– No puedo creerlo -murmuró Uri-. ¿Me estás diciendo que mi padre ha estado en este… sitio?
– Sí, en Ginebra; pero no en la ciudad que todos conocemos. Eso fue lo que dijo. Kishon fue a la Ginebra equivocada. Lo que tu padre descubrió está escondido en alguna parte de este sitio.
– Pero no haces más que dar vueltas por las calles. ¿Qué estamos buscando exactamente?
– No lo sé. Podría ser un mapa, quizá direcciones. Algo que nos diga dónde escondió la tablilla. Tendremos que averiguarlo.
Buscó en su bolsillo y sacó el post-it con sus notas. «Lo he dejado en lugar seguro, un lugar que solo tú y mi hermano conocéis.» Ojalá supiera a qué demonios se refería. Siguió leyendo: «… necesito que las dejes a un lado y recuerdes los buenos tiempos, como aquel viaje que hicimos juntos por tu bar mitzvá. ¿Qué hicimos durante ese viaje, Uri? Confio en que lo recuerdes. Solo puedo decirte que esta búsqueda comienza en Ginebra».
– ¿Qué hiciste en ese viaje con tu padre, Uri? -le preguntó volviéndose hacia él-. Piensa, por favor.
– Ya te lo he dicho. Fuimos a Creta, hablamos un poco, me aburrí bastante y eso fue todo. Lo siento, Maggie, pero no se me ocurre nada.
– De acuerdo, tendremos que ver si en Ginebra hay algún museo helénico o algo parecido. -Minoico.
– ¿Qué?
– Creta es minoica.
Maggie lo fulminó con la mirada. «Gracias, profesor.» Luego intentó averiguar si había un directorio de edificios o incluso un mapa detallado de aquella Ginebra virtual. No encontró nada, de modo que decidió sobrevolar la ciudad para ver si alguna estructura le llamaba la atención. Quizá hubiera un gran museo con un departamento minoico. Tal vez Shimon Guttman habría dejado allí la pista vital de la ubicación de la tablilla.
– Lo curioso es que lo que más recuerdo de ese viaje fue el vuelo en avión -comentó Uri, hablando más para sí que con Maggie-. Era la primera vez que subía a un avión. Supongo que por eso se me ha quedado grabado en la mente. Se lo dije a mi padre, e imagino que herí sus sentimientos, pero era la verdad. Nos sentamos juntos, al Iado de la ventanilla, y me pareció increíble mirar hacia abajo y ver aquel maravilloso mar azul mientras él señalaba las diferentes islas. Fue lo mejor del viaje. Lo demás…
Maggie se volvió de repente. Casi podía oír la voz de Shimon Guttman: «¿Qué hicimos durante ese viaje, Uri? Confio en que lo recuerdes».
– Tu padre quiere que hagamos lo mismo aquí -dijo manejando las teclas direccionales con renovado ánimo-. Quiere que sobrevolemos el lago Lemán y busquemos islas.
El avatar planeó sobre la ciudad virtual mientras Maggie lo dirigía primero hacia el oeste y después hacia el este. No tenía ni idea de la geografía del lugar. Solo había estado una vez en la verdadera Ginebra, por un asunto de Naciones Unidas, pero fue el trámite de siempre: aeropuerto, coche, sala de reuniones, coche, aeropuerto. Así pues, se ajustó al método más primitivo: buscar una gran mancha azul.
Cuando localizó la orilla disminuyó la velocidad para que el avatar pudiera volar cerca y a poca altura, con tiempo suficiente para ver todo lo que había debajo.
– ¡Allí hay una! -exclamó Uri, señalando la parte inferior izquierda de la pantalla.
Torpemente, Maggie dio la vuelta y se acercó tanto como pudo, sobrevolando lo que parecía el dibujo animado de una isla desierta: era redonda, con una solitaria bandera plantada en medio de la arena amarilla. En ella se anunciaban los horarios de un grupo semanal de discusión sobre poesía. Maggie apretó la tecla ARRIBA.
Había varias islas en el lago. Algunas se utilizaban como • si fuera una sede de acontecimientos virtuales -Maggie vio carteles que anunciaban conciertos y la conferencia de prensa de una empresa de software-, otras no eran más que parcelas de propietarios particulares. Ninguna parecía guardar relación con Shimon Guttman. Maggie empezó a inquietarse: 'era la única pista que tenían.
