– Sí.
– Unos niños que ni siquiera eran suyos.
Linda no respondió.
– Aunque sí. Suyos y míos. Llamémoslo vicisitudes de guerra o vicisitudes de la Cúpula, pero eran nuestros, los niños que, de otro modo, nunca habríamos tenido. Y hasta que la Cúpula desaparezca, si es que eso llega a suceder, son míos.
Los pensamientos bullían en la cabeza de Linda. ¿Podía confiar en ese hombre? Creía que sí. Rusty había confiado en él; dijo que era muy buen enfermero para llevar tanto tiempo sin practicar. Y Thurston odiaba a los que ostentaban el poder bajo la Cúpula. Tenía motivos para que fuera así.
– Señora Everett…
– Por favor, llámame Linda.
– Linda, ¿puedo dormir en tu sofá? Me gustaría estar aquí si se despiertan en mitad de la noche. Si no lo hacen, y espero que así sea, me gustaría que me vieran por la mañana cuando bajen.
– No hay ningún problema. Desayunaremos todos juntos. Toca cereales. La leche aún no se ha agriado, pero le falta poco.
– Me parece perfecto. En cuanto hayan desayunado los chicos, te dejaremos en paz. Perdóname si eres del pueblo de toda la vida, pero estoy hasta la coronilla de Chester's Mills. No puedo alejarme tanto como me gustaría, pero pienso esforzarme al máximo. El único paciente del hospital que se encontraba en estado grave era el hijo de Rennie, y se ha ido esta tarde por su propio pie. Regresará, lo que tiene en la cabeza le hará volver, pero de momento…
– Está muerto.
Thurston no pareció muy sorprendido.
– Un ataque, supongo.
– No. Un disparo. En el calabozo.
– Me gustaría decir que lo siento, pero no es así.
– Yo tampoco -dijo Linda. No estaba segura de lo que había hecho Junior allí, pero imaginaba que el afligido padre se las ingeniaría para darle la vuelta a lo sucedido.
– Volveré con los niños al estanque donde estábamos Caro y yo cuando empezó todo. Es un lugar tranquilo y estoy seguro de que encontraré suficiente comida para unos cuantos días. Quizá bastantes. Tal vez encuentre incluso una cabaña con generador. Pero en lo que se refiere a la vida en comunidad -pronunció estas últimas palabras con ironía-, estoy en paz. Alice y Aidan también.
– Quizá yo conozca un lugar mejor al que ir.
– ¿De verdad? -Y cuando Linda no dijo nada, Thurse estiró una mano y le acarició la suya-. Tienes que confiar en alguien. Y podría ser yo.
De modo que Linda se lo contó todo, incluso cómo pararon en la tienda de Burpee para coger más lámina de plomo antes de partir hacia Black Ridge. Hablaron hasta casi medianoche.
El extremo norte de la granja de los McCoy era inservible (debido a las fuertes nevadas del invierno anterior, el tejado ocupaba ahora el salón) pero en el lado oeste había un comedor de estilo rústico casi tan largo como un vagón, y fue ahí donde se reunieron los fugitivos de Chester's Mills. Para empezar, Barbie preguntó a Joe, Norrie y Benny por lo que habían visto, o soñado, cuando perdieron el conocimiento en lo que llamaban el cinturón de luz.
Joe recordó las calabazas en llamas. Norrie dijo que todo se tiñó de negro y que el sol desapareció. En un primer momento, Benny afirmó que no recordaba nada. Entonces se llevó la mano a la boca.
– Había gritos -dijo-. Oí gritos. Fue horrible.
Todos meditaron sobre las palabras de Benny en silencio. Entonces Ernie dijo:
– Las calabazas en llamas no nos permiten estrechar demasiado el círculo, si eso es lo que intenta, coronel Barbara. En todos los graneros del pueblo debe de haber un montón de calabazas. Ha sido una buena temporada. -Hizo una pausa-. Al menos lo era.
– Rusty, ¿y tus hijas?
– Más o menos lo mismo -respondió Rusty, y les contó lo que recordaba.
– Parar Halloween, parar la Gran Calabaza -murmuró Rommie.
– Tíos, creo que veo un patrón -exclamó Benny.
