Brian Keene - El Alzamiento

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Nada permanece muerto mucho tiempo. Los muertos están volviendo a la vida, inteligentes, decididos… y hambrientos. Huir parece imposible para Jim Thurmond, uno de los pocos supervivientes de este mundo de pesadilla. Pero el joven hijo de Jim también está vivo y en peligro a cientos de miles de kilómetros. Pese a las terribles adversidades, Jim jura que lo encontrará… o morirá en el intento.
Junto a un anciano sacerdote, un científico devorado por la culpa y una ex prostituta, Jim se embarca en un viaje a través del país. Juntos se enfrentarán a los vivos y a los muertos vivientes… y al aún más terrible mal que los aguarda al final de su viaje.
Novela ganadora del Premio Bram Stoker.

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– Pero Jim, ¿y los supervivientes? ¿No te parece raro que no nos hayamos encontrado con ninguna persona viva?

– No lo sé -admitió Jim-. Quizá seamos los únicos que quedan en esta zona. Pero sé que Danny está vivo y eso es todo lo que me importa.

– No podemos ser los últimos -dijo Martin-. Creo de corazón que habrá otros, Jim. Gente como nosotros. Sólo tenemos que encontrarlos.

Poco después, las luces del coche apuntaron directamente a un ciervo solitario en medio de la carretera. En cuanto los vio, salió del carril de un salto y desapareció en la espesura.

– Creo que ése estaba vivo -dijo Martin-. No se movía como uno de ellos.

– Entonces será mejor que le deseemos suerte -dijo Jim-. Los cazadores de la temporada de otoño van a ser el último de sus problemas.

Poco después, el sol deshizo la niebla. Cruzaron la frontera; un cartel verde les informó de que estaban «SALIENDO DE LA SALVAJE Y HERMOSA VIRGINIA OCCIDENTAL. VUELVA CUANDO QUIERA», animaba.

– Bien, ya estamos en Virginia -dijo Martin-. Hasta ahora todo ha ido bien.

– Espero que siga así. De momento vamos bien de gasolina: sólo hemos gastado un cuarto del depósito, pero no creo que la suerte nos dure. Cuanto más nos acerquemos a Nueva Jersey, más se complicarán las cosas. Para serte sincero, Martin, creo que nos va a costar lo nuestro llegar hasta allí.

– Quizá Dios nos despeje el camino.

Jim agarró el volante con fuerza.

Cuando volvió a hablar, Martin tuvo que esforzarse para escuchar qué decía.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué qué?

– ¿Por qué ha permitido Dios que ocurra algo así? ¿Por qué ha hecho esto?

Martin hizo una pausa y escogió sus palabras con sumo cuidado. Era una pregunta que le habían formulado miles de veces en el pasado, una pregunta que él mismo se había hecho en más de una ocasión. Muertes en la familia, enfermedades, divorcios, paro, bancarrota: todos llevaban a su rebaño a la misma pregunta.

– Ya me lo preguntaste antes y te dije que no lo sé -respondió, con las palabras atragantándosele en la garganta-. Y sigo sin saberlo. Ojalá lo supiese, Jim, de verdad. Pero lo que sí sé es que Dios no hizo esto. La Biblia dice claramente que Satán es el amo de la Tierra, lo ha sido desde su caída y la de sus lacayos.

– Pero, aun así, ¿por qué permite Dios que ocurra? Puede que el diablo gobierne el planeta, ¿pero me estás diciendo en serio que Dios no puede hacer nada al respecto?

– Créeme, lo sé, sé que puede parecerlo, pero no funciona así, Jim.

– ¿Sus designios son inescrutables y todo eso?

Martin esbozó una sonrisa agridulce.

– Algo así.

– Vale, pues eso son chorradas, Martin. ¡Que no se ande con designios con mi hijo! ¡Él ya tiene el suyo y dejó que lo matasen! ¡No tiene por qué matar también al mío!

El predicador no respondió. En vez de eso, se quedó mirando los árboles, que pasaban velozmente ante ellos, a través de la ventana.

– Lo siento, Martin -dijo Jim con un suspiro-. No quería ofenderte, en serio. Es que… -No supo continuar.

Martin le puso la mano en el hombro.

– No pasa nada Jim, te entiendo. Ojalá tuviese una respuesta para ti, algo que te aliviase. Pero hay una cosa en la que creo con todo mi corazón: no fue una coincidencia que nos encontrásemos. Dios lo planeó. Y creo que Danny está vivo, Jim, ¡y vamos a encontrarlo! Estoy convencido.

– Eso espero -dijo Jim-. Dios, eso espero.

Martin hurgó en el asiento trasero hasta sacar una botella de agua para cada uno y una bolsa de patatas fritas. Comieron con voracidad.

