La turbación de espíritu seguramente era algo bueno, pero en general aquello no resultaba alentador. Ni claro. Entonces el Señor le habló de nuevo, diciendo:
– No te detengas ahí, Lester.
Leyó el versículo veintinueve.
– «Y palparás a mediodía…»
»Sí, Señor, sí -suspiró, y siguió leyendo.
– «… como palpa el ciego en la oscuridad, y no serás prosperado en tus caminos; y no serás sino oprimido y robado todos los días, y no habrá quien te salve.»
»¿Me quedaré ciego? -preguntó Lester, alzando ligeramente su voz ronca de rezo-. Oh, Dios, por favor, no hagas eso… aunque, si esa es tu voluntad…
El Señor volvió a dirigirse a él, diciendo:
– ¿Es que hoy te has levantado tonto, Lester?
Abrió los ojos como platos. La voz de Dios, pero una de las frases preferidas de su madre. Un auténtico milagro.
– No, Señor, no.
– Pues vuelve a mirar. ¿Qué te estoy mostrando?
– Es algo sobre la locura. O la ceguera.
– ¿Cuál de las dos consideras tú que podría ser?
Lester repasó los versículos. La única palabra que se repetía era «ciego».
– ¿Es esa… Señor, es esa mi señal?
Y el Señor respondió, diciendo:
– En verdad lo es, pero no tu propia ceguera; pues ahora tus ojos ven con mayor claridad. Busca al ciego que ha caído en la locura. Cuando lo veas, debes decirle a tu congregación lo que Rennie ha estado obrando aquí, y cuál ha sido tu parte. Ambos deberéis explicaros. Hablaremos más de esto, pero de momento, Lester, ve a la cama. Estás poniendo el suelo perdido.
Lester obedeció, pero antes limpió las pequeñas salpicaduras de sangre que había dejado en la madera noble de detrás del púlpito. Lo hizo de rodillas. No rezó mientras trabajaba, pero sí meditó sobre los versículos. Se sentía mucho mejor.
Por el momento hablaría solo de forma general acerca de los pecados que podían haber hecho caer esa desconocida barrera entre Mills y el mundo exterior; pero buscaría la señal. Un hombre o una mujer ciegos que se hubieran vuelto locos, sí, en verdad.
Brenda Perkins escuchaba la WCIK porque a su marido le gustaba (o le había gustado), pero jamás habría puesto un pie dentro de la iglesia del Cristo Redentor. Ella era de la Congregación hasta la médula, y se ocupaba de que su marido la acompañara.
O se había ocupado. Howie solo entraría una vez más en la Congregación. Yacería allí tumbado, sin saberlo, mientras Piper Libby pronunciaba su panegírico.
Brenda de pronto comprendió ese hecho, crudo e inmutable. Por primera vez desde que le habían dado la noticia, se soltó y se echó a llorar. A lo mejor porque en ese momento podía. En ese momento estaba sola.
En la televisión, el presidente -solemne y terriblemente viejo- estaba diciendo:
«Compatriotas americanos, queréis respuestas. Y yo prometo ofrecéroslas en cuanto las tenga. No habrá secretismo en esta cuestión. Lo que yo sepa sobre estos acontecimientos será lo que vosotros sabréis sobre estos acontecimientos. Esa es mi solemne promesa…»
– Sí, véndeme la moto -dijo Brenda, y eso la hizo llorar aún con más ganas, porque esa era una de las frases preferidas de Howie.
Apagó la tele, después tiró el mando al suelo. Le entraron ganas de pisotearlo y hacerlo pedazos, pero no lo hizo, sobre todo porque podía ver a Howie sacudiendo la cabeza y diciéndole que no fuera tonta.
Lo que hizo fue ir al pequeño estudio de su marido, con la intención de tocarlo de algún modo mientras su presencia allí todavía estuviese fresca. Necesitaba tocarlo. Fuera, en la parte de atrás, el generador seguía ronroneando. «Orondo y feliz», habría dicho Howie. A ella no le había gustado nada el gasto que había supuesto aquel trasto cuando Howie lo encargó después del 11-S («Solo por si acaso», le había dicho), pero ahora lamentaba hasta la última palabra crítica que había pronunciado al respecto. Echarlo de menos en la oscuridad habría sido aún más horrible, la soledad habría sido aún mayor.
