Tony regresó enseguida con unos cuantos documentos y su habitual sonrisa: los de aduanas debían de haber dado el visto bueno a los papeles. Henry Blyth-Pullen firmó un cheque por valor de treinta libras en concepto de tasas y regresó a su coche, donde esperó, escuchando Radio 4, a que lo llamaran para entrar en la zona de seguridad. Cuando por fin le hicieron señas de que pasara, cruzó la imponente verja y continuó hasta la Puerta 8, tal como Tony le había indicado. Tras otra breve espera y firmar el recibo de entrega, cargó una caja marrón en el maletero del Jaguar. El cargamento, debidamente sellado y conformado, era todo suyo y perfectamente legal.
Cuando se dispuso a abrirla en la trastienda de su comercio de Bond Street, experimentó la misma punzada de placer que sentía cada vez que llegaba un cargamento especial. Era una sensación casi sexual, el mismo estremecimiento que lo embargó cuando, siendo un adolescente, se fumó su primer porro en el internado. Hizo palanca para levantar la tapa de la caja, con cuidado de no clavarse una astilla, mientras su mente bullía con la más emocionante de las preguntas, la misma que se hacían todos los niños cuando arrancaban las cintas y los papeles de colores el día de Navidad: «¿Qué habrá dentro?».
Por teléfono, al-Naasri le había dicho que esperara recuerdos para turistas. Henry, intrigado, dio por hecho que era una manera de decirle que se trataba de objetos llegados a Jordania desde alguna otra parte. Sin embargo, mientras retiraba las sucesivas capas de plástico de burbujas y espuma de poliuretano dudó. Entonces vio seis cajas de música, cada una con la forma de un chalet suizo y de colores chillones. Levantó la tapa de una y, para su decepción, sonó Edelweiss.
Debajo había una serie de burdos recipientes de cristal llenos de arena de distintos colores que llevaban pegada una etiqueta donde se leía: ARENA AUTÉNTICA DEL RIO DEL JORDÁN. Al-Naasri nunca lo había decepcionado, pero Henry tuvo que admitir que se sentía perplejo. Por último, bajo varias capas de plástico de burbujