Sam Bourne - El Testamento Final

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Un trasdental hallazgo arqueológico podría cambiar radicalmente el destino de Israel y Palestina.
El profesor Guttman, un arqueólogo fundamentalista israelí, ha hallado, proveniente del saqueo del Museo Arqueológico de Irak, la tablilla que contiene el testamento de Abraham, donde se indica cómo deberán repartirse las tierras palestinos e israelíes. Tal descubrimiento le cuesta la vida a él y a su esposa, pero pone sobre la pista de la tablilla a Uri, hijo del malogrado matrimonio, y a Maggi, una mediadora política norteamericana. Ambos vivirán una apasionante aventura, perseguidos por los servicios secretos de sus respectivos países.

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¿Qué reflejo retuvo a Guttman e impidió que dijera en voz alta lo que acababa de leer para sí? En los días que siguieron se formuló muchas veces esa pregunta. ¿Fue una astucia innata la que le hizo darse cuenta de que si hablaba perdería aquella pieza? ¿O fue simplemente la malicia del shouk, el hábito del veterano regateador que sabe que mostrar interés por un objeto dobla inmediatamente su precio hasta hacerlo inasequible?

¿Fue un cálculo político, comprendió en aquel mismo instante que estaba sosteniendo en su temblorosa mano un objeto capaz de cambiar la historia de la humanidad con la misma certeza que si estuviera agarrando el detonador de una bomba nuclear? ¿O había una explicación más sencilla, una menos noble que las anteriores? ¿Se había mordido Guttman la lengua porque su instinto le decía que no compartiera nunca un secreto con un árabe?

– Vale -dijo al fin, procurando que la economía de palabras ocultara el temblor de su voz-. ¿Y la siguiente?

– Pero, profesor, no me ha dicho qué pone en esa tablilla.

– ¿Ah, no? Perdone, se me ha ido de la cabeza. Otro inventario doméstico, de mujer, diría yo.

Pasó a la siguiente, una relación de ganado de una granja de Tikrit. A pesar de que tenía la impresión de estar asfixiándose, consiguió acabar con las restantes. Aun así, sabía que el momento más delicado estaba por llegar.

No era jugador de póquer. No tenía ni idea de si sería capaz de ocultar sus emociones. Supuso que no. Se había pasado la vida hablando con el corazón, demostrando abiertamente sus convicciones. No era un político con experiencia en el arte del disimulo, sino un activista cuya especialidad era la sinceridad. Y ese hombre, Aweida, era un mercader, alguien que conocía todos los trucos, que sabía leer la mente de sus clientes, aumentar el precio para los que fingían indiferencia y bajarlo para aquellos cuyo desinterés era verdadero. Lo calaría al instante.

Entonces se le ocurrió.

– Bueno, ¿como de costumbre? -dijo con voz estrangulada-. ¿Puedo quedarme una?

– Así habíamos quedado -contestó Aweida.

– Bien, pues me quedo con esa -dijo señalando la novena tablilla que había examinado.

– ¿La carta de una madre a su hijo?

– Sí.

– Pero, profesor, usted sabe que esa es la única que tiene cierto interés. Las demás son, cómo decirlo, tan del día a día… -Por eso quiero esta. A sus clientes les dará igual una que otra.

– A los clientes normales puede que sí. Pero dentro de unos días vendrá a verme un coleccionista de Nueva York. Un joven que se hace acompañar por un experto en arte y que está dispuesto a gastarse dinero. Esa historia, la de la madre y el hijo, podría interesarle.

– Pues dile que esa historia está en esta otra -Guttman señaló la del ejercicio del colegial.

– Profesor, ese tipo de clientes exigen verificar la mercancía. No puedo mentir. Podría acabar con mi reputación.

– Lo entiendo, Afif. Pero yo soy un académico. Me interesa esta porque tiene significado histórico. Las demás son tablillas ordinarias. -Se daba cuenta de que le sudaba el labio superior y no supo cuánto tiempo podría seguir disimulando.

– Por favor, profesor. No quisiera tener que rogárselo, pero ya sabe usted lo que han sido estos últimos años para nosotros. Estamos ganando una fracción de lo que ganábamos antes. Este mes he sufrido la humillación de tener que aceptar dinero de un primo que tengo en Beirut. Con esta venta…

– Está bien, Afif. Lo comprendo y no quiero abusar de ti.

