Ramsey Campbell - Nazareth Hill

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Amy, una niña de ocho años, la llamaba la casa de las arañas porque la daba escalofríos, hasta que su padre la reprendió por ser tan tonta: no había nada de lo que asustarse, solo era una mansión con vistas al pueblo. Pero cuando su padre la aúpa hasta una ventana para que pueda mirar dentro, lo que ve difícilmente calma sus miedos.
Ramsey Campbell cuenta con más premios en el ámbito de las novelas de terror que ningún otro autor en el mundo.

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– Listo. Conservados para la posteridad.

– ¿No quiere sacar otra, para asegurar? -sugirió Peter Sheen, enfatizando sus palabras con el chasquido de su bolígrafo.

– Sí, si quieren -respondió el fotógrafo, cuyos jadeos sonaban más entusiastas que él. Regresó hasta la cámara con paso trabajoso, espantando por el camino a las tres niñas, que se diseminaron por la plaza del mercado cuando un uniformado Shaun Pickles se les acercó. Metcalf volvió a reunirse con sus vecinos y esbozó una sonrisa que duró lo que tardó en plasmarla la cámara, antes de comenzar a frotarse el pecho mientras sucumbía a un acceso de resoplidos-. Ya está -consiguió decir, a la larga.

– Y bien que está, además -felicitó Alistair Doughty-. ¿Qué tal algunas palabras para acompañar? Una foto se queda a medias si un buen pie, y no lo digo porque yo sea impresor.

– «Nazarill, refugio para ti» -sugirió Ralph Shrift, mientras se cubría con su sobretodo y se encaminaba hacia las puertas, dejando que los Roscommon le precedieran con un chirrido de ruedas. La familia Stoddard hizo lo propio, tras levantar todas sus capuchas para resguardarse del viento. Cuando Amy vio cómo entraban en el edificio aquellas figuras encapuchadas, se estremeció, sin saber por qué. En vez de buscar el refugio del interior, se desvió hacia la ventana que había identificado el anciano. Tras apoyar las manos en la repisa de piedra, tan fría como se imaginaba que debía estarlo el fondo de un pozo, se aupó.

El reflejo de las ramas se meneó encima de su cabeza y llegó hasta la habitación de mayor tamaño. Ese debía de ser el motivo por el que le había parecido que se detenía algo al otro lado de la ventana cuando ella enfocaba la imagen del interior. La habitación parecía más que recién decorada, parecía a estrenar pero, ¿sería ese el motivo por el que tenía la impresión de que su aspecto no revelaba su auténtica naturaleza? Antes de que pudiera decidirse, su padre la cogió por los codos, la bajó y la condujo con firmeza hacia las puertas.

– No empieces con eso, Amy, por favor.

Se soltó y se cruzó de brazos con fuerza, estrujándose los senos.

– ¿Que no empiece con qué?

– Con nada, me da igual. El pobre viejo estaba aturdido, eso es todo.

No pensaba ponerse a discutir ahora que le pesaban los ojos con la amenaza de un llanto furioso. Se los frotó con fuerza, entró corriendo en el edificio y no se detuvo hasta su piso, donde las puertas de Peter Sheen y Ralph Shrift estaban cerrándose la una enfrente de la otra, mientras Leonard Stoddard le cedía el paso a su familia más adelante.

– ¿Leonard?-llamó Amy.

– Señorita.

– ¿Has tenido ocasión de buscar lo que te pedí?

– Ups. -Al parecer, aquello era un no, dado que continuó-: Recuérdamelo. He estado liadísimo estas semanas de atrás, con todo esto de ofrecer procesadores de textos a todos los usuarios de la biblioteca que quieren probar a escribir, para luego exhibir sus obras al público.

– Me dijiste que intentarías encontrar la historia de Nazarill.

– No creo que tenga demasiada.

– Yo estoy convencida de que la vi una vez, en la sección de ficción.

– ¿Es vieja? -quiso saber Lin Stoddard, por encima del hombro de su marido-. ¿Cuándo la viste, te acuerdas?

– Cuando era pequeña, y me acuerdo de que tenía bastante polvo, si no le habría echado un vistazo.

– Ya no la tenemos, te lo digo sin tener que mirarlo.

– ¿No la habrán conservado, por tratarse de algo de la zona?

