Stephen King - La Cúpula

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La cúpula. Un día de octubre la pequeña ciudad americana de Chester´s Mill se encuentra totalmente aislada por una cúpula transparente e impenetrable. Nadie sabe de dónde ha salido ni por qué está allí. Sólo saben que poco a poco se agotarán las provisiones y hasta el oxígeno que respiran. Es una soleada mañana de otoño en la pequeña ciudad de Chester´s Mill. Claudette Sanders disfruta de su clase de vuelo y Dale Barbara, Barbie para los amigos, hace autostop en las afueras. Ninguno de los dos llegará a su destino. De repente, una barrera invisible ha caído sobre la ciudad como una burbuja cristalina e inquebrantable. Al descender, ha cortado por la mitad a una marmota y ha amputado la mano a un jardinero. El avión que pilotaba Claudette ha chocado contra la cúpula y se ha precipitado al suelo envuelto en llamas. Dale Barbara, veterano de la guerra de Irak, ha de regresar a Chester´s Mill, el lugar que tanto deseaba abandonar. El ejército pone a Barbie al cargo de la situación pero Big Jim Rennie, el hombre que tiene un pie en todos los negocios sucios de la ciudad, no está de acuerdo: la cúpula podría ser la respuesta a sus plegarias. A medida que la comida, la electricidad y el agua escasean, los niños comienzan a tener premoniciones escalofriantes. El tiempo se acaba para aquellos que viven bajo la cúpula. ¿Podrán averiguar qué ha creado tan terrorífica prisión antes de que sea demasiado tarde? Una historia apocalíptica e hipnótica. Totalmente fascinante. Lo mejor de Stephen King.

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– No -dijo Barbie-. Aunque lo que ha pasado se arregle de repente, el ejército es capaz de poner el pueblo en cuarentena, al menos durante una temporada.

– ¿Qué compro?

– De todo, pero sobre todo carne. Carne, carne, carne. Si es que abren el súper. No estoy seguro de que lo hagan. A lo mejor Jim Rennie convence a quien sea que esté ahora al frente…

– Jack Cale. Él se hizo cargo cuando Ernie Calvert se jubiló el año pasado.

– Bueno, a lo mejor Rennie lo convence para que cierre hasta nuevo aviso. O consigue que el jefe Perkins ordene que cierren.

– ¿No lo sabes? -preguntó Rose, y vio su cara de incomprensión-: No lo sabes. Duke Perkins está muerto, Barbie. Murió allí. -Señaló hacia el sur.

Barbie la miró perplejo. Anson se había olvidado de apagar el televisor y, tras ellos, el Wolfie de Rose volvía a contarle al mundo que una fuerza inexplicada había dejado incomunicada a una pequeña ciudad del oeste de Maine, que la zona había sido acordonada por las fuerzas del ejército, que el Estado Mayor se estaba reuniendo en Washington, que el presidente se dirigiría al país a medianoche, pero que mientras tanto él pedía al pueblo estadounidense que uniera sus oraciones a las suyas por la gente de Chester's Mills.

3

– ¿Papá? ¿Papá?

Junior Rennie estaba en lo alto de la escalera, la cabeza ladeada, aguzando el oído. No hubo respuesta, y el televisor estaba apagado. A esas horas su padre siempre había vuelto del trabajo y estaba frente al televisor. Las noches de los sábados renunciaba a la CNN y a la FOX News por Animal Planet o el Canal de Historia. Pero esa noche no. Junior se llevó el reloj al oído para asegurarse de que funcionaba. Funcionaba, y la hora parecía la correcta, porque fuera estaba oscuro.

Se le ocurrió algo terrible: Big Jim tal vez estaba con el jefe Perkins. En ese mismo instante ambos podían estar discutiendo sobre cómo arrestar a Junior armando el menor alboroto posible. Y ¿por qué habían esperado tanto? Para poder hacerlo desaparecer del pueblo al amparo de la oscuridad. Se lo llevarían a la cárcel del condado, que estaba en Castle Rock. Luego un juicio. ¿Y luego?

Luego Shawshank. Después de pasar unos cuantos años allí, seguramente lo llamaría Shank, como los demás asesinos, ladrones y sodomitas.

– Qué estupidez -susurró, pero ¿lo era?

Se había despertado pensando que matar a Angie no había sido nada más que un sueño, tenía que haber sido un sueño, porque él nunca mataría a nadie. Dar una paliza, puede, pero ¿matar? Ridículo. Él era… era… bueno… ¡una persona normal y corriente!

Entonces miró la ropa de debajo de la cama, vio la sangre y todo regresó a su memoria. La toalla cayéndosele del pelo. Su felpudo, que de algún modo le había provocado. El complicado crujido que brotó de detrás de su cara cuando le dio con la rodilla. La lluvia de los imanes de la nevera y cómo se había sacudido ella.

Pero no fui yo. Fue…

– Fue el dolor de cabeza.