– No jodas, Sherlock -dijo Rose, y todos rieron.
– Te toca, Rusty -terció Barbie-. ¿Qué viste al perder el conocimiento mientras subías aquí?
– No llegué a perder el conocimiento -dijo Rusty-. Y todo esto podría explicarse por la presión a la que hemos estado sometidos. La histeria colectiva, incluidas las alucinaciones en grupo, son habituales cuando la gente está sometida a una gran tensión.
– Gracias, doctor Freud -dijo Barbie-. Ahora cuéntanos lo que viste.
Rusty llegó hasta la chistera con sus rayas patrióticas cuando Lissa Jamieson exclamó:
– ¡Es el muñeco del jardín de la biblioteca! Lleva una vieja camiseta mía con una cita de Warren Zevon…
– «Sweet home Alabama, play that dead band's song» -dijo Rusty-. Y unas palas de jardinero a modo de manos. La cuestión es que empezó a arder y, luego, puuf, desapareció. Y también la sensación de mareo.
Miró a los demás. Todos lo observaban con los ojos como platos.
– Tranquilos, relajaos, seguramente vi el muñeco antes de que sucediera todo esto, y mi subconsciente lo sacó a la luz. -Señaló a Barbie-. Y como vuelvas a llamarme doctor Freud, te daré un tortazo.
– ¿Lo habías visto antes? -preguntó Piper-. ¿Quizá cuando fuiste a recoger a tus hijas a la escuela? La biblioteca está enfrente del patio.
– Que yo recuerde, no. -Rusty no añadió que no había ido a recoger a sus hijas desde principios de mes, y dudaba que entonces la biblioteca ya hubiera puesto la decoración de Halloween.
– Ahora tú, Jackie -dijo Barbie.
Ella se humedeció los labios.
– ¿Tan importante es?
– Creo que sí.
– Gente en llamas -dijo ella-. Y humo, y un fuego que desprendía un brillo que atravesaba el humo cuando este cambiaba de dirección. Parecía que el mundo ardía.
– Sí -intervino Benny-. La gente gritaba porque se estaba quemando. Ahora lo recuerdo. -Con un gesto brusco pegó la cara contra el hombro de Alva Drake, que lo abrazó.
– Aún faltan cinco días para Halloween -dijo Claire.
– No lo creo -repuso Barbie.
La estufa que había en un rincón de la sala de plenos del ayuntamiento estaba llena de polvo y en no muy buen estado, pero se podía utilizar. Big Jim se aseguró de que el tiro de la chimenea estuviera abierto (chirrió un poco), y entonces sacó los papeles de Duke Perkins del sobre con la huella de sangre. Echó un vistazo a las hojas, hizo una mueca al leer lo que decían y las tiró a la estufa. Sin embargo, decidió quedarse el sobre.
Carter estaba hablando por teléfono con Stewart Bowie; le dijo lo que Big Jim quería para su hijo y le ordenó que se pusiera manos a la obra de inmediato. Es un buen chico , pensó Big Jim. Quizá llegue lejos. Siempre que sepa dónde le aprieta el zapato. La gente que no lo sabía, pagaba un precio. Andrea Grinnell lo había descubierto esa misma noche.
Había una caja de cerillas en el estante, junto a la estufa. Big Jim encendió una y la acercó a la esquina de las «pruebas» de Duke Perkins. Dejó la portezuela de la estufa abierta para ver cómo ardía. Fue muy satisfactorio.
Carter se acercó hasta él.
– Tengo a Stewart Bowie al teléfono. ¿Le digo que le llamará luego?
– Trae aquí -dijo Big Jim, que extendió la mano para coger el móvil.
Carter señaló el sobre.
– ¿No va a quemarlo?
– No. Quiero que pongas dentro unas cuantas hojas en blanco de la fotocopiadora.
Carter tardó un instante en comprenderlo.
– Esa mujer sufrió alucinaciones, ¿verdad?
– Pobrecilla -dijo Big Jim-. Baja al refugio antinuclear, hijo. Por ahí. -Señaló con el pulgar una discreta puerta (salvo por una vieja placa metálica con unos triángulos negros sobre fondo amarillo) no lejos de la estufa-. Hay dos habitaciones. Al fondo de la segunda verás un pequeño generador.
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