Sam Bourne - El Testamento Final

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Un trasdental hallazgo arqueológico podría cambiar radicalmente el destino de Israel y Palestina.
El profesor Guttman, un arqueólogo fundamentalista israelí, ha hallado, proveniente del saqueo del Museo Arqueológico de Irak, la tablilla que contiene el testamento de Abraham, donde se indica cómo deberán repartirse las tierras palestinos e israelíes. Tal descubrimiento le cuesta la vida a él y a su esposa, pero pone sobre la pista de la tablilla a Uri, hijo del malogrado matrimonio, y a Maggi, una mediadora política norteamericana. Ambos vivirán una apasionante aventura, perseguidos por los servicios secretos de sus respectivos países.

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– ¿Quieres beber algo? ¿Un poco de agua?

– No, gracias. No puedo quedarme mucho rato. Tenemos muy poco tiempo.

Shapira volvió de la cocina, donde había llenado un vaso, y miró al recién llegado. -Bien, ¿de qué se trata?

Ra' anan clavó la mirada en el dormitorio. -¿Podemos hablar con tranquilidad?

– ¡Pues claro! Esta es mi casa.

Ra' anan señaló el dormitorio con un gesto de la cabeza. -¿Y tu mujer? -susurró.

Shapira fue hasta la puerta que separaba la cocina de las habitaciones y la cerró.

– ¿Contento?

– Escucha, Akiva. En la última hora he hablado con los otros miembros de nuestro grupo, necesitamos permiso para una acción inmediata que ahora es posible realizar. Si estamos todos de acuerdo, deberíamos ponemos en marcha sin perder ni un segundo.

– Te escucho.

– Es el asunto del que hablamos. La tenemos a la vista. Podemos actuar… -¿Riesgos?

– Mínimos en cuanto a detención y captura. Como viste, contamos con los mejores hombres.

Shapira recordó la demostración en los viñedos, las sandías reventadas con una letal precisión por tiradores de élite prácticamente invisibles. Ra' anan tenía razón. Para semejantes profesionales, los riesgos eran insignificantes. No suponían ningún obstáculo.

– De acuerdo -dijo finalmente-. Hazlo.

Capitulo 48

Jerusalén, viernes, 4.21 h

Consiguió salir del hotel más fácilmente de lo que había imaginado. Las instrucciones de Uri habían sido precisas, y la cocina estaba desierta. Encontró la amplia zona de las cámaras frigoríficas guiándose, no por el frío, sino por el sonido de los compresores. Allí, en la parte de atrás, tal como él había prometido, había una gran puerta de emergencia que requirió un fuerte empujón para que se abriera.

De inmediato notó una ráfaga de frío aire noctumo. Se había dejado la chaqueta en la habitación. Se quedó en la plataforma de carga, mirando la zona destinada a que los camiones de reparto maniobraran marcha atrás para entregar sus mercancías. Mientras caminaba arriba y abajo, masajeándose los brazos para entrar en calor, notó un fuerte hedor y se dio cuenta de que estaba junto a tres grandes cilindros de acero llenos a rebosar de basura del hotel.

Dos minutos más tarde vio los faros de un coche que se aproximaba, luego giró en redondo y dio marcha atrás. Era un Mercedes plateado, último modelo, que se acercó a donde ella estaba. Esperó, mientras los vapores de escape ascendían en el frío aire de la noche, y bajo el resplandor de las luces traseras vio unos escalones que descendían de la plataforma. Pensó en bajar y correr hacia el coche, pero ¿y si no era Uri?

Permaneció en las sombras, aguardando, hasta que oyó el eléctrico zumbido de una ventanilla al bajar seguido de un «¡Pst!» que la llamaba. Entonces bajó a toda prisa y se hizo un ovillo en el asiento del pasajero.

– Bonito cacharro. ¿Cómo lo has conseguido?

– He ido al mostrador del conserje, he abierto la caja de llaves del aparcacoches y he cogido la primera que he visto. -Por eso el uniforme.

– Por eso el uniforme.

Maggie asintió; había algo nuevo en aquel hombre al que solo conocía desde hacía una semana y con el que parecía destinada a pasar todas las horas del día y también de la noche: por primera vez creyó ver en él algo parecido al orgullo. Uri parecía complacido consigo mismo.

– Bueno, señorita Costello, ahora que ya tiene su limusina, ¿adónde quiere ir?