Sí. Cierto. Pero ¿quién se lo iba a creer? Le iría mejor si dijera que había sido el mayordomo.

– ¿Papá?

Nada. No estaba allí. Y tampoco en la comisaría, conspirando en su contra. Su padre no. No le haría eso. Su padre siempre decía que la familia era lo primero.

Pero ¿de verdad la familia era lo primero? Desde luego, eso era lo que «decía» -a fin de cuentas, era cristiano y copropietario de la WCIK-, pero Junior estaba convencido de que, para su padre, Coches de Ocasión Jim Rennie tal vez estaba por delante de la familia, y que ser el primer concejal de la ciudad tal vez estaba por delante del Sagrado Templo del Compre Sin Entrada.

Junior podía ocupar -era posible- el tercer lugar.

Se dio cuenta (por primera vez en su vida; fue un verdadero fogonazo de introspección) de que solo estaba lanzando suposiciones. De que a lo mejor en realidad no conocía a su padre en absoluto.

Volvió a su habitación y encendió la luz del techo. Emitió una extraña luz vacilante y de brillo creciente que al poco se atenuó. Por un momento Junior pensó que a sus ojos les pasaba algo. Después se dio cuenta de que oía funcionar el generador de la parte de atrás. Y no solo el de ellos. El pueblo entero se había quedado sin luz. Sintió una oleada de alivio. Un apagón eléctrico general lo explicaba todo. Significaba que era muy probable que su padre estuviera en la sala de plenos del ayuntamiento discutiendo el asunto con esos otros dos idiotas, Sanders y Grinnell. Quizá clavando chinchetas en el gran mapa del pueblo, imitando a George Patton. Gritándoles a los de la compañía eléctrica de Western Maine y diciéndoles que eran una hatajo de puñeteros gandules.

Junior cogió su ropa ensangrentada, sacó todas las mierdas que llevaba en los vaqueros -cartera, calderilla, llaves, peine, una pastilla de más para el dolor de cabeza- y las redistribuyó en los bolsillos de sus pantalones limpios. Bajó corriendo al piso de abajo, metió las prendas inculpatorias en la lavadora, puso el programa de agua caliente y enseguida cambió de idea porque recordó algo que le había dicho su madre cuando no tenía más de diez años: para las manchas de sangre, agua fría. Mientras giraba la rueda del mando a LAVADO EN FRÍO/ACLARADO EN FRÍO, Junior se preguntó sin querer si por aquel entonces su padre habría descubierto ya su hobby de tirarse a secretarias o si todavía se guardaba su puñetero pene en casa.

Puso en marcha la lavadora y meditó qué hacer a continuación. Como ya no le dolía la cabeza, descubrió que era capaz de pensar.

Decidió que, después de todo, tendría que volver a casa de Angie. No quería ir -Dios todopoderoso, era lo último que quería hacer-, pero seguramente tendría que volver al lugar de los hechos para investigar. Pasarse por allí y ver cuántos coches de la policía había. También si había llegado o no la furgoneta de los forenses del condado de Castle. Los forenses eran la clave. Lo sabía de ver CSI . Había visto esa gran furgoneta azul y blanca cuando visitaba los juzgados del condado con su padre. Si estaba en casa de los McCain…

Huiré.

Sí. Lo más rápido y lejos que pudiera. Sin embargo, antes de eso volvería a casa y le haría una visita a la caja fuerte del estudio de su padre. Su padre creía que Junior no sabía la combinación de la caja, pero sí la sabía. Igual que conocía la contraseña del ordenador de Big Jim, y por eso conocía también la afición de su padre a ver lo que Junior y Frank DeLesseps llamaban sexo Oreo: dos tías negras, un tío blanco. En esa caja fuerte había un montón de dinero. Miles de dólares.

¿Y si ves la furgoneta y vuelves y te lo encuentras aquí?

Entonces, primero el dinero. El dinero ya mismo.

Fue al estudio y por un momento creyó ver a su padre sentado en el sillón de respaldo alto desde donde veía las noticias y los documentales de naturaleza. Se había quedado dormido o… ¿y si le había dado un ataque al corazón? Big Jim había tenido algunos problemas cardíacos durante los últimos tres años, sobre todo arritmias. Cuando le sucedía, se iba al Cathy Russell y bien Doc Haskell, bien Doc Rayburn le daban un chute de algo y lo devolvían a la normalidad. A Haskell le habría parecido bien seguir haciendo eso mismo siempre, pero Rayburn (a quien su padre llamaba «un puñetero con demasiados estudios») había insistido en que Big Jim fuese a ver a un cardiólogo del CMG de Lewiston. El cardiólogo le había dicho que necesitaba un tratamiento para terminar con esa irregularidad de los latidos de una vez por todas. Big Jim (a quien le aterrorizaban los hospitales) le replicó que tenía que hablar más con Dios, y que a eso se le llamaba tratamiento «de oración». De momento había seguido tomando las pastillas y durante los últimos meses se había encontrado mejor, pero ahora… quizá…

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