Cuando los faros traseros desaparecieron de su vista, la chica caminó hacia la oscura casa del rancho. No era gran cosa, comparada con algunos de los elegantes y antiguos hogares de la cuesta del Ayuntamiento, pero era más bonita que ninguna de las casas en las que ella había vivido. También por dentro era agradable. Había estado allí una vez con Phil, en aquellos días en que lo único que hacía él era vender un poco de hierba y cocinar un poco de cristal para su propio consumo en la parte de atrás de la caravana. Mucho antes de que empezara a tener aquellas extrañas ideas sobre Jesucristo y a acudir a aquella mierda de iglesia donde creían que todo el mundo iría al infierno menos ellos. La religión era por donde habían empezado los problemas de Phil. Así había llegado hasta Coggins, y Coggins o algún otro lo habían convertido en el Chef.
La gente que había vivido en esa casa no estaba enganchada al cristal; unos adictos a la metanfetamina no habrían sido capaces de conservar una casa como esa durante mucho tiempo, se habrían fumado la hipoteca. Lo que sí les gustaba a Jack y a Myra Evans era un poquito de tabaco de la risa de vez en cuando, y Phil Bushey había estado encantado de proporcionárselo. Eran unas personas muy agradables, y Phil los había tratado muy bien. En aquellos días todavía era capaz de tratar bien a la gente.
Myra les había ofrecido café helado. Sammy estaba embarazada de Little Walter por aquel entonces, de unos siete meses, bastante rellenita, y Myra le había preguntado si quería un niño o una niña. No la había mirado por encima del hombro ni nada de eso. Jack se había llevado a Phil a su pequeño despacho-estudio para pagarle, y Phil la había llamado. «¡Eh, cariño, no te pierdas esto!»
Parecía que había sucedido hacía muchísimo tiempo.
Intentó abrir la puerta de entrada. Estaba cerrada. Cogió una de las piedras decorativas que bordeaban el arriate de flores de Myra y se quedó de pie delante del ventanal con ella en la mano, sopesándola. Después de pensarlo un poco, en lugar de arrojar la piedra dio la vuelta a la casa. Saltar por una ventana le sería difícil en sus condiciones. Y aunque lo consiguiera (con cuidado), podría hacerse un corte lo bastante grave como para truncar sus planes del resto de la noche.
Además, era una casa bonita. No quería destrozarla si no había necesidad.
Y no la había. Ya se habían llevado el cuerpo de Jack -el pueblo seguía funcionando bien para esas cosas-, pero nadie había tenido la precaución de cerrar con llave la puerta de atrás. Sammy entró sin problemas. No había generador y aquello estaba más oscuro que el culo de un mapache, pero había una caja de cerillas junto a los fogones, y la primera que encendió le mostró una linterna en la mesa de la cocina. Funcionaba. El haz de luz de la linterna iluminó lo que parecía ser una mancha de sangre en el suelo. Sammy apartó de allí la luz a toda prisa y se puso a buscar el despacho-estudio de Jack Evans. Daba directamente a la sala de estar, un cuchitril tan pequeño que realmente no había sitio más que para un escritorio y una vitrina de cristal.
Sammy paseó el haz de la linterna por el escritorio, después lo levantó y vio cómo se reflejaba en los ojos de cristal del más preciado trofeo de Jack: la cabeza de un alce al que había cazado hacía tres años en el TR-90. La cabeza del alce era lo que Phil había querido que viera cuando la había llamado aquel día.
«Ese año me tocó el último número que jugué a la lotería -les había explicado Jack-. Y lo cacé con eso.» Había señalado el rifle de la vitrina. Era una cosa aterradora con mira telescópica.
Myra se había quedado en el umbral, mientras el hielo se resquebrajaba en su vaso de café helado, con aspecto de ser elegante y bonita y de estar pasándolo bien: el tipo de mujer que ella, Sammy, sabía que no sería nunca. «Costó una barbaridad, pero dejé que se lo comprara después de que me prometiera que me llevaría a las Bermudas una semana entera el próximo diciembre.»
