– Ver pasar la muerte tan cerca aleja la mala suerte -dijo Rose-. Eso es lo que solía decir el abuelo Twitchell.
– Espero que tuviera razón -dijo Julia, y volvió a poner el coche en movimiento. Miró con atención por si veía algún faro acercándose, pero no vieron más luz hasta encontrar la de los reflectores colocados en el borde de la Cúpula que daba con Harlow. No vieron a Sammy Bushey. Sammy sí las vio; estaba delante del garaje de los Evans, con las llaves del Malibu de los Evans en la mano. Cuando hubieron pasado, levantó la puerta del garaje (tuvo que hacerlo manualmente y le dolió bastante) y se sentó al volante.
Entre Almacenes Burpee's y Gasolina & Alimentación Mills había una callejuela que conectaba Main Street con West Street. La utilizaban sobre todo los camiones de reparto. A las nueve y cuarto de esa noche, Junior Rennie y Carter Thibodeau caminaban por ese callejón sumidos en una oscuridad casi perfecta. Carter llevaba una lata de veinte litros, roja y con una línea diagonal amarilla en el lateral. En la otra mano llevaba un megáfono a pilas. El aparato había sido blanco, pero Carter lo había envuelto todo él con cinta protectora de color negro para que no llamara la atención si alguien miraba hacia ellos antes de que pudieran volver a desaparecer por el callejón.
Junior llevaba una mochila. Ya no le dolía la cabeza y la cojera prácticamente había desaparecido. Estaba convencido de que su cuerpo por fin estaba venciendo a lo que fuera que lo había tenido jodido. Quizá había sido un virus persistente de algún tipo. En la universidad se podía pillar cualquier porquería, y que lo hubieran expulsado por haberle pegado una paliza a aquel chico seguramente había sido una bendición encubierta.
Desde la boca de la callejuela tenían una buena vista del Democrat. Su luz se derramaba sobre la acera vacía; dentro, vieron a Freeman y a Guay moviéndose y acarreando pilas de papeles hacia la puerta, donde las iban amontonando. La vieja construcción de madera que albergaba la sede del periódico y la vivienda de Julia se encontraba entre el Drugstore de Sanders y la librería, pero estaba separada de ambos: por un sendero pavimentado del lado de la librería y, del lado del Drugstore, por un callejón igual a ese en el que Carter y él se encontraban acechando en aquel momento. Era una noche sin viento y Junior pensó que, si su padre movilizaba a las tropas con suficiente rapidez, no habría que lamentar ningún daño colateral. No es que le importara. Si ardía toda la acera este de Main Street, a Junior ya le parecería bien. Solo serían más problemas para Dale Barbara. Todavía podía sentir esos ojos fríos y escrutadores fijos en él. No estaba bien que te miraran así, y menos cuando el hombre que te miraba estaba entre barrotes. El puto Baaarbie.
– Tendría que haberle pegado un tiro -masculló Junior.
– ¿Qué? -preguntó Carter.
– Nada. -Se pasó una mano por la frente-. Que hace calor.
– Sí. Frankie dice que si esto sigue así terminaremos estofados como ciruelas. ¿Cuándo se supone que tenemos que hacerlo?
Junior se encogió de hombros con irritación. Su padre se lo había dicho, pero no se acordaba muy bien. A las diez en punto, tal vez. Pero ¿qué importaba? Por él, que ardieran aquellos dos allí dentro. Y si la puta del periódico estaba en el piso de arriba (quién sabe si relajándose con su consolador preferido después de un duro día), que ardiera ella también. Más problemas para Baaarbie.
– Hagámoslo ahora -dijo.
– ¿Estás seguro, hermano?
– ¿Ves a alguien en la calle?
Carter miró. Main Street estaba desierta y casi toda ella a oscuras. Los únicos generadores que se oían eran los de detrás de las oficinas del periódico y del Drugstore. Se encogió de hombros.
– Está bien. ¿Por qué no?