Me quedaré esta. Guttman cogió la tablilla que empezaba con «Yo Abraham, hijo de Terach…».

– ¿El inventario?

– Sí, ¿por qué no? No está mal.

Se levantó y se guardó la tablilla en el bolsillo de la chaqueta con la mayor naturalidad posible. Estrechó la mano de Afif y entonces se dio cuenta de lo sudorosa que tenía la suya. -¿Se encuentra bien, profesor? ¿Quiere un vaso de agua? Guttman insistió en que se encontraba bien, que simplemente tenía que llegar puntual a su siguiente cita. Se despidió y salió a paso vivo. Subió por los peldaños del mercado hacia la puerta de Jaffa con la mano en el bolsillo, aferrando la tablilla. Cuando por fin hubo salido del shouk y se hallaba al otro lado de los muros de la Ciudad Vieja, se detuvo para recobrar el aliento; jadeaba como un corredor que acabara de culminar la carrera de su vida. Se sentía al borde del desmayo.

E incluso entonces su mano se mantuvo aferrada al pedazo de arcilla que había conseguido que la cabeza le diera vueltas y el corazón se le desbocara, primero por la emoción y después por un temor reverencial. En ese momento Guttman sabía que tenía en su mano el mayor descubrimiento arqueológico jamás realizado. Tenía en su poder el testamento del gran patriarca, del hombre reverenciado como el padre de las tres grandes fes: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Tenía en su mano el testamento de Abraham.

Capitulo 28

Jerusalén, jueves, 00.46 h

Su primera parada fue en la comisaría central de policía de Tel Aviv, donde Uri y Maggie dejaron a un abatido Eyal para que denunciara la desaparición de su padre. El hijo de Kishon parecía convencido de que, fuera cual fuese la maldición que había acabado con Shimon y Rachel Guttman, esta había pasado a afectar a su familia como si de un virus contagioso se tratara.

Entretanto, mientras conducía, Uri siguió haciendo averiguaciones a través del móvil, preguntando en distintos directorios y recabando información sobre Afif Aweida. La compañía telefónica le dijo que había al menos dos docenas de abonados con ese nombre, pero la lista se reducía a nueve en la zona de Jerusalén. Uri tuvo que recurrir a sus dotes persuasivas para que la telefonista le leyera los datos de cada uno. Había un dentista, un abogado, seis que constaban como números residenciales y un Afif Aweida registrado como anticuario en la calle Suq elBazaar, en la Ciudad Vieja. Uri sonrió y se volvió hacia Maggie.

– . Eso está en el shouk, y ese es nuestro hombre.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Porque mi padre ya tenía dentista y abogado, y no se puede decir que sus amigos árabes se contaran por millares. Las antigüedades eran lo único que podían haberle empujado a tratar con un árabe.

Mientras se acercaban a Jerusalén, pasada la medianoche, Uri se preguntó si no deberían dirigirse al mercado de la Ciudad Vieja sin más demora, pero al final tuvo que admitir que sería inútil ya que todos los comercios estarían cerrados. A menos que tuvieran la dirección de su domicilio, y no solo la de su tienda, les sería imposible localizarlo.

Detuvo el coche entre los taxis aparcados ante el hotel Citadel y tiró ostentosamente del freno de mano para indicar que el viaje había terminado.

– Bueno, señorita Costello, fin del trayecto. Todos los pasajeros bajan aquí.

Maggie le dio las gracias y abrió la puerta, pero antes de salir, se volvió y preguntó:

– ¿Una última copa?

Enseguida se dio cuenta de que Uri no era un gran bebedor: daba vueltas a su vaso de whisky con agua como si fuera un líquido escaso y valioso que hubiera que admirar más que consumir. En cambio, ella, en comparación -apuró la copa de un trago rápido y pidió otra-, parecía claramente lo contrario.

– Bueno, ¿y qué me cuentas de lo tuyo con el cine? -le preguntó mientras se quitaba los zapatos por debajo de la mesa que habían escogido en el rincón y disfrutaba del cosquilleo de alivio que le subía por los pies.

– ¿A qué te refieres?

– A cómo es que has resultado ser bueno en ese trabajo.

Uri sonrió, se daba cuenta de que estaba devolviéndole su propia pregunta.

– No sabes si soy bueno.

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