Se arrodilló en su lado de la Cúpula para apartar terrones de porquería negra, consciente de que parte de ese engrudo era todo lo que quedaba de algunos seres humanos. Era imposible no pensarlo cuando no dejaba de clavarse astillas de hueso. Ollie estaba seguro de que, sin los ánimos constantes del soldado Ames, se habría rendido. Pero Ames no estaba dispuesto a abandonar, no hacía más que gritarle que cavara, maldita sea, cava y aparta toda esa mierda, chico de las vacas, tienes que hacerlo para que los ventiladores funcionen.
Ollie creía que no se había rendido porque Ames no sabía su nombre. Había tenido que aguantar que los niños del colegio le llamaran «recogemierda» y «ordeñatetas», pero le reventaba tener que morir oyendo como un paleto de Carolina del Sur lo llamaba «chico de las vacas».
Los ventiladores se pusieron en marcha con estruendo y Ollie sintió las primeras leves ráfagas de aire en su piel escaldada. Se quitó la mascarilla de la cara y apretó la boca y la nariz directamente contra la mugrienta superficie de la Cúpula. Después, sin dejar de boquear y de sacar el hollín con la tos, siguió rascando la capa de restos carbonizados. Veía a Ames al otro lado, a cuatro patas y con la cabeza inclinada como si intentara mirar al interior de una ratonera.
– ¡Eso es! -gritaba-. Tenemos dos ventiladores más y los están trayendo. ¡No te me rindas, chico de las vacas! ¡No abandones!
– Ollie -dijo sin aliento.
– ¿Qué?
– … llamo… Ollie. No me llames… chico de las vacas.
– Te llamaré Ollie hasta el día del Juicio Final, pero tú sigue despejando un buen trozo para que esos ventiladores sirvan de algo.
De alguna forma, los pulmones de Ollie consiguieron inspirar suficiente aire del que se filtraba a través de la Cúpula para mantenerlo con vida y consciente. Vio cómo el mundo se iluminaba a través de ese agujero en el hollín, y la luz también le ayudó, aunque le dolía en el corazón ver el brillo rosado del alba emborronado por la capa de porquería que seguía cubriendo su lado de la Cúpula. La luz era buena, porque allí dentro todo estaba oscuro y chamuscado, duro y silencioso.
Intentaron relevar a Ames a las cinco de la madrugada, pero Ollie gritó pidiendo que se quedara, y Ames se negó a marcharse. Quien fuera que estaba al mando cedió. Poco a poco, deteniéndose para apretar la boca contra la Cúpula e inspirar más aire, Ollie explicó cómo había sobrevivido.
– Sabía que tendría que esperar a que el fuego se extinguiera -dijo-, así que tuve mucho cuidado con el oxígeno. El abuelito Tom me explicó una vez que una botella podía durarle toda la noche si estaba dormido, así que me quedé allí muy quieto. Durante un buen rato no tuve que gastar nada, porque había aire bajo las patatas y podía respirar.
Apretó los labios contra la superficie y percibió el sabor del hollín pensando que podían ser los restos de una persona que había estado viva veinticuatro horas antes, y no le importó. Inspiró con avidez y tosió porquería negruzca hasta que pudo proseguir.
– Debajo de las patatas al principio hacía frío, pero después empezó a hacer calor, y luego me achicharraba. Pensé que me cocería vivo. El establo se estaba incendiando justo por encima de mi cabeza. Todo estaba en llamas, pero el calor era tanto y había llegado tan rápido que no duró mucho, y quizá fue eso lo que me salvó. No lo sé. Me quedé ahí hasta que la primera botella se quedó vacía. Entonces tuve que salir. Tenía miedo de que la otra hubiera explotado, pero no. Aunque supongo que estuvo a punto.
Ames asintió. Ollie succionó más aire a través de la Cúpula. Era como intentar respirar a través de un trapo grueso y muy sucio.
– Y la escalera. Si hubiera sido de madera en lugar de hormigón, no podría haber salido. Al principio ni siquiera lo intenté. Solo me arrastré otra vez bajo las papas, porque hacía muchísimo calor. Las que estaban en la parte de fuera de la pila se asaron, las olía. Después empezó a resultarme difícil conseguir aire, y así supe que la segunda botella se me acababa también.
Se detuvo a causa de un ataque de tos. Cuando volvió a recuperarse, siguió.
– En el fondo, yo solo quería oír otra vez una voz humana antes de morirme. Me alegro de que hayas sido tú, soldado Ames.
– Me llamo Clint, Ollie. Y tú no te vas a morir.
Pero los ojos que miraban a través del sucio agujero del fondo de la Cúpula como si miraran por la ventanilla de cristal de un ataúd parecían conocer otra verdad, más auténtica.
La segunda vez que sonó el timbre, Carter supo lo que era, aunque lo había despertado de un sueño sin ensoñaciones. Porque parte de él no volvería a dormir de verdad hasta que todo aquello hubiera pasado o hasta que estuviese muerto. Suponía que eso era el instinto de supervivencia: un vigilante insomne en el fondo del cerebro.
La segunda vez fue a eso de las siete y media de la mañana del sábado. Lo sabía porque su reloj era de los que se encendían si apretabas un botón. Las luces de emergencia se habían apagado durante la noche y el refugio nuclear estaba completamente a oscuras.
Se sentó y sintió que algo le daba un golpe en la nuca. Supuso que sería el mango de la linterna que había usado esa noche. La buscó a tientas y la encendió. Estaba sentado en el suelo. Big Jim estaba tumbado en el sofá. Era Big Jim quien le había dado un golpe con la linterna.
Por supuesto, él se queda con el sofá, pensó Carter con rencor. Él es el jefe, ¿verdad?
– Venga, hijo -dijo Big Jim-. Date toda la prisa que puedas.
¿Por qué tengo que ir yo?, pensó Carter… pero no lo dijo. Tenía que ir él porque el jefe era viejo, el jefe estaba gordo y el jefe padecía del corazón. Y porque el jefe era el jefe, por supuesto. James Rennie, Emperador de Chester's Mills.
El emperador de los coches usados, eso es lo que eres, pensó Carter. Y apestas a sudor y a aceite de sardinas.
– Venga. -Una voz irritada. Y asustada-. ¿A qué esperas?
Carter se levantó, el haz de luz rebotó en las estanterías repletas del refugio (¡cuántas latas de sardinas!), y caminó hacia la habitación de las literas. Allí dentro todavía había una luz de emergencia encendida, pero parpadeaba, casi se había apagado. Y el timbre sonaba más fuerte, era un gemido constante: AAAAAAAAAAAA. El gemido de una muerte próxima.
Nunca saldremos de aquí, pensó Carter.
Iluminó con la linterna la trampilla de delante del generador, que seguía produciendo ese molesto pitido monótono que, por alguna razón, le hacía pensar en el jefe cuando soltaba sus discursitos. A lo mejor el significado de ambos ruidos se reducía al mismo estúpido imperativo: «Dame, dame, dame de comer. Dame propano, dame sardinas, dame sin plomo para mi Hummer. Dame de comer. De todas formas moriré, y después también tú morirás, pero ¿a quién le importa? ¿A quién le importa una puta mierda? Dame, dame, dame de comer».
Dentro del compartimiento de almacenaje del suelo ya solo quedaban seis bombonas de propano. Cuando cambiara la que estaba casi vacía, quedarían solo cinco. Cinco bombonas de mierda, no mucho mayores que las de Blue Rhino, entre ellos y la muerte por asfixia cuando el purificador de aire dejara de funcionar.
Carter sacó una bombona, pero la dejó junto al generador. No tenía ninguna intención de cambiarla hasta que no quedara nada de propano, por muy molesto que fuera ese AAAAAA. No. Que no. Como solían decir del café de Maxwell House: era bueno hasta la última gota.
Sin embargo, estaba claro que ese timbre lo sacaba a uno de quicio. Carter supuso que podía buscar la alarma y silenciarla, pero entonces ¿cómo sabrían cuándo se estaba quedando seco el generador?
Читать дальше