– Novelas, no. Historia, a lo mejor tampoco, porque este edificio queda un poco a las afueras. Todo tiene que ver con el ajuste de obras -dijo Lin-. Si no vendiésemos las cosas viejas no podríamos costearnos lo que a ti te gusta, como los vídeos, las cintas y los discos.

– Yo creía que las bibliotecas eran para los libros – repuso Amy, en parte porque sabía que eso era lo que habría dicho su madre.

El padre de Amy la apartó de su camino y tintineó con sus llaves.

– Amy -la avisó.

– ¿Te parece que sería justo que las bibliotecas fuesen solo para la gente que puede leer? -preguntó Leonard.

Amy se rindió, en parte porque su teléfono había comenzado a sonar cuando su padre abrió la puerta. Esperó mientras él se apresuraba a descolgar el auricular, donde boqueó un «diga».

– Es un tal «¿está Amy»? -consiguió decir, tras hacer acopio de aliento.

– ¿No sabes quién es?

– Búscalo en rebobina.

Cuando era pequeña le hacían gracia aquellos juegos de palabras, pero su padre había conseguido privarlos de todo su atractivo. No le dirigió la mirada cuando le entregó el auricular.

– Hola, Rob.

– ¿Se acabaron las poses?

– Toda yo soy pura pose.

– Eso nos pasa a todos. ¿Qué haces, además de eso?

– Podemos vernos en el mercado, si quieres. Voy a bajar a preguntar por un libro.

– Te veo en el puesto, ¿vale?

– Puesta estaré. -Amy devolvió el auricular a la horquilla. Su padre había cerrado la puerta con la mirilla y estaba apoyado en ella.

– Antes de que te despidas a la francesa, Amy, tengo que decirte que me gustaría que a veces te comportaras un pelín mejor.

– ¿Como cuándo?

– Como cuando entras en la casa arramplando, por ejemplo, como acabas de hacer.

– Eso es por echarme la bronca delante de todos.

– Nadie se habría dado cuenta si no hubieses montado esa pelotera.

– ¿Qué quieres que haga, si me tratas como si tuviese los mismos años que la vecina?

– Tampoco tienes muchos más. Recuerda que yo soy el adulto y tú la menor. Lo siento, pero todavía tengo que ocuparme de ti.

– Eso se va a terminar pronto.

– Tranquilízate, Amy. No saques las cosas de quicio. Yo sé que te sabes controlar, o que sabías.

– Muy pronto podré hacer todo lo que me apetezca.

– A ver, explícame lo que quieres decir con eso, si no te importa, para que me haga una idea.

– Lo que quiero decir es que el verano que viene podré irme de casa y vivir donde me dé la gana y que tú no podrás detenerme porque ya habré cumplido los dieciséis.

– Espero que ni se te ocurra -dijo su padre. Estiró los brazos y reveló los arañazos que le había dicho que había sufrido mientras intentaba rescatar a la gata de la juez-. Espero que permanezcamos juntos, como habría deseado tu madre.

Amy parpadeó con fuerza y tragó saliva con sabor a lágrimas. Se sintió como si todos los ojos de las paredes estuvieran clavados en ella.

– ¿No esperarás que me pase el resto de mi vida contigo, verdad?

– No se puede presumir tanto del futuro. Lo único que te pido es que te quites de la cabeza estas tonterías y estas locuras. Concéntrate en ir a la universidad para que puedas ser algo en la vida.

– Es que ya soy algo. Es más, soy alguien, y tú me haces sentir como si no lo fuera.

– Me parece que eso es un pelín injusto. Disfrutas de mucha más libertad que yo cuando tenía tu edad. Mi padre solía decir que si dabas la mano te arriesgabas a que te cogieran el brazo, y creo que empiezo a darme cuenta de que tenía razón.

– ¿Pero qué dices? -exigió Amy. Las palabras salían de ella igual que el vapor de una olla a presión-. Con una vez que me dejases hacer lo que quiera, no tendría que estar pidiéndote permiso todo el tiempo, ¿no?

– No sé si entiendo a lo que te refieres.

– Dijiste que podía ir a España si quedaban plazas.

– Cierto, pero la verdad es que…

– Bueno. Pues alguien ha tenido que borrarse de la lista.

– Da igual. El verano que viene iremos adonde tú quieras, un padre y su hija, tan crecida que le parecerá irreconocible. Si sigues teniendo ganas de visitar el extranjero, a lo mejor incluso me lo planteo, siempre que empieces a hacer algunas de las cosas que te pida.

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