– Mejor no vuelvas a tocarme -dijo.
Él levantó las manos abiertas y entonces las dejó caer, como si el espectáculo que estaban presenciando fuera demasiado para ellas.
– ¿En qué clase de criatura te has convertido como para ofrecer violencia a tu propio padre?
A pesar de todo, eso la afectó, la obligó a imaginar cómo habría hecho sentirse a su madre.
– No es peor que lo que tú me has hecho -gritó.
– Eso fue una desagradable obligación. Yo soy tu padre.
– Entonces actúa como tal. Si se supone que estoy enferma, llévame a un médico.
– Ya te he oído.
Ella creyó que había logrado al fin encontrar algo a lo que aferrarse en sus palabras, cuando él dijo:
– No necesito que ningún extraño me explique mi deber. Para mí es evidente que toda esta vergüenza debe permanecer entre estas paredes.
La había oído hablando con la madre de Rob. Amy se sintió como si las respuestas de su padre la estuviesen aprisionando, obligándola a caminar una vez tras otra por un área delimitada por las mismas y estrechas ideas. Había soltado ligeramente el receptor, pero ahora lo levantó como una advertencia.
– No lo harás -dijo, escabulléndose por el salón.
Los ojos apretados de los cuadros parecían estar mirando con incredulidad el caos que su padre y ella habían dejado en el suelo. Después de mirar hacia atrás para asegurarse de que él no se encontraba a la vista, se precipitó hacia la habitación de su padre. Apenas había llegado al umbral cuando se detuvo, demasiado confundida hasta para pensar en cerrar la puerta.
La pulcritud de la habitación ya resultaba de por sí suficientemente desalentadora: las disciplinadas filas de objetos que llenaban la mesa, cuya simetría era duplicada por el espejo; los tres pares de zapatos que se apoyaban los unos sobre los otros, con los talones alzados, en el suelo, al pie de la cama; la almohada, que no revelaba ni el menor rastro de una cabeza, el pálido edredón tan liso como una lápida. La habitación parecía muerta, ya no estaba habitada por nadie que ella conociera, y era tan fría como para hacerle temblar hasta los mismos huesos. Si su padre no tenía las llaves en su poder, debían de encontrarse allí. Estaba mirando a su alrededor, se sentía como si la indefinible extrañeza de la habitación estuviera ayudando a esconder las llaves, cuando escuchó pasos en el salón. Corrió hasta el guardarropa y abrió de par en par las puertas cubiertas de paneles.
A la izquierda, las camisas de su padre, una alisada masa de color blanco, dejaban caer sus muchos brazos; a la derecha, los trajes con las perneras levantadas. Todos los contenidos del guardarropa parecían representar el estado ausente de su dueño. Mientras se asomaba a la sofocante oscuridad, un tenue olor a moho se prendió de su garganta. No tenía tiempo para registrar los bolsillos uno por uno, pero dio a los trajes un fuerte manotazo que habría hecho tintinear cualquier llave presente. Solo escuchó el sonido discordante de las perchas, y entonces su padre entró en la habitación.
– ¿Qué maldita cosa has traído aquí? -gritó.
Mientras Amy se apartaba del guardarropa, le palpitó la cabeza a causa de la amenaza que su aparición representaba y azotó el aire con la antena del receptor a escasos centímetros de su cara.
– No he traído nada -dijo ella, mientras apartaba la antena bruscamente de su alcance-. Estoy buscando las llaves que me has robado.
– Si yo fuese un orate, puede que las hubiese dejado ahí para que las encontrases -dijo antes de sacar las llaves del bolsillo; de su pantalón y mostrárselas.
¿No podía ser una palabra antigua escuchada a sus abuelos? Durante el tiempo que tardaron las llaves en reflejar dos veces la luz parecieron menos importantes que la pregunta, y luego lo único que importó fue el recuperarlas, fuera como fuese.
– Gracias -dijo mientras extendía su mano vacía, aunque no demasiado.