Junior desató las hebillas de la mochila y levantó la solapa superior. Arriba había dos pares de guantes finos. Le dio a Carter un par y él se puso el otro. Debajo había un bulto envuelto en una toalla de baño. Lo desenvolvió y dejó cuatro botellas de vino vacías sobre el asfalto parcheado. En el fondo de la mochila había un embudo de hojalata. Junior lo puso en una de las botellas de vino y fue por la gasolina.
– Mejor déjame que lo haga yo, hermano -dijo Carter-. A ti te tiemblan las manos.
Junior se las miró con sorpresa. No se sentía tembloroso, pero sí, le temblaban.
– No tengo miedo, por si es lo que estás pensando.
– Yo no he dicho eso. Es un problema de cabeza. Cualquiera se daría cuenta. Tienes que ir a que te vea Everett; a ti te pasa algo y él es lo más parecido a un médico que tenemos ahora mismo.
– Estoy bi…
– Calla antes de que te oiga alguien. Tú ocúpate de la puta toalla mientras yo hago esto.
Junior sacó la pistola de la funda y le disparó a Carter en un ojo. La cabeza explotó, sangre y sesos por todas partes. Después Junior se irguió por encima de él y volvió a dispararle una y otra vez, y otra vez, y otra y…
– ¿Junes?
Junior sacudió la cabeza para borrar esa visión (tan realista que había sido casi una alucinación) y se dio cuenta de que incluso tenía la mano cerrada sobre la culata de la pistola. Tal vez todavía no había acabado de expulsar ese virus de su organismo.
Quizá al final resultaba que no era un virus.
Y, entonces, ¿qué es? ¿Qué?
El aromático olor de la gasolina le golpeó en los orificios nasales con tanta fuerza que le escocieron los ojos. Carter había empezado a llenar la primera botella. Glugluglú, hacía la lata de gasolina. Junior abrió la cremallera de un bolsillo lateral de la mochila y sacó un par de tijeras de costura de su madre. Las utilizó para cortar cuatro jirones de la toalla. Metió uno de ellos en la primera botella, después tiró de él, lo sacó y volvió a meter el otro extremo, dejando colgar toda una tira de tela de toalla empapada en gasolina. Repitió el proceso con las demás botellas.
Las manos no le temblaban demasiado para eso.
El coronel Cox de Barbie había cambiado desde la última vez que Julia lo había visto. Iba muy bien afeitado para ser casi las nueve y media y se había peinado, pero los pantalones de soldado habían perdido su pulcro planchado y esa noche su chaqueta de popelín parecía hacerle bolsas, como si hubiera perdido peso. Estaba de pie delante de unos cuantos manchones de pintura de spray que habían quedado del experimento fallido con el ácido; miraba con el ceño fruncido esa forma de corchete, como si pensara que si se concentrase lo suficiente podría atravesarla andando.
Cierra los ojos y da tres golpecitos con los talones, pensó Julia. Porque en ningún sitio se está como en la Cúpula.
Presentó Rose a Cox y Cox a Rose. Durante la breve conversación de toma de contacto entre ambos, Julia miró alrededor y lo que vio no le gustó. Las luces seguían en su sitio, iluminando el cielo como si señalaran un glamouroso estreno de Hollywood, y había un ronroneante generador que las alimentaba, pero los camiones ya no estaban allí, ni tampoco la gran tienda verde del cuartel general que habían montado a treinta y cinco o cuarenta y cinco metros de la carretera. Una parcela de hierba aplastada señalaba el lugar que había ocupado. Junto a Cox había dos soldados, pero tenían esa expresión de «no estoy para apariciones en horario de máxima audiencia» que Julia asociaba con asesores o agregados. Seguramente la guardia seguía estando por allí, pero debían de haber ordenado a los soldados que se hicieran atrás, estableciendo el perímetro a una distancia segura para evitar que cualquier pobre gandul que llegara vagando desde el lado de Mills les preguntara qué pasaba.
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