Sam Bourne - El Testamento Final

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Un trasdental hallazgo arqueológico podría cambiar radicalmente el destino de Israel y Palestina.
El profesor Guttman, un arqueólogo fundamentalista israelí, ha hallado, proveniente del saqueo del Museo Arqueológico de Irak, la tablilla que contiene el testamento de Abraham, donde se indica cómo deberán repartirse las tierras palestinos e israelíes. Tal descubrimiento le cuesta la vida a él y a su esposa, pero pone sobre la pista de la tablilla a Uri, hijo del malogrado matrimonio, y a Maggi, una mediadora política norteamericana. Ambos vivirán una apasionante aventura, perseguidos por los servicios secretos de sus respectivos países.

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La única solución pasaba por dar una apariencia de legalidad al tesoro de Jaafar. Si conseguía que pareciera legal, entonces podría dedicarse a la tarea, mucho más agradable, de venderlo. Pero nadie estaría dispuesto a comprar esos tesoros si carecían de «certificado de origen». Era demasiado arriesgado: las autoridades podían incautarse de la mercancía en cualquier momento y devolverla al país de donde había salido. El mundillo de los coleccionistas había sido testigo de ello con los Munch y los Klimt robados por los nazis. Sus propietarios se habían visto forzados a devolverlos incluso décadas después. No había multimillonario en el mundo dispuesto a caer en el mismo error.

Henry Blyth-Pullen esperó un par de días y después llamó a otro amigo académico, Paul Cree, que tenía menos dinero y muchos menos escrúpulos que Emest. Henry le propuso el procedimiento habitual: Cree examinaría los objetos y luego escribiría un artículo sobre ellos para Minerva o el Burlington Magazine, especializados en dar noticia de los nuevos hallazgos. Una vez que los objetos hubieran aparecido en una publicación de renombre, podía decirse que habían recorrido la mitad del camino a la legalidad. La idea que el público tendría de ellos sería distinta: ya no se trataría de objetos robados, sino de objetos descubiertos y de cuya historia había constancia en papel. Los futuros compradores podrían consultar el Burlington Magazine y asegurarse de que el viejo Henry no les estaba colando gato por liebre, sino piezas aparecidas en una prestigiosa publicación. «Mire, por aquí tengo un ejemplar. ¿Quiere consultarlo, señor?» A cambio, Cree recibiría una compensación por su labor de experto. En otras palabras, se llevaría unos cuantos billetes de veinte de la caja que Henry tenía en Bond Street o -lo que era menos frecuente- un porcentaje de la venta.

Sin embargo, ni siquiera el desdichado Cree se mostró dispuesto a hacer negocios.

– Lo siento, Henry, querido muchacho… -A Henry lo de «muchacho» lo irritaba especialmente, pues no era el apelativo que correspondía a una persona de su elevada reputación-. Lo siento pero las revistas han echado el candado. Como almejas. Ya nadie publica una palabra sobre hallazgos. Se acabó.

– Pero, Paul, no se trata de una mercancía normal.

– Lo sé, muchacho, lo sé. Pero las revistas se ponen en guardia cuando algo tiene… ¿Cómo decirlo…? Un origen dudoso. -¿Dudoso?

– Sí, como por ejemplo haberse caído de un camión iraquí.

Al fin y al cabo, parece que allí casi todo el mundo se ha vuelto loco.

– ¿Y qué se supone que vaya hacer?

– Lo siento, Henry, pero tendrás que buscar otro camino.

Henry decidió no decir palabra de todo aquello a al-Naasri, pero los mensajes que el jordano empezaba de dejarle en el buzón de voz eran cada vez menos amistosos.

«Tengo que hablar con usted, Henry. No se olvide de que todos esos recuerdos para turistas me pertenecen y me han costado un montón de dinero. Confío, por su bien, en que no esté intentando engañarme.»

Henry empezaba a inquietarse. Había guardado todas las piezas en la caja fuerte más segura de la tienda, pero seguía preocupado. Sabía lo valiosas que eran. De no ser así Jaafar no se habría tomado tantas molestias para ocultarlas.

Al final decidió llamar a Lucinda a Sotheby's, un gesto que siempre denotaba desesperación.

– Hola, cariño -respondió ella con voz ronca, exhalando el humo de un cigarrillo-. ¿Qué quieres esta vez?

– Lucinda, ¿qué te hace pensar que quiero algo?

– El hecho evidente de que solo me llamas cuando quieres algo.