– A cualquier sitio donde haya un ordenador. No hemos conseguido entrar en la isla de tu padre. Me fundieron antes de que lograra entrar. Lo conseguirán antes que nosotros. -¿Quiénes?

– Los cabeza de conejo, sean quienes sean.

– ¿y no crees que la barrera de seguridad les impedirá el paso, como hizo contigo?

– Uri, esa gente tiene los medios necesarios para espiar nuestras conversaciones, introducirse en nuestros ordenadores y matar a Kishon y a Aweida un segundo después de haber oído sus nombres. La verdad, no creo que tengan muchas dificultades para forzar el sistema de seguridad que tu padre instaló en esa isla.

Maggie se dijo que, después de todo, aquellos hombres habían tenido poder suficiente para convertir su avatar en una masa informe de, píxeles. Ella los había conducido hasta la isla, y ellos se encargarían del resto.

– Mira, seguramente tienes razón -dijo Uri finalmente-, pero aun suponiendo que consigan entrar a la fuerza, tal vez no sean capaces de comprender lo que vean. Acuérdate del mensaje de mi padre en la grabación, decía que era necesario un conocimiento que solo yo poseo. -Calló unos instantes-. ¡Santo Dios, por qué ha tenido que hacerlo todo tan complicado!

– La verdad es que yo lo admiro. Un montón de gente importante está haciendo lo imposible por encontrar su hallazgo y nadie ha conseguido ponerle las manos encima.

– Todavía.

– De acuerdo, pero si quieres saber mi opinión me parece impresionante.

Uri condujo en silencio. Los limpiaparabrisas barrían rítmicamente el cristal sin hacer apenas ruido.

– Bueno, ¿adónde me lleva usted, monsíeur le choffeur?

– A uno de los pocos sitios de Jerusalén que está abierto toda la noche, y desde luego en el único donde hay un ordenador.

Aparcó el coche al principio de una zona peatonal llena de cafés y comercios cerrados.

– Esta es la calle Ben Yehuda -explicó-. Normalmente está a rebosar de gente, pero Jerusalén no es como Tel Aviv. A esta ciudad le gustan los sueños reparadores.

Uri la guió por la calle principal, pasaron ante un montón de hombres andrajosos que dormían en un portal, y se metió por una calle lateral hecha de la misma piedra gastada que el resto de la ciudad. También allí había indicios de vida anterior: bares y restaurantes que ya habían cerrado sus puertas. Maggie oyó la vibración de un bar.

– Es Mike's Place -dijo Uri cuando lo oyó-. Le pusieron una bomba, pero a los turistas les sigue gustando.

Continuaron caminando por aquella red de callejuelas donde cada arco o entrada abovedada daba a un comercio o unas oficinas; la vida moderna abriéndose paso en las piedras milenarias. -Ya hemos llegado: el Someone To Run With.

– ¿Se llama así?

– Sí, se ha convertido en una especie de institución en Jerusalén. Todos los colgados y los pasotas acaban aquí. Se llama así por un libro.

– Someone lo Run With -¿eh? Como tú y yo.

Uri sonrió y le abrió la puerta del local. Maggie entró, miró alrededor y al instante tuvo unflash-back y se remontó a cuando tenía dieciséis años. No es que a esa edad hubiera ido a lugares como aquel; sino que a la jovencita que era entonces le habría encantado. No había sillas, solo enormes cojines distribuidos en bancos de piedra y junto a las ventanas. El ambiente estaba cargado con los olores del té aromático, el tabaco y otros tipos de hierbas. En un rincón vio a un joven encorvado sobre una guitarra que disimulaba su rostro tras una lacia melena. Frente a él, con otra guitarra, una chica con la cabeza rapada, vestida con una camiseta enorme y pantalones hasta las rodillas que, a pesar de tan heroico esfuerzo, no lograba ocultar su belleza. Maggie examinó el lugar, los vaqueros rotos y los pelos trenzados, y no sintió la diferencia de edad -como le había ocurrido dos días antes en la discoteca en Tel Aviv- sino una punzada de verdadera envidia. Aquellos jóvenes tenían toda la vida por delante.

En ese momento agradeció haberse cambiado de ropa en casa de Odio Si esos críos la hubieran visto con su atuendo habitual la habrían confundido con alguien de la policía antidroga o algo así. Pero apenas les dedicaron una mirada. Seguramente estaban demasiado colgados.

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