Stephen King - La Cúpula

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La cúpula. Un día de octubre la pequeña ciudad americana de Chester´s Mill se encuentra totalmente aislada por una cúpula transparente e impenetrable. Nadie sabe de dónde ha salido ni por qué está allí. Sólo saben que poco a poco se agotarán las provisiones y hasta el oxígeno que respiran. Es una soleada mañana de otoño en la pequeña ciudad de Chester´s Mill. Claudette Sanders disfruta de su clase de vuelo y Dale Barbara, Barbie para los amigos, hace autostop en las afueras. Ninguno de los dos llegará a su destino. De repente, una barrera invisible ha caído sobre la ciudad como una burbuja cristalina e inquebrantable. Al descender, ha cortado por la mitad a una marmota y ha amputado la mano a un jardinero. El avión que pilotaba Claudette ha chocado contra la cúpula y se ha precipitado al suelo envuelto en llamas. Dale Barbara, veterano de la guerra de Irak, ha de regresar a Chester´s Mill, el lugar que tanto deseaba abandonar. El ejército pone a Barbie al cargo de la situación pero Big Jim Rennie, el hombre que tiene un pie en todos los negocios sucios de la ciudad, no está de acuerdo: la cúpula podría ser la respuesta a sus plegarias. A medida que la comida, la electricidad y el agua escasean, los niños comienzan a tener premoniciones escalofriantes. El tiempo se acaba para aquellos que viven bajo la cúpula. ¿Podrán averiguar qué ha creado tan terrorífica prisión antes de que sea demasiado tarde? Una historia apocalíptica e hipnótica. Totalmente fascinante. Lo mejor de Stephen King.

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Sin embargo, a pocos les fue tan mal como a la ex novia de Frank DeLesseps.

4

Ella tuvo dos pensamientos medio coherentes cuando se apoyó en el poste de la escalera y vio los ojos desorbitados de Junior y cómo se mordía la lengua: la mordía con tanta fuerza que hundía los dientes en ella.

Está loco. Tengo que llamar a la policía antes de que me haga daño de verdad.

Se volvió para correr del recibidor a la cocina, donde descolgaría el auricular del teléfono de pared, aporrearía el 911 y luego simplemente chillaría. Dio dos pasos, pero entonces tropezó con la toalla con la que se había envuelto el pelo. Enseguida recuperó el equilibrio -había sido animadora en el instituto y todavía conservaba ciertas habilidades-, pero ya era demasiado tarde. Su cabeza de pronto tiró de ella hacia atrás, y Angie vio volar sus pies por delante de ella. Junior la había agarrado del pelo.

Tiró de ella hasta tenerla contra su cuerpo. Estaba ardiendo, como si tuviera muchísima fiebre. Angie sentía el acelerado latido de su corazón: un-dos, un-dos, huyendo.

– ¡Zorra mentirosa! -le gritó al oído, clavándole una punzada de dolor hasta lo más profundo de su cabeza.

También ella chilló, pero su propia voz le pareció tenue e intrascendente en comparación con la de él. Entonces Junior le rodeó la cintura con los brazos y ella se sintió propulsada por el vestíbulo a una velocidad frenética; tan solo los dedos de los pies rozaban la moqueta. Le cruzó por la mente algo así como el emblema del capó de un coche en plena fuga, y de pronto estaban en la cocina, inundada por la brillante luz del sol.

Junior volvió a gritar. Esta vez no de furia, sino de dolor.

5

La luz lo estaba matando, le freía los sesos, que aullaban de dolor, pero no dejó que eso lo detuviera. Ya era demasiado tarde para eso.

Corrió con ella sin aminorar el paso hacia la mesa de formica de la cocina. El mueble la golpeó en el estómago, se desplazó y chocó contra la pared. El azucarero, el salero y el pimentero salieron volando. La respiración de Angie dejó escapar un gran estertor. Asiéndola por la cintura con una mano y de las greñas mojadas con la otra, Junior la hizo girar y la lanzó contra el frigorífico. Angie se estrelló contra él con estrépito y casi todos los imanes cayeron al suelo. Estaba aturdida y pálida como la cera. Ahora, además del labio inferior le sangraba la nariz. La sangre relucía sobre su piel blanca. Junior vio que su mirada se desplazaba hacia el banco de carnicero de la encimera, lleno de cuchillos, y, cuando Angie intentó levantarse, él le clavó un rodillazo en toda la cara. Sonó un crujido sordo, como si a alguien se le hubiese caído una pieza de porcelana -una fuente, tal vez- en la habitación de al lado.

Esto es lo que tendría que haberle hecho a Dale Barbara, pensó Junior, y retrocedió unos pasos al tiempo que se apretaba las sienes palpitantes con las manos. De sus ojos brotaban lágrimas que descendían por las mejillas. Se había mordido la lengua con fuerza -la sangre se deslizaba por la barbilla y goteaba en el suelo-, pero él ni siquiera lo notó. El dolor de cabeza era demasiado intenso.