– Las Bermudas -dijo Sammy al verse frente a la cabeza de alce-. Pero nunca llegó a ir. Es muy triste.
Mientras se guardaba el sobre con el dinero en el bolsillo de atrás, Phil había dicho: «Un rifle precioso, pero no es lo mejor para la protección del hogar».
«Eso también lo tengo cubierto -había contestado Jack y, aunque no le había enseñado a Phil exactamente cómo lo tenía cubierto, había dado unos golpecitos muy elocuentes sobre su escritorio-. Tengo un par de armas de mano de puta madre.»
Phil había respondido asintiendo con la cabeza con la misma elocuencia. Myra y ella habían cruzado una mirada de perfecta armonía, como diciendo: «Estos hombres… siempre serán unos niños». Sammy todavía recordaba lo bien que le había hecho sentirse esa mirada, se había sentido integrada, y suponía que en parte por eso había acudido allí en lugar de intentarlo en cualquier otro lugar, en algún lugar más cerca del pueblo.
Se había detenido a masticar otro Percocet y entonces empezó a abrir cajones del escritorio. No estaban cerrados con llave, como tampoco lo estaba la caja de madera que encontró en el tercero que abrió y que contenía el arma especial del difunto Jack Evans: una pistola automática Springfield XD del 45. La cogió y, después de jugar un poco con ella, extrajo el cargador. Estaba lleno, y había otro más de repuesto. También se lo llevó. Después volvió a la cocina para buscar una bolsa en la que guardar el arma. Y llaves, desde luego. Las llaves de lo que fuera que estuviera aparcado en el garaje de los difuntos Jack y Myra. No tenía ninguna intención de volver al pueblo caminando.
Julia y Rose estaban hablando sobre lo que el futuro podría depararle a su pueblo cuando a su presente le faltó poco para terminar. Habría terminado, de hecho, si se hubieran encontrado con la vieja furgoneta de granja en el recodo de Esty Bend, más o menos a dos kilómetros y medio de su destino. Sin embargo, Julia salió de la curva a tiempo para ver que la furgoneta iba por el mismo carril que ella y que se les acercaba de frente.
Sin pensarlo, giró bruscamente el volante de su Prius hacia la izquierda, invadiendo el otro carril, y los dos vehículos pasaron sin rozarse por unos centímetros. Horace, que había ido sentado en el asiento de atrás con su habitual cara de deleite («Oh, caray, nos vamos de paseo»), cayó al suelo profiriendo un gritito de sorpresa. Ese fue el único sonido. Ninguna de las dos mujeres chilló, ni siquiera un poco. Todo sucedió demasiado deprisa para reaccionar. La muerte (o las heridas graves) pasó junto a ellas un instante y desapareció.
Julia volvió a girar el volante para recuperar su carril, después aparcó en el arcén y dejó el Prius en punto muerto. Miró a Rose. Rose le devolvió la mirada, toda ella grandes ojos y boca abierta. En la parte de atrás, Horace subió otra vez de un salto al asiento y soltó un único ladrido, como si quisiera preguntar por qué se estaban retrasando. Al oír ese sonido, las dos mujeres se echaron a reír y Rose empezó a darse palmaditas en el pecho, por encima de la considerable estantería de su busto.
– Mi corazón, mi corazón -dijo.
– Sí -admitió Julia-, el mío también. ¿Has visto lo cerca que ha pasado?
Rose volvió a reír, temblorosa.
– ¿Me tomas el pelo? Cielo, si hubiese ido con el brazo apoyado en la ventanilla, ese hijo de perra me habría amputado el codo.
Julia movió la cabeza.
– Borracho, seguramente.
– Borracho, con toda seguridad -dijo Rose, y soltó un bufido.
– ¿Estás bien como para continuar?
– ¿Y tú? -preguntó Rose.
– Sí -respondió Julia-. ¿Y tú qué dices, Horace?
Horace, a ladridos, contestó que estaba listo para un bombardeo.
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