– Ni hablar de camas, me pido el viejo sofá de Ron Haskell en la sala de médicos.
Sonó el móvil de Rusty. Les hizo un gesto a las mujeres para que se fueran. Ellas se marcharon hablando, Gina con un brazo en la cintura de Ginny.
– Sí, aquí Eric -contestó.
– Aquí la mujer de Eric -dijo una voz apagada-. Llamaba para pedirle perdón a Eric.
Rusty entró en una sala de diagnosis en la que no había nadie y cerró la puerta.
– No hace falta ninguna disculpa -dijo… aunque no estaba muy seguro de que fuera verdad-. Fue un momento de exaltación. ¿Lo han soltado ya? -A él le parecía una pregunta perfectamente razonable tratándose del Barbie al que había empezado a conocer.
– Preferiría no hablar de esto por teléfono. ¿Puedes venir a casa, cariño? ¿Por favor? Tenemos que hablar.
Rusty suponía que la verdad era que sí, que podía. Había tenido a un solo paciente en estado crítico, y le había simplificado bastante la vida profesional muriéndose. Además, aunque le tranquilizaba volver a estar bien con la mujer a la que amaba, no le gustaba ese tono precavido que oía en su voz.
– Sí que puedo -dijo-, aunque no mucho rato. Ginny vuelve a estar en pie, pero si no la vigilo hará más de la cuenta. ¿Para la cena?
– Sí. -Parecía aliviada. Rusty se alegró-. Descongelaré un poco de sopa de pollo. Será mejor que consumamos todo lo que podamos de la comida que teníamos congelada mientras siga habiendo electricidad para conservarla en buen estado.
– Una cosa. ¿Todavía crees que Barbie es culpable? No me importa lo que piensen los demás, pero ¿tú?
Una larga pausa. Después, Linda dijo:
– Hablaremos cuando llegues. -Y, dicho eso, colgó.
Rusty estaba en la sala de diagnosis, apoyado en la camilla. Sostuvo el teléfono frente a sí con una mano durante un momento y luego apretó el botón de colgar. Había muchas cosas de las que no estaba seguro en ese preciso instante (se sentía como un hombre que nada en un mar de perplejidad), pero de una cosa sí estaba convencido: su mujer creía que alguien podía estar escuchándolos. Pero ¿quién? ¿El ejército? ¿Seguridad Nacional?
¿Big Jim Rennie?
– Ridículo -dijo Rusty a la sala vacía. Después se fue a buscar a Twitch para decirle que se marchaba un rato del hospital.
Twitch accedió a no perder de vista a Ginny y asegurarse de que no hiciera más de la cuenta, pero había un quid pro quo: antes de marcharse, Rusty tenía que examinar a Henrietta Clavard, que había resultado herida durante el tumulto en el supermercado.
– ¿Qué le pasa? -preguntó Rusty, temiendo lo peor. Henrietta era una señora mayor, fuerte y sana, pero ochenta y cuatro años eran ochenta y cuatro años.
– Dice, y cito textualmente, que «Una de esas despreciables hermanas Mercier me ha roto el recondenado trasero». Cree que ha sido Carla Mercier. Que ahora es Venziano.
– Vale -dijo Rusty, y luego murmuró sin que viniera al caso-:
Es una ciudad pequeña, y todos apoyamos al equipo. ¿Y es así?
– ¿Es así el qué, senséi?
– Si se lo han roto.
– Yo qué sé. A mí no quiere enseñármelo. Dice, y vuelvo a citar textualmente, que «Solo mostraré mi salva sea la parte a los ojos de un profesional».
Los dos se echaron a reír con ganas, intentando sofocar las carcajadas.
Desde el otro lado de la puerta cerrada, la voz cascada y lastimera de una anciana dijo:
– Lo que me han roto es el trasero, no los tímpanos. Os estoy oyendo.
Rusty y Twitch se rieron más aún. Twitch se había puesto de un rojo alarmante.
Desde detrás de la puerta, Henrietta dijo:
– Si fuera vuestro trasero, amigos míos, no os estaríais riendo tan alegremente.
Rusty entró, todavía con una sonrisa en la cara.