– Vamos-le dijo Uri-. Sigue volando. Si está aquí la encontraremos.
Maggie continuó planeando, ascendiendo y descendiendo sobre la superficie azul de la versión virtual del lago Lemán de Second Life. Así transcurrió casi un minuto, en silencio, y fue como si los dos se hallaran en un planeador, flotando a través del claro cielo de una ciudad real, en lugar de en una oscura e impersonal habitación de hotel en lo más profundo de la noche de Jerusalén.
Maggie estaba muy concentrada. No resultaba fácil mantenerse en la altitud correcta: demasiada altura, y las islas se convertían en simples puntitos; demasiado bajo, y perdían el sentido de la perspectiva. Si Uri tenía razón, necesitaban recrear la experiencia que había tenido de niño, en aquel avión, observando las islas que aparecían debajo.
– ¡Eh! ¿Qué es eso? -dijo Uri, señalando una pequeña extensión de tierra. Maggie tuvo que retroceder, hizo dar la vuelta a Lola. Cuando la vio, planeó sobre ella y descendió lentamente. -¡No puedo creerlo! -exclamó Uri-. ¡Aquí también!
– ¿Qué es, Uri? ¿A qué te refieres?
– Mira eso, ¿ves la forma de la isla? Mira esa forma. -Señaló los píxeles de la pantalla.
Maggie vio que era diferente. No era la masa tosca, más o menos circular, que parecían preferir la mayoría de los propietarios de islas en Second Life, sino que era una serie de líneas oscilantes con un gran cuadrado que sobresalía en su parte derecha. Se trataba de un diseño deliberado, pero no significaba nada para Maggie.
– ¿Qué es, Uri?
– ¿Ves eso de la derecha? Es Israel. ¿Y esa gran curva? Es Jordania. Estás viendo un mapa de Eretz Israel, del territorio completo de Israel según la idea que tienen los fanáticos de derecha que veneran a Jabotinski. La gente como mi padre. Imprimen esta silueta en las camisetas, las mujeres la llevan como colgante, Shtei Gadot, la llaman, que significa «las dos orillas». Incluso tienen una canción que dice: «El río Jordán tiene dos orillas, y las dos son nuestras».
– ¿Estás seguro?
– Conocía esa forma antes de saber el alfabeto, Maggie.
Crecí con ella. Créeme. Es cosa de mi padre.
Maggie clicó para dejar de volar y aterrizó entre salpicaduras en el agua que lamía la orilla de la isla. Caminó hacia tierra, pero alguna cosa la detuvo. Una línea roja, igual que un rayo láser que rodeara la isla, aparecía y le impedía el paso cada vez que se acercaba. Miró con detenida atención y comprobó que, vista de cerca, esa línea estaba compuesta por las palabras PROHIBIDA LA ENTRADA PROHIBIDA LA ENTRADA PROHIBIDA LA ENTRADA. Era una cerca perimetral eléctrica. Un pequeño mensaje apareció en pantalla: «No tiene acceso. No es miembro del grupo».
– ¡Maldita sea, está cerrado! -Su avatar permanecía inmóvil. Maggie buscó en la pantalla una ventana donde introducir la contraseña.
– Oye, Maggie, ¿quiénes son esos?
Maggie levantó la vista y sintió un escalofrío. Dos avatares la sobrevolaban a escasa distancia. Tenían esa extraña cabeza de conejo que había visto antes, pero ambos iban vestidos de negro. Se acordó de los que la habían agredido en el callejón: el pasamontañas negro, el cálido aliento… Miró a Uri.
– Nos están siguiendo. Están intentando poder conseguir antes que nosotros la información que tu padre dejó en este lugar. ¿Qué puedo hacer?
– ¿Puedes hablar con ellos?
Maggie miró fijamente la pantalla. Seguían flotando junto a ella. Apretó CHAT y, haciendo un esfuerzo por aparentar la naturalidad de su personaje, tecleó: «Hola, chicos. ¿Qué tal?».
Aguardó a que llegara la respuesta. Tres segundos, cinco, diez… Esperó hasta que el reloj de Second Life que había en la esquina de la pantalla marcó un minuto. Nada.
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