– ¡Entrad por detrás! -grita-. ¡No tenéis por qué hacer eso, he abierto por detrás!
La muchedumbre está decidida a seguir con el allanamiento. Golpean las puertas, con sus pegatinas de ENTRADA y SALIDA y OFERTAS TODOS LOS DÍAS. Al principio las puertas aguantan, después la cerradura cede bajo el peso de la multitud. Los que han llegado primero quedan aplastados contra las puertas y resultan heridos: dos personas con costillas rotas, un esguince de cuello, dos brazos rotos.
Toby Whelan se dispone a levantar el megáfono de nuevo, después simplemente lo deja con exquisito cuidado sobre el capó del coche en el que han llegado Rupe y él. Recoge su gorra de AYUDANTE, la sacude, se la vuelve a poner. Rupe y él caminan hacia la tienda, pero se detienen, impotentes. Linda y Marty Arsenault se les unen. Linda ve a Marta y se la lleva hacia el pequeño grupo de policías.
– ¿Qué ha pasado? -pregunta Marta, atónita-. ¿Alguien me ha pegado? Tengo todo este lado de la cara muy caliente. ¿Quién está con Judy y Janelle?
– Tu hermana se las ha llevado esta mañana -dice Linda, y la abraza-. No te preocupes.
– ¿Cora?
– Wendy. -Cora, la hermana mayor de Marta, vive en Seattle desde hace un año. Linda se pregunta si Marta habrá sufrido una conmoción cerebral. Cree que debería verla el doctor Haskell, y entonces recuerda que Haskell está en el depósito de cadáveres del hospital o en la Funeraria Bowie. Ahora Rusty está solo, y hoy va a tener mucho trabajo.
Carter lleva a Georgia medio en volandas hacia la unidad Dos. La chica sigue aullando con esos espeluznantes gritos de bramadera. Mel Searles ha recobrado la conciencia, o algo parecido, turbio. Frankie lo lleva hacia donde están Linda, Marta, Toby y los demás policías. Mel intenta levantar la cabeza, después la vuelve a dejar caer sobre el pecho. De la frente abierta mana un reguero de sangre; tiene la camisa empapada.
La gente entra en el súper en tropel. Corren por los pasillos empujando carritos de la compra o haciéndose con cestas de una pila que hay junto al expositor de briquetas de carbón (¡ORGANICE UNA BARBACOA DE OTOÑO!, dice el cartel). Manuel Ortega, el jornalero de Alden Dinsmore, y su buen amigo Dave Douglas van directos a las cajas registradoras y empiezan a aporrear las teclas de SIN VENTA, a coger el dinero a puñados y a metérselo en los bolsillos; ríen como locos mientras lo hacen.
Ahora el supermercado está lleno; es día de ofertas. En la sección de congelados, dos mujeres se pelean por el último pastel de limón Pepperidge Farm. En la de delicatessen, un hombre le da un mamporro a otro con una salchicha kielbasa mientras le dice que deje un poco de carne para los demás, joder. El carnívoro comprador se vuelve y le da un viaje en toda la nariz al que blande la kielbasa. No tardan en rodar por el suelo a puñetazo limpio.
Estallan otras peleas. Ranee Conroy, propietario y único empleado de Servicios y Suministros Eléctricos de Western Maine Conroy («Nuestra especialidad, la sonrisa»), le da un puñetazo a Brendan Ellerbee, un profesor de ciencias de la Universidad de Maine retirado, porque Ellerbee ha llegado antes que él al último saco grande de azúcar. Ellerbee cae, pero se aferra al saco de cinco kilos de Domino's y, cuando Conroy se agacha para quitárselo, Ellerbee gruñe: «¡Pues toma!», y le da en la cara con él. El saco de azúcar revienta y Ranee Conroy desaparece en una nube blanca. El electricista cae contra una de las estanterías, tiene la cara blanca como la de un mimo y grita que no puede ver, que se ha quedado ciego. Carla Venziano, con su bebé mirando con ojos desorbitados por encima de su hombro desde la mochila que lleva a la espalda, empuja a Henrietta Clavard para apartarla del expositor de arroz Texmati; al pequeño Steven le encanta el arroz, también le encanta jugar con el envase de plástico vacío, y Carla piensa llevarse un buen montón. Henrietta, que cumplió ochenta y cuatro años en enero, cae despatarrada sobre el duro saco de huesos que solía ser su trasero. Lissa Jamieson quita de en medio de un empujón a Will Freeman, el dueño del concesionario local de Toyota, para poder hacerse con el último pollo del refrigerador. Antes de que consiga echarle mano, una adolescente que lleva una camiseta de RABIA PUNK se lo arrebata, le saca una lengua con piercing a Lissa y se larga tan contenta.
Se oye un ruido de cristales haciéndose añicos seguido de unos animados vítores compuestos (aunque no únicamente) por voces masculinas. Han logrado abrir la nevera de la cerveza. Muchos compradores, tal vez pensando en ORGANIZAR UNA BARBACOA DE OTOÑO, enfilan directos en esa dirección. En lugar de «¡A-bre YA!», ahora el cántico es «¡Cer-ve-za! ¡Cer-ve-za!»
Otros tipos se cuelan en los almacenes del sótano y de la parte de atrás. Pronto hay hombres y mujeres sacando botellas y cajas de vino. Algunos se cargan los cajones de tinto sobre la cabeza como si fueran porteadores nativos de la selva de una vieja película.
Julia, cuyos zapatos crujen sobre migas de cristal, hace fotos y fotos y fotos.
Fuera, el resto de los policías van acercándose, Jackie Wettington y Henry Morrison incluidos, que han abandonado su puesto en Gasolina & Alimentación Mills de mutuo acuerdo. Se unen a los demás agentes en un grupo apretado y preocupado que se hace a un lado para limitarse a mirar. Jackie ve la cara de espanto de Linda Everett y la protege entre sus brazos. Ernie Calvert se les une y grita:
– ¡Esto era innecesario! ¡Completamente innecesario! -mientras unas lágrimas surcan sus regordetas mejillas.
– ¿Y ahora qué hacemos? -pregunta Linda, con la mejilla apretada contra el hombro de Jackie.
Marta está a su lado, mirando como hechizada el supermercado y apretándose con una mano la contusión amarillenta que tiene en la cara y que se inflama rápidamente. Delante de ellos, el Food City bulle de chillidos, risas, algún que otro grito de dolor. Se lanzan objetos; Linda ve un rollo de papel higiénico desenrollándose como una festiva serpentina al sobrevolar en parábola el pasillo de menaje del hogar.
– Cielo -dice Jackie-, no lo sé.
Anson le arrebató la lista de la compra a Rose y entró corriendo en el súper con ella en la mano antes de que su jefa pudiera impedírselo. Rose se quedó junto a la furgoneta-restaurante, dudando, cerrando y abriendo los puños, preguntándose si ir tras él o no. Acababa de decidir que se quedaría allí plantada cuando sintió un brazo sobre los hombros. Dio un bote, después volvió la cabeza y vio a Barbie. La intensidad de su alivio llegó a aflojarle las rodillas. Le apretó el brazo; en parte como consuelo, sobre todo para no desmayarse.
Barbie sonreía sin demasiado humor.
– Qué divertido, ¿eh, chica?
– No sé qué hacer -dijo ella-. Anson está ahí dentro… absolutamente todos están ahí dentro… y la policía está ahí, mirando y nada más.
– Seguro que no quieren recibir más palos de los que han recibido ya. Y no me extraña. Esto estaba bien planeado y ha sido deliciosamente ejecutado.
– ¿De qué estás hablando?
– No importa. ¿Quieres que intentemos pararlo antes de que empeore más aún?
– ¿Cómo?
Levantó el megáfono que había recogido del capó del coche, donde lo había dejado Toby Whelan. Cuando se lo tendió, Rose retrocedió y se llevó las manos al pecho.
– Hazlo tú, Barbie.
– No. Eres tú la que lleva años dándoles de comer, es a ti a quien conocen, es a ti a quien harán caso.
Rose cogió el megáfono, aunque con ciertas dudas.
– No sé qué decir. No se me ocurre nada en absoluto que pueda hacerlos parar. Toby Whelan ya lo ha intentado. No le han hecho ni caso.
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