«Esta vez no tenemos que parar, cariño.»
Ernie se reclinó en el asiento y cerró los ojos.
Rusty subió hasta la cresta, esta vez lentamente, y aparcó la camioneta entre el granero y la granja destartalada. La camioneta del Sweetbriar Rose ya estaba allí, así como la de los Almacenes Burpee y un Chevrolet Malibu. Julia había aparcado su Prius dentro del granero. Horace el corgi estaba sentado junto al parachoques trasero, como si montara guardia. No parecía un perro feliz y no se acercó a saludarlos. En el interior de la granja había un par de lámparas Coleman encendidas.
Jackie señaló la camioneta en la que se podía leer ¡EN BURPEE'S TODOS LOS DÍAS HAY REBAJAS! en uno de los laterales.
– ¿Cómo ha llegado eso hasta aquí? ¿Es que tu mujer ha cambiado de opinión?
Rommie esbozó una sonrisa.
– Si crees eso es que no conoces a Misha. No, tengo que darle las gracias a Julia, que ha reclutado a sus dos reporteros estrella. Esos chicos…
Se calló en cuanto Julia, Piper y Lissa Jamieson aparecieron entre las sombras del campo iluminadas por la luna. Avanzaban a trompicones, una junto a la otra, cogidas de la mano, llorando.
Barbie corrió hasta Julia y la agarró de los hombros. Ella estaba en el extremo de la hilera, y la linterna que sostenía con la mano libre cayó al suelo cubierto de maleza, frente a la puerta del jardín. Lo miró a la cara e intentó sonreír.
– Veo que te han sacado, coronel Barbara. Uno a cero para el equipo de casa.
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó Barbie.
Entonces llegaron corriendo Joe, Benny y Norrie, seguidos de sus madres. Los gritos de los chicos cesaron de golpe cuando vieron el estado en que se encontraban las tres mujeres. Horace se abalanzó ladrando sobre su ama. Julia se arrodilló y hundió la cara en su pelaje. Horace la olisqueó y, de repente, retrocedió. Se sentó y aulló. Julia lo miró y se tapó la cara como si estuviera avergonzada. Norrie agarraba a Joe de la mano con la izquierda y a Benny con la derecha. Estaban serios y asustados. Pete Freeman, Tony Guay y Rose Twitchell salieron de la casa pero no se acercaron a los recién llegados, permanecieron apiñados junto a la puerta de la cocina.
– Hemos ido a verla -dijo Lissa con indolencia. No había ni rastro de su típica alegría «jo-el-mundo-es-maravilloso»-. Nos hemos arrodillado alrededor. Tiene un símbolo que no había visto nunca… no es de la cábala…
– Es horrible -dijo Piper mientras se limpiaba los ojos-. Julia lo ha tocado. Ha sido la única, pero todas… todas…
– ¿Los habéis visto? -preguntó Rusty.
Julia dejó caer los brazos y le dirigió una mirada de asombro.
– Sí. Yo los he visto, todas los hemos visto. A ellos. Horrible.
– Los cabeza de cuero -dijo Rusty.
– ¿Qué? -preguntó Piper. Entonces asintió-. Supongo que podríamos llamarlos así. Caras sin caras. Caras altas.
Caras altas , pensó Rusty. No sabía qué significaba, pero sabía que era cierto. Pensó de nuevo en sus hijas y su amiga Deanna intercambiando secretos y chucherías. Entonces pensó en su mejor amigo de la infancia -al menos durante una temporada, ya que Georgie y él tuvieron una pelea muy fuerte en segundo- y una sensación de pánico sobrecogedor se apoderó de él.
Barbie lo agarró.
– ¿Qué? -le preguntó casi a gritos-. ¿Qué pasa?
– Nada. Es que… Cuando era pequeño tenía un amigo. George Lathrop. Un año le regalaron una lupa por su cumpleaños. Y a veces… en el patio…
Rusty ayudó a Julia a ponerse en pie. Horace había regresado a su lado, como si aquello que lo asustaba se hubiera desvanecido, al igual que el resplandor de la camioneta.
– ¿Qué hacíais? -le preguntó Julia, que volvía a hablar casi con calma-. Cuéntanoslo.