En su escritorio no había nada más que su portátil, que estaba abierto. Como salvapantallas tenía una fotografía de un partido de la liga de béisbol infantil de hacía tiempo. Tanto Howie como Chip, que por entonces tenía once o doce años, vestían la camiseta verde de los Monarchs del Drugstore de Sanders; la foto era del año en que Howie y Rusty Everett habían llevado al equipo de Sanders a la final del estado. Chip rodeaba con los brazos a su padre y Brenda los abrazaba a ambos. Un buen día. Pero frágil. Tan frágil como una copa de cristal. ¿Quién lo hubiera dicho en aquella época, cuando todavía podían estrecharse un poco más?
Aún no había conseguido dar con Chip, y la idea de hacer esa llamada -suponiendo que fuera capaz de hacerla- la destrozaba por completo. Se arrodilló entre sollozos junto al escritorio de su marido. No entrelazó las manos, sino que unió palma con palma, como hacía de niña, arrodillada con su pijama de franela junto a la cama para recitar el mantra de «Dios bendiga a mamá, Dios bendiga a papá, Dios bendiga a mi pececito, que todavía no tiene nombre».
– Dios, soy Brenda. No quiero que me lo devuelvas… Bueno, sí, pero ya sé que eso no puedes hacerlo. Solo dame fuerza para soportarlo, ¿quieres? Y me pregunto si quizá… No sé si será una blasfemia o no, seguramente lo es, pero me pregunto si podrías dejarle hablar conmigo una vez más. O a lo mejor dejar que me toque una vez más, como ha hecho esta mañana.
Al pensarlo -los dedos de él sobre su piel a la luz del sol- lloró más fuerte.
– Ya sé que lo tuyo no son los espíritus… salvo, claro está, el Espíritu Santo… pero ¿y en un sueño? Sé que es mucho pedir, pero… ay, Dios, esta noche siento dentro un vacío enorme. No sabía que una persona pudiera albergar tales vacíos, y me da miedo caer en él. Si haces esto por mí, yo haré algo por ti. Lo único que tienes que hacer es pedírmelo. Por favor, Dios, solo una caricia. O una palabra. Aunque sea en un sueño. -Una inspiración profunda, llorosa-. Gracias. Hágase tu voluntad, desde luego. Me guste a mí o no. -Rió con debilidad-. Amén.
Abrió los ojos y se puso en pie agarrándose al escritorio para no caerse. Una mano rozó el ordenador y la pantalla se encendió al instante. Él siempre olvidaba apagarlo, pero al menos lo dejaba enchufado para que no se le agotara la batería. Y tenía el escritorio mucho más ordenado que ella, siempre abarrotado de descargas y notas adhesivas electrónicas. En el portátil de Howie solo había tres carpetas ordenadamente dispuestas bajo el icono del disco duro: ACTUAL, donde guardaba los informes de las investigaciones abiertas; TRIBUNALES, donde guardaba una lista de quién (él incluido) tenía que ir a testificar, y dónde, y por qué. La tercera carpeta era RECTORÍA MORIN ST., donde guardaba todo lo que tuviera que ver con la casa. Se le ocurrió que si abría esa última a lo mejor encontraba algo sobre el generador; necesitaba informarse para poder mantenerlo en funcionamiento tanto tiempo como fuera posible. Henry Morrison, de la policía, seguramente estaría encantado de cambiarle la bombona de propano, pero ¿y si no tenía de repuesto? Si se daba el caso, compraría más en Burpee's o en la gasolinera antes de que se acabaran todas.
Puso el dedo en el botón del ratón, después se detuvo. En la pantalla había una cuarta carpeta acechando mucho más abajo, en la esquina de la izquierda. Nunca la había visto. Brenda intentó recordar la última vez que había echado un vistazo en el escritorio de ese ordenador, pero no lo consiguió.
VADER, ponía en la carpeta.
Bueno, solo había una persona en el pueblo a quien Howie llamara Vader (de Darth Vader): Big Jim Rennie.
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