, otro calambre le apuñaló el abdomen. Sus tripas se convulsionaron y se sintió húmeda y caliente de cintura para abajo. El olor le provocó náuseas, por lo que las arcadas no tardaron en llegar.

Gruñó y se mordió el labio al advertir la llegada del tercer calambre. Notó la sangre en su garganta y la escupió al instante.

Intentó incorporarse entre gritos. El sudor le bañó los ojos, que reaccionaron con dolor. El mono le provocaba espasmos en cada músculo, hacía que las piernas le fallasen. Cada convulsión provocaba una punzada de dolor que viajaba por los huesos, subía por la columna y explotaba en su cerebro.

Todavía estaba gimiendo con los ojos firmemente cerrados cuando oyó el pomo girar.

Frankie se sobresaltó y el miedo hizo que la necesidad desapareciese.

La puerta se abrió, dejando ver una titilante antorcha.

– No eres una de ellos.

La voz era profunda y serena, y hablaba con parquedad.

Temblando, Frankie entrecerró los ojos, intentando ver más allá de la luz. El dolor era cada vez más insoportable, y gritó al sentir otro ataque de diarrea.

– Ya he visto esto antes -susurró la voz-. Bueno, supongo que sólo nos queda esperar.

La puerta se cerró suavemente y Frankie se quedó sola con el fuego y la voz.

– ¿Qué… qué eres? -gimió Frankie.

– Soy un troll.

Ella se echó a reír con un tono frágil y mustio que se vio interrumpido por una tos brutal.

– ¿No llevarás algo de metadona, verdad? -preguntó con debilidad.

Luego la luz de la antorcha fui sustituida por la oscuridad de sus párpados caídos y perdió el conocimiento.

* * *

Sus dientes rechinan unos contra otros con fuerza, tanta que nota cómo se mueven y llega a sentir la sangre deslizarse entre sus dientes podridos y sus cada vez más demacradas encías.

El sudor mana de sus sucios poros como pus de un grano. Apesta. El hedor la hace vomitar y el olor del regüeldo la hace vomitar otra vez. Se tumba sobre su propia mierda, sintiendo cómo se extiende por sus temblorosas nalgas y sus huesudas piernas, cómo cubre sus lumbares como una manta templada.

Se siente a gusto.

A gusto en la mierda. A gusto en el infierno.

El bebé sigue con ella, en algún lugar. No llega a verlo, pero puede oírlo. T-Bone, C, Marquon, Willie y el resto también están con ella, susurrando promesas de dolor y muerte. Recibe esas promesas con gusto, ofreciéndose, extendiendo sus brazos para indicar que ya está lista…; pero la muerte no llega y eso la hace llorar. Los médicos y las enfermeras susurran en el éter. Un tipo se desabrocha la bragueta y ese sonido la hace temblar con fuerza.

En medio de la locura - sabe perfectamente lo que es - está el troll. Le limpia la cara con un trapo húmedo y fresco y le murmura palabras de apoyo mientras le da de beber caldo de pollo servido en una vieja taza de café. Maldice al troll porque no ha pedido caldo de pollo, ha pedido un chute. El caldo se revuelve en su interior y lo vomita al instante, pero él sigue dándoselo igualmente. Puede ver la suciedad en su descuidada barba, incluyendo trozos del caldo que acaba de vomitar. Se arrepiente por un momento y percibe el cariño en sus ojos grises, pero entonces vuelve -LA NECESIDAD- y vuelve a odiarlo y quiere morirse. Le ruega que la mate, pero él no escucha.

Pasan minutos y horas y días y fiebres y escalofríos y no puede respirar (tampoco es que quiera, pero le molesta no poder hacerlo) y sufre calambres, espasmos, convulsiones, náuseas y temblores y su nariz y garganta son como fábricas de moco y Frankie grita.

Y grita.

Y grita.

Y grita…

Y pese a todo el troll sigue a su lado, susurrándole y prometiendo que todo irá bien, que ya casi ha pasado todo. Quizá tenga razón, porque el llanto del bebé ya no es tan alto.

Hasta que ya no puede oírlo.

Algo muere en su interior y, por fin, Frankie se duerme.

* * *

Frankie abrió los ojos. Le dolían los huesos y los músculos, le pesaba la cabeza y tenía la nariz llena de mocos, pero nunca se había sentido tan bien.

El troll estaba sentado en el centro de la habitación, leyendo bajo la luz de las velas. Cuando se revolvió, él la contempló con una expresión de sorpresa, sonrió y cerró el libro. Frankie echó un vistazo a la portada: El nacimiento de la tragedia, de Friedrich Nietzsche.

Frankie se lamió los labios e intentó hablar. Su lengua era como papel de lija.

– Pensaba que iba a morir. Era lo que quería.

– Precisamente estaba leyendo sobre eso -replicó el troll-. Nietzsche cita a Sileno: lo mejor que pudiera haberte sucedido está fuera de tu alcance: no haber nacido, no ser, ser nada. Ahora, lo mejor que te puede suceder es tardar poco en morir.

Frankie no dijo nada. La habitación estaba sorprendentemente templada, casi era acogedora.

– ¿Cuánto tiempo?

– ¿Cuánto tiempo estuviste inconsciente? Calculo que unas setenta y dos horas. No puedo estar seguro porque dejó de funcionarme el reloj hace unas semanas. Todavía no lo has superado del todo, pero ya ha pasado lo peor. La abstinencia por heroína suele durar entre diez y catorce días, pero los tres primeros son los peores.

– ¿Cómo lo…?

– Trabajaba en un hospital, era terapeuta. ¿Tienes sed?

Afirmó con la cabeza y él le llevó una cantimplora.

– Toma, bebe a sorbos -le indicó mientras apoyaba la mano en su espalda para ayudarla a incorporarse. Le crujió la columna, pero le sentó bien.

Bebió un poco de agua. Era limpia, fría y revitalizante, y la llenó de vida a medida que viajaba por su garganta.

– Así es suficiente -le advirtió para que dejase de beber-. Ya has vomitado bastante, tienes que conservar algo en tu interior.

– Gracias -jadeó-. Te debo la vida.

Se rió y le dio un par de palmadas en la pierna.

– No me debes nada, te lo debes a ti misma.

– Me llamo Frankie -le dijo mientras le extendía la mano, observando que los temblores habían desaparecido.

– La gente me llama Troll -dijo con calma, estrechándole la mano-. Bienvenida a mi casa.

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