– Íbamos a la antigua escuela de primaria de Main Street. Solo había dos clases, una para los de primero a cuarto, y otra para los de quinto a octavo. El patio no estaba pavimentado. -Rió con voz temblorosa-. Joder, ni siquiera había agua corriente, solo un retrete, al que llamábamos…
– La Casa de la Miel -dijo Julia-. Yo también fui a esa escuela.
– George y yo pasábamos los columpios y nos acercábamos hasta la valla. Íbamos a un lugar donde había hormigueros, y quemábamos hormigas.
– No se ponga así, Doc -dijo Ernie-. Muchos niños han hecho eso y cosas aún peores. -El propio Ernie, junto con unos cuantos amigos, había untado con queroseno el rabo de un gato callejero y le había prendido fuego. Era un recuerdo que nunca había compartido con nadie, como tampoco compartía con nadie los detalles de su noche de bodas.
Sobre todo por cómo nos reímos cuando el gato echó a correr, pensó. Caray, menudas carcajadas.
– Sigue -le pidió Julia.
– Ya está.
– No está -dijo ella.
– Mira -intervino Joanie Calvert-. Estoy segura de que todo es muy psicológico, pero no creo que sea el momento apropiado para…
– Calla, Joanie -le ordenó Claire.
Julia no había apartado la mirada de Rusty en ningún momento.
– ¿Por qué te importa tanto? -preguntó Rusty. En ese momento se sintió como si no tuvieran espectadores. Como si ellos dos estuvieran solos.
– Cuéntamelo.
– Un día, mientras hacíamos… eso… me di cuenta de que las hormigas también tienen su pequeña vida. Sé que suena a rollo sentimentaloide…
Barbie dijo:
– Millones de personas de todo el mundo creen eso mismo. A pies juntillas.
– Bueno, el caso es que pensé: «Les estamos haciendo daño. Las estamos quemando en el suelo, quizá las estamos achicharrando en su casa subterránea». Desde luego, así era en lo que respecta a las víctimas de la acción directa de la lupa de Georgie. Algunas dejaban de moverse, pero la mayoría empezaba a arder.
– Es horrible -dijo Lissa, que volvía a retorcer el anj.
– Sí. Pero entonces un día le pedí a Georgie que parara. No me hizo caso. Me dijo: «Es una guerra jukular». Lo recuerdo muy bien. No nuclear, sino jukular. Intenté quitarle la lupa, pero cuando me di cuenta ya estábamos peleándonos, y su lupa de cristal se rompió.
Hizo una pausa.
– Eso no es la verdad, aunque es lo que dije entonces, y ni siquiera la tunda que me dio mi padre me hizo cambiar la historia. Lo que George le contó a sus padres fue lo que de verdad pasó: rompí la maldita lupa a propósito. -Señaló hacia la oscuridad-. Como rompería esa caja si pudiera. Porque ahora nosotros somos las hormigas y la caja es la lupa.
Ernie pensó de nuevo en el gato con la cola en llamas. Claire McClatchey recordó que su mejor amiga de tercero y ella se sentaron sobre una niña llorica a la que odiaban. La niña acababa de llegar a la escuela y tenía un curioso acento sureño; cuando hablaba parecía que tenía la boca llena de puré de patatas. Cuanto más gritaba la chica, más se reían ellas. Romeo Burpee recordó la borrachera que cogió la noche en que Hillary Clinton lloró en New Hampshire, cómo alzó la copa hacia el televisor y dijo: «Se acabó lo que se daba, nena, apártate y deja que un hombre haga el trabajo de un hombre».
Barbie recordó cierto gimnasio: el calor del desierto, el olor a mierda y el sonido de las risas.
– Quiero verlo yo mismo -dijo-. ¿Quién me acompaña?
Rusty suspiró.
– Yo.
Mientras Barbie y Rusty se acercaban a la caja del extraño símbolo y de la luz brillante e intermitente, el concejal James Rennie se encontraba en la celda en la que Barbie había estado encarcelado hasta esa misma noche.
Carter Thibodeau lo ayudó a poner el cuerpo de Junior sobre el camastro.
– Déjame a solas con él -le ordenó Big Jim.
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