– Eso no es verdad -dijo Henry, sabiendo que lo era. Aparte de un muy patético revolcón durante la fiesta de Navidad de Christie's, su relación se basaba en lo que Henry pudiera conseguir de Lucinda, incluyendo quizá el lamentable revolcón. Si hubiera pensado en ello, en la chica que en sus días de universidad había sido un bombón y en lo rápidamente que se había marchitado, habría sentido lástima por Lucinda. Pero Henry no pensó en eso.

– Lo cierto es que tengo una oportunidad para ti -añadió. Fue a verla aquella misma tarde, después de haberla convencido con la promesa de un gin-tonic a continuación.

– Bueno, Henry, ¿cuáles son esas maravillas que quieres mostrarme?

Henry sacó un pequeño joyero que sostuvo en la palma de la mano.

– ¡Oh, Henry! ¿No irás a hacerme ahora una proposición? ¿Aquí?

Henry alzó los ojos al cielo con una expresión indulgente y abrió el joyero mostrando un par de finos pendientes de oro consistentes en una pequeña pieza con forma de hoja. Sacarlos de las pulseras de baratijas y volver a montarlos no había sido muy difícil, pero sí delicado. Por suerte, todas aquellas piezas habían sido fotografiadas más de una vez, y no le costó localizar la imagen correspondiente. «Foto reproducida con autorización del Museo Nacional de Antigüedades de Bagdad», decía el pie de foto.

– ¡Santo Dios, Henry! ¡Pero si son…! ¡Pero si son…!

– Sí. Tienen cuatro mil quinientos años de antigüedad.

– Una maravilla, esa era la palabra que buscaba. ¿Has dicho cuatro mil quinientos años? ¡Increíble! -Sabes lo que quiero que hagas, ¿verdad?

– Me lo imagino, pero ¿por qué no me lo confirmas tú?

– Quiero que los vendas para que yo pueda comprártelos.

– y que de esa manera queden limpios, ¿no? «Comprados en una subasta de Sotheby's.»

– Eso es lo que me gusta de ti, Lucinda, lo rápida que eres.

– Pero no te gusto lo suficiente, Henry. En cualquier caso, es imposible. -¿Por qué?

– Bueno, suponiendo que tuviéramos autorización para vender objetos de… allí… Si la tuviéramos, estas piezas saldrían por una verdadera fortuna. No tienen precio. Están totalmente fuera de tu alcance. Tendríamos que mentir acerca de su verdadera naturaleza, y eso las perjudicaría, ¿no crees?

– Podrías decir que te las ha proporcionado un coleccionista privado de Jordania. La verdad es que es así como las he conseguido.

– Pero todos sabemos lo que significa eso de «coleccionista privado», ¿no te parece? Vamos, Henry. Todo el mundo está al acecho por si aparecen piezas de donde ya sabes. Son letales. No podemos ni tocarlas.

Henry contempló el resto de ginebra de su vaso.

– Bueno, ¿y qué demonios vaya hacer? Tengo que vender este material de alguna manera.

– En los viejos tiempos podría haberte presentado a gente muy rica que habría estado encantada de quedárselas sin hacer preguntas, pero ahora es diferente. Ese asunto tan feo de los nazis tiene asustado a todo el mundo. A menos que puedas aportar certificados por duplicado y triplicado, no encontrarás a nadie dispuesto a comprar nada.

– ¿Tú qué harías en mi lugar?

– Me sentaría muy quieta y esperaría, cariño. Tarde o temprano habrá demanda para esa mercancía. Es demasiado buena para dejarla pasar. Pero ahora no es el momento.

Esa noche, después de haberse tonificado con un par de copas más, Henry habló con Jaafar. Había preparado un guión con lo que iba a decirle y lo leyó con mucha menos fluidez de la prevista. Culpa de los nervios y el alcohol. Aun así, consiguió comunicar lo principal del mensaje. Jaafar debía tener paciencia y confiar en él. Henry guardaría las piezas de mayor prestigio y valor en la caja fuerte de la tienda o si Jaafar lo prefería, en la caja fuerte de su banco, que era conocido por su discreción y esperarían a que el mercado fuera más propicio.

– Le dirán lo mismo en todas partes Jaafar -le dijo Henry cuando el jordano lo amenazó con llevar el negocio a un marchante de Nueva York-. Los estadounidenses todavía son más estrictos que nosotros en este asunto.

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