– Lo siento, señora Clavard.
La mujer estaba de pie, en lugar de sentada, y, para gran alivio de Rusty, también ella sonreía.
– Bah -exclamó-. En todo este alboroto tiene que haber algo divertido. Qué más da que sea yo. -Lo pensó un momento-. Además, estaba allí dentro robando como todos los demás. Seguramente me lo merezco.
El trasero de Henrietta resultó estar muy magullado, pero no roto. Y eso era bueno, porque un coxis aplastado no era algo de lo que reírse. Rusty le dio una pomada analgésica, le preguntó si en casa tenía Advil, para el dolor, y le dio el alta, cojeando pero satisfecha. O, al menos, todo lo satisfecha que podía estar una señora de su edad y su temperamento.
En su segundo intento de huida, unos quince minutos después de la llamada de Linda, Harriet Bigelow lo detuvo justo antes de que llegara a la puerta del aparcamiento.
– Ginny dice que deberías saber que Sammy Bushey se ha ido.
– ¿Adónde se ha ido? -preguntó Rusty, teniendo siempre en mente ese viejo dicho de escuela de primaria de que la única pregunta estúpida es la que no se hace.
– Nadie lo sabe. Pero no está.
– A lo mejor ha ido al Sweetbriar a ver si servían la cena. Espero que sea eso, porque si intenta volver caminando hasta su casa, seguro que se le saltan los puntos.
Harriet parecía alarmada.
– ¿Podría, no sé, morir desangrada? Morir desangrándote por el chirri… tiene que ser espantoso.
Rusty había oído muchos términos para «vagina», pero ese era nuevo para él.
– Seguramente no, pero acabaría aquí otra vez, y para una estancia más larga. ¿Y su niño?
Harriet lo miró con espanto. Era una chiquita muy seria que, cuando se ponía nerviosa, parpadeaba como una loca tras las gruesas lentes de sus gafas; el tipo de chica, pensó Rusty, que acabaría con una crisis mental quince años después de licenciarse suma cum laude en Smith o Vassar.
– ¡El niño! ¡Ay, Dios mío, Little Walter! -Se fue corriendo por el pasillo antes de que Rusty pudiera detenerla y al poco regresó algo más tranquila-. Sigue aquí. No está muy activo, pero parece que ese es su carácter.
– Entonces seguro que Sammy vuelve. No importa cuáles sean sus otros problemas, quiere al niño. Aunque sea de una forma distraída.
– ¿Cómo? -Más parpadeo furioso.
– Déjalo. Volveré en cuanto pueda, Hari. Que no decaiga.
– ¿Que no decaiga el qué? -Sus párpados parecían a punto de echar humo.
Rusty estuvo a punto de soltar: «Quiero decir que adelante y con dos cojones», pero eso tampoco estaba bien. En la terminología de Harriet, «cojones» seguramente serían «cataplines».
– Mantente ocupada -dijo.
Harriet lo miró con alivio.
– Eso puedo hacerlo, doctor Rusty, ningún problema.
Rusty se volvió con intención de irse, pero de pronto se encontró con un hombre plantado frente a él: era delgado y, una vez superabas la nariz aguileña y la melena canosa recogida en una cola de caballo, no era feo. Se parecía un poco al difunto Timothy Leary. Rusty empezaba a preguntarse si al final conseguiría salir de allí.
– ¿En qué puedo ayudarlo, señor?
– La verdad es que estaba pensando que a lo mejor yo podría ayudarles a ustedes. -Le tendió una mano huesuda-. Thurston Marshall. Mi compañera y yo estábamos pasando el fin de semana en el estanque de Chester y nos hemos quedado atrapados en este lo que sea.
– Siento oír eso -dijo Rusty.
– El caso es que tengo algo de experiencia médica. Fui objetor de conciencia durante el jaleo de Vietnam. Pensé en irme a Canadá, pero tenía planes… bueno, no importa. Me inscribí como objetor de conciencia y serví dos años como camillero en un hospital de veteranos de Massachusetts.
Aquello era interesante.
– ¿El Edith Nourse Rogers?
– El mismo. Seguramente mis conocimientos están un poco anticuados…
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