– Esta es mi habitación y quiero que salgas de ella.
Al menos no había guardado las llaves. Mientras retrocedía por el umbral haciéndolas tintinear, ella lo siguió. Los ojos de los cuadros parecían asombrados por el comportamiento de Amy, si no es que se estaban mofando de ella; era incapaz de interpretar la luz que brillaba en los de su padre.
– Cierra la puerta -le dijo tan pronto como hubieron salido; después de que ella lo hubiera dicho, añadió-: Aléjate de mi cuarto.
Estaba retrocediendo hacia la cocina, sosteniendo en alto las llaves, que seguían emitiendo un brillo hipnótico. Pretendía atraparla en su cuarto. Mientras retrocedía y pasaba junto a él, vio que pretendía cerrar la puerta de la cocina, acaso para negarle el acceso a los cuchillos que contenía. Tanteó a su espalda en busca del picaporte y, en el momento mismo en que su atención vaciló, ella se abalanzó sobre él. La puerta se cerró de golpe. Un fragmento de plástico que no había logrado evitar crujió bajo sus pies y su padre levantó las llaves por encima de su cabeza como una llama.
– Ya no son tuyas. Vete a tu cuarto.
– No voy a marcharme hasta que me des las llaves.
– Ya lo creo que vas a hacerlo -dijo, y se le acercó con una rapidez que dejó claro que el arma que ella empuñaba no iba a detenerlo más.
Amy huyó a la habitación principal. Al final del paseo, las puertas de la cancela estaban teñidas de rojo. Corrió hasta la ventana a tiempo de ver cómo se demoraba en la carretera el camión de George Roscommon. Buscó frenéticamente a su alrededor algún objeto con el que romper la ventana. Una silla podría valer, y soltó el aparato para poder coger una. En aquel momento, la puerta se volvió gris como un incendio extinguido y el camión se perdió por Nazareth Row.
Su padre había vuelto a guardar las llaves en el bolsillo y
estaba avanzando hacia ella con las manos extendidas.
– Ahora cálmate -dijo-. Ya ves que no puedes vencerme. Ve a tu habitación.
Amy corrió alrededor de la mesa para colocarla entre los dos. Una vez más tenía la impresión de que su padre y ella estaban condenados a seguir repitiendo las mismas palabras, las mismas acciones.
– No pienso quedarme aquí, en ninguna parte -chilló-. ¿No te das cuenta de que solo consigue hacerme empeorar? Déjame salir o acompáñame fuera, eso no me importa, o verás lo que hago.
Él retrocedió hasta el umbral de la puerta y cruzó los brazos.
– No puedes hacer nada que me obligue a apartarme de mi deber -dijo.
Amy sintió que sus manos se convertían en garras, ansiosas por encontrar cualquier cosa que desgarrar o destrozar. El mobiliario, el equipo de música, la televisión o el vídeo… y entonces vio lo que podría sin duda afectarlo si lograba reunir los arrestos para hacerlo. Caminó hasta la estantería siguiendo la pared de la puerta. Susurrando «Lo siento» tan débilmente que apenas pudo escucharse a sí misma, tomó entre las manos un montón de los libros que su madre había encuadernado y los arrojó al suelo.
El rostro de su padre ni siquiera se movió. Amy enterró una mano tras el siguiente libro de la estantería y lo miró con aire acusador. Sobre su conciencia empezaba a acumularse en capas la consternación: consternación por sus propias acciones, por la faltan de respuesta de su padre, por el hecho de que su madre la hubiera abandonado para siempre… y lo peor de todo, por el descubrimiento de que aquellos libros amorosamente encuadernados significaban ahora tan poco para ella como sus banales contenidos. Presa de una cólera que hizo que la cabeza le palpitara y pareciera hinchársele, tiró el libro de la estantería y, después de arrancar las tapas de piel, las sostuvo crujiendo con la mano izquierda mientras con la derecha sujetaba los haces de páginas-. O me llevas al médico o hago esto pedazos -chilló.
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