– ¿Has pensado qué haremos cuando hayamos rescatado a Danny?

– Pues la verdad es que sí, tengo un par de ideas al respecto.

– Vamos a oírlas -dijo Martin, sin poder terminar la frase. Se aferró al salpicadero-. ¡Cuidado!

El vehículo chirrió al tomar la curva cuando se encontraron con un Volkswagen Beetle de colores vivos tirado en medio de la carretera, convertido en un amasijo de hierros retorcidos. El coche descansaba sobre su techo y las ruedas (una de ellas pinchada y la otra sacada de cuajo) apuntaban hacia el cielo como las patas de un animal muerto. El lado del copiloto estaba machacado y los pedazos de la ventana cubrían el asfalto como nieve cristalina.

Cuatro motos (Jim se dio cuenta de que no eran Harleys, sino unos modelos de los jodidos japoneses) estaban aparcadas en mitad de la autopista. Una de ellas apuntaba directamente hacia ellos.

Jim pisó el freno automáticamente y, mientras el todoterreno se dirigía directo hacia la moto, vio, como si observase a cámara lenta, dos cosas. Por un lado, dos zombis estaban arrodillados en la hierba al lado de la carretera, dándose un festín con las tripas de una adolescente. Al mismo tiempo, otros dos sacaban a un joven del asiento del conductor arrastrándole del pelo. Aunque todos los zombis se quedaron mirando al vehículo, sorprendidos, uno tuvo tiempo de cortarle el cuello al chico antes de reparar en el vehículo que se dirigía hacia ellos.

La oración de Martin y el grito de Jim se pararon en seco cuando el todoterreno chocó contra la moto. Los airbags salieron disparados del salpicadero, impactando contra los ocupantes.

Jim notó que las ruedas delanteras habían pinchado y luchó por mantener el control, pero los frenos antibloqueo no sirvieron de mucho. El todoterreno giró hacia la derecha y atravesó el quitamiedos para finalmente chocar contra el retorcido y grueso tronco de un roble.

– Hijos de puta -murmuró el zombi del cuchillo-. ¡Me han jodido la moto!

Sacó al joven de la chatarra en la que había quedado convertido el Volkswagen y tiró el cuerpo, que cayó inerte contra el suelo. Después se dirigió hacia el todoterreno.

Su compañero rasgó la camiseta del joven y le mordió un pezón, agitando la cabeza hasta desprenderlo.

– Eh -dijo-. Será mejor que comas algo ahora. El alma está abandonando el cuerpo y siento impaciencia al otro lado.

– Deja que nuestros hermanos ocupen ese cuerpo. Por ahí hay más carne.

Jim se quitó el airbag de encima y giró la llave del contacto. El salpicadero parecía un árbol de Navidad lleno de luces parpadeantes: el indicador del motor, del aceite, de la batería… ninguno de ellos funcionaba. Desesperado, echó la vista atrás, a la autopista, para ver dónde se encontraban los zombis.

Los cuatro se dirigían hacia su coche.

– ¡Mierda!

– ¿Qué pasa? -preguntó Martin a su lado. Su nariz goteaba sangre y tenía marcas oscuras bajo los ojos.

– ¡Martin, tenemos que irnos -susurró Jim-. ¿Puedes moverte?

– Te 'ije que tenías que pone'te el cinturón -murmuró el anciano antes de cerrar los ojos y perder la consciencia.

Jim quiso coger la pistola, pero no la encontró.

– ¡Joder!

Después de desabrocharse el cinturón, empezó a buscar el arma debajo del asiento. El derrape y el golpe posterior habían esparcido el contenido de la mochila por todo el asiento trasero. Encontró un paquete de café instantáneo, un mapa de carreteras y un cartucho para el fusil, pero ni rastro de la pistola.

– Eh, amigo -dijo una voz a la izquierda de Jim. Olió a la criatura en el preciso instante en el que habló-. ¿Problemas con el coche?

Dos brazos acartonados se colaron por la ventana abierta del asiento del conductor. Unos fríos dedos rodearon su cuello y apretaron. Jim agarró las huesudas muñecas, separando la piel de la decadente carne con las uñas, mientras el zombi reía sin dejar de apretar.

Otro zombi saltó sobre el capó abollado y agarró a Martin a través del parabrisas hecho añicos. El resto se puso a abrir la puerta del copiloto.

Jim intentó gritar, intentó respirar, pero comprobó que no podía. Le ardía la garganta y sentía que la cabeza, que no paraba de palpitar, iba a explotar de un momento a otro. El dolor era tan intenso que no oyó el disparo hasta tener la cara y los ojos cubiertos con el cerebro de su atacante.

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