Angie estaba tirada boca abajo entre los imanes de la nevera. En el más grande ponía LO QUE HOY ENTRA POR LA BOCA MAÑANA ASOMA POR EL CULO.

Junior pensó que Angie se había desmayado, pero de repente se estremeció de pies a cabeza. Los dedos le temblaban como si estuviera preparándose para tocar algo complejo al piano. (El único instrumento que esta zorra ha tocado en su vida es la flauta de carne, pensó.) Entonces empezó a sacudir las piernas arriba y abajo, y los brazos no tardaron en hacer lo mismo. De pronto parecía que Angie intentaba alejarse de él a nado. Joder, estaba sufriendo una maldita convulsión.

– ¡Basta ya! -gritó Junior. Después, cuando la vio evacuar-: ¡Basta ya! ¡Deja de hacer eso, zorra!

Se arrodilló, puso una rodilla a cada lado de su cabeza, que se meneaba arriba y abajo. Su frente golpeaba las baldosas del suelo una y otra vez, como esos moros de mierda cuando saludan a Alá.

– ¡Basta ya! ¡Para de una puta vez!

Angie empezó a proferir un gruñido. Sonó sorprendentemente fuerte. Madre de Dios, ¿y si la oía alguien? ¿Y si lo pillaban allí? Eso no sería como explicarle a su padre por qué había dejado los estudios (algo que Junior, por el momento, todavía no había encontrado el valor de hacer). Esta vez sería peor que ver su paga mensual reducida al setenta y cinco por ciento a causa de esa maldita pelea con el cocinero, la pelea que había instigado esa zorra inútil. Esta vez, Big Jim Rennie no podría convencer al jefe Perkins y a los tocacojones del pueblo. Esta vez podía acabar…

De pronto le vino a la cabeza la imagen de los inquietantes muros verdes de la Prisión Estatal de Shawshank. No podía acabar allí, tenía toda la vida por delante. Pero acabaría allí. Aunque ahora le cerrara la boca, acabaría allí. Porque Angie hablaría tarde o temprano. Y su cara -que tenía mucha peor pinta que la de Barbie después de la pelea en el aparcamiento- hablaría por ella.

A menos que la hiciera callar del todo.

Junior la agarró del pelo y la ayudó a aporrearse la cabeza contra las baldosas. Esperaba que perdiera el conocimiento, porque así él podría terminar de… bueno, lo que fuera…, pero el ataque no hacía más que empeorar. Angie empezó a golpear el frigorífico con los pies y el resto de los imanes cayeron a modo de ducha.

Junior le soltó el pelo y la agarró del cuello:

– Lo siento, Ange -dijo-, no tendría que haber sido así.

Pero no lo sentía. Lo único que sentía era miedo y dolor, y estaba convencido de que Angie, en aquella cocina horriblemente luminosa, nunca dejaría de oponer resistencia. Se le estaban cansando los dedos. ¿Quién hubiera pensado que estrangular a una persona sería tan difícil?

En algún lugar, muy lejos, hacia el sur, se oyó una detonación. Como si alguien hubiese disparado una escopeta muy grande. Junior no le prestó atención. Lo que hizo fue redoblar la presión y, por fin, la resistencia de Angie empezó a remitir. En algún lugar, mucho más cerca -en la casa, en ese mismo suelo-, se oyó algo así como una campanilla. Alzó la mirada, tenía los ojos muy abiertos, creyó que era el timbre de la puerta. Alguien había oído el alboroto y allí estaba la poli. La cabeza le explotaba, le parecía que se había dislocado todos los dedos, y para nada. Una imagen terrible pasó fugazmente por su cabeza: Junior Rennie entrando escoltado en el juzgado del condado de Castle, con la chaqueta de algún policía encima de la cabeza, para comparecer ante el juez.

Entonces reconoció el sonido. Era el mismo que emitía su ordenador cuando se iba la electricidad y tenía que cambiar a la alimentación de batería.

Bing… Bing… Bing…

«¿Servicio de habitaciones? Mándeme una habitación más grande , pensó, y luego siguió estrangulando. Angie ya había dejado de moverse, pero él siguió durante un minuto más, con la cabeza vuelta hacia un lado para intentar no oler la peste que soltaba su mierda. ¡Qué típico de ella dejar un regalo de despedida tan repugnante! ¡Igual que todas! ¡Mujeres! ¡Las mujeres y sus folladeros! ¡No eran más que hormigueros cubiertos de pelo! ¡Y ellas que decían que el problema eran los hombres…!

6

Estaba inclinado sobre su cuerpo ensangrentado, cagado e indudablemente muerto, preguntándose qué hacer a continuación, cuando oyó otra lejana detonación procedente del sur. No era una escopeta; demasiado fuerte. Una explosión. Igual al final resultaba que la lujosa avionetita de Chuck Thompson se había estrellado… No era imposible; en un día en el que te propones a gritarle a alguien -a cantarles las cuarenta, nada más que eso- y ella va y te obliga a matarla, cualquier cosa era posible.

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