Catherine Jinks - El Inquisidor

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El padre Bernard Peyre de la abadía de Lezet, -el inquisidor del título-es el narrador de este bien construido suspense situado en la Francia el siglo XIV, en el que uno de sus superiores, el padre Agustín, es brutalmente asesinado y descuartizado junto con su guardaespaldas. La investigación que inicia el padre Bernard debe desenmascarar al verdadero asesino y revelar las razones de su crimen para salvar a una inocente que ha sido acusada de manera injusta. El Inquisidor, una novela que en ocasiones roza la sátira al hablar de la corrupción eclesiástica y las maquinaciones del clero en la Edad Media, está en la línea del suspense y rigor histórico de El nombre de la rosa. La australiana Catherine Jinks ha conseguido con El Inquisidor dotar de vida, acción y humor una de las épocas más oscuras de la historia francesa y europea.

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– En efecto. También me extraña que supieran dónde situar su emboscada. A mi modo de ver, este ataque no fue un encuentro fortuito. ¿Es lógico que unos bandoleros armados pululen por ese erial? Es el lugar idóneo para una emboscada, pero ¿a quién pretenderían robar aquí? Alguien debió de hablar a los asesinos sobre el padre Augustin.

Ya me he referido, en estas páginas, a lo imposible que es adivinar los pensamientos de otra persona. Como escribió el propio san Agustín: «Los hombres pueden hablar, pueden ser vistos por las operaciones de sus miembros, pueden ser oídos; pero ¿quién puede penetrar en los pensamientos de otro, ver en el interior de su corazón?». No obstante, creo que mis cálculos se asemejaban a los de Roger, pues cuando hablé, él asintió con la cabeza, como hacemos al ver a alguien que conocemos.

– Las visitas del padre Augustin no eran regulares, ni las anunciaba públicamente -dije-. Nadie estaba enterado de ellas a menos que esa persona viera al padre Augustin en el camino.

– O viviera en Casseras.

– O hubiera sido informado por algún empleado de las caballerizas del obispo -dije para terminar-. La noche antes de que partiera el padre Augustin siempre comunicábamos a las caballerizas del obispo su partida.

– Nadie en Casseras sería capaz de cometer semejante atrocidad -insistió el padre Paul con vehemencia-. ¡A nadie se le habría ocurrido siquiera!

Pero lamento decir que sus comentarios no fueron tenidos en cuenta.

– Os diré lo que me choca -dijo el senescal dándose unos golpecitos en la barbilla con un dedo mientras contemplaba el infinito-. Matar a alguien a hachazos es un acto que denota una profunda rabia. Sólo lo cometería alguien que odiara a esa persona. De modo que si fue obra de unos ladrones, debieron hacerlo porque odiaban al inquisidor. Y si no fueron unos ladrones, ¿por qué les arrebataron la ropa?

– Debieron de desnudar a los cadáveres antes de despedazarlos -dije-. Más tiempo perdido.

– Exactamente.

– Un asesino a sueldo quizá se hubiera quedado con las ropas -me aventuré a decir-. Si otra persona le suministró el caballo y las armas, significa que ese sujeto es lo suficientemente pobre como para quedarse con unas ropas hechas jirones y empapadas en sangre, para lavarlas y remendarlas.

Roger gruñó. Luego extendió las piernas y se pasó las manos por el espeso cabello canoso varias veces, como si estuviera cardando lana.

– Si se tratara de ciertos hombres, sería fácil hallar a un enemigo que les odiara hasta el extremo de despedazarlos -observó-. Tratándose de un inquisidor, medio mundo estaría dispuesto a hervirlo vivo. Si yo fuera vos, padre Bernard, a partir de ahora me andaría con mucha cautela. El hecho de que despedazaran también a los guardias quizá signifique que quienquiera que lo hizo odia a toda la Inquisición, no sólo al padre Augustin.

Al oír ese tranquilizador comentario, ¿a quién puede extrañarle que esa noche yo no lograra pegar ojo? De todos modos no tenía intención de dormir, pues como es natural celebramos una vigilia por el alma del padre Augustin. Pero ya sabéis lo que ocurre con las vigilias (y los maitines): por más que te propongas cumplir con tu deber, en ocasiones te vence el sueño de madrugada. Pero esa noche lo que me mantuvo desvelado fue la contemplación de la muerte del padre Augustin, tan cruel e inesperada, y tan próxima a mi propia vida. Confieso que más que congoja sentí temor, e indignación, e incluso (que Dios perdone mi irreverencia) lástima de mí mismo, pues la muerte de mi superior había dejado en mis manos la ardua tarea de llevar a cabo varias inquisiciones. Qué vanidosos somos los hombres, aunque nuestros días no son sino unas sombras fugaces. Cómo nos aferramos a las cuestiones materiales, incluso a la sombra de ese misterio que constituye la muerte. Así, en lugar de ofrecer mis oraciones por el alma del fallecido, me puse a analizar los acontecimientos de la jornada, que había sido muy ajetreada: el senescal había ido a Casseras para recoger los cadáveres y examinar el lugar donde se habían cometidos los asesinatos. El prior Hugues había escrito al superior general, informándole del odioso crimen; el obispo había escrito al inquisidor de Francia, solicitando un sticesor del padre Augustin. ¿Y yo? Aunque tenía una montaña de trabajo, había pasado buena parte del día pensando en quién, de todas las personas a las que había perseguido mi superior, podría haber ordenado su asesinato. Pues se me ocurrió que muchas de ellas no habrían podido matarlo personalmente, puesto que seguían en la cárcel.

El padre Augustin llevaba tan sólo tres meses en Lazet: durante ese tiempo había procesado a Aimery Ribaudin, Bernard de Pibraux, Raymond Maury, Bruna d'Aguilar y toda la aldea de Saint-Fiacre. Deduje que uno de los habitantes de Lazet debía de ser el responsable de la muerte de mi superior, ya que pocos aldeanos tenían parientes fuera de la cárcel, ni dinero para pagar y equipar a asesinos a sueldo. Eso fue lo que pensé al principio. Pero luego me dije que, tal como había observado el senescal, quizá la agresión no estuviera dirigida personalmente contra el padre Augustin, sino contra todo el Santo Oficio; en tal caso, era posible que el culpable hubiera sido perseguido por orden mía, o del padre Jacques. De pronto se me ocurrió que el padre Augustin era el primer inquisidor que había salido de Lazet en muchos años. Su predecesor había permanecido dentro de los muros de la ciudad desde que yo le conocía; y yo mismo apenas me movía. Por tanto, cabía pensar que el padre Augustin había sido un blanco evidente. Era posible que un malévolo pecador hubiera pasado muchos años rumiando ese atroz crimen, que había llevado a cabo en cuanto se había presentado la oportunidad.

Entonces, presa de la desesperación, comprendí que jamás lograríamos apresar al susodicho pecador si el único medio de conseguirlo era examinando las inquisiciones de los últimos veinte años, pues eran muy numerosas y los recursos del Santo Oficio escasos. Aunque la investigación del senescal revelara nuevas pruebas, y éstas redujeran la lista de sospechosos, necesitábamos un punto de partida, que naturalmente debía provenir de los archivos del Santo Oficio.

Tales eran los pensamientos que ocupaban mi mente cuando me arrodillé en el coro durante la vigilia del padre Augustin. No recé por él, como debí hacer; no fijé mi corazón en el sufrimiento de Cristo y deposité mi vanidad en manos de Dios, humillándome hasta quedar a la altura de la broza de las eras en verano y ser digno de suplicar el perdón divino en nombre de mi superior. No reflexioné sobre sus atroces heridas, ni lloré por ellas como habría llorado por las heridas de nuestro Salvador. En lugar de ello, pensé en los asuntos de este mundo (que no nos causa sino tribulaciones), avancé a tientas por la oscuridad en lugar de alzar mis ojos hacia la luz.

Ni siquiera pensé: mi amigo ha muerto; no volveré a verlo. Al leer esto, sin duda me tacharéis de ruin y desalmado. Pero he comprobado que a medida que transcurre el tiempo echo de menos al padre Augustin con profunda intensidad, y comprendo que esto es consecuencia de la rara cualidad de nuestra amistad. La amistad auténtica, según nos dicen las autoridades, es Un sendero que conduce a la virtud, y muchos recorren este sendero de la mano. Ailred de Rievaulx dice en su Spiritualis Amicitia : «El amigo, adherido a su amigo en el espíritu de Cristo, se convierte en un solo corazón y un alma y al elevarse a través de los estadios del amor hasta la amistad de Cristo, se convierte, con un beso, en un solo espíritu». Es un noble ideal, pero tiene poco que ver con la amistad que me unía a Augustin. El padre Augustin y yo manteníamos nuestros corazones y nuestras almas firmemente separadas, sobre todo debido, me temo, a mi despreciable orgullo. No obstante, yo sabía que el padre Augustin observaba los estatutos del Señor, y recuerdo las palabras de Cicerón en De Amicitia : «Amé la virtud del hombre, que no se ha extinguido». El padre Augustin y yo no compartíamos agradables chanzas ni secretos íntimos. No nos deleitábamos en nuestra mutua compañía, ni nos desahogábamos el uno con el otro cuando nos sentíamos afligidos por las tribulaciones del mundo. Pero él caminaba delante de mí por el sendero de la virtud, cual una lámpara que iluminaba mis pasos. Era un modelo y un ideal, el inquisidor perfecto, celoso pero ecuánime, de una fe inquebrantable y un valor a toda prueba. Su presencia me procuraba renovadas fuerzas, de lo cual no me percaté hasta que murió. En el padre Augustin identifiqué un sentido de la misión ausente en su predecesor, y lo seguí ciegamente, sabiendo que el padre Augustin no me llevaría por el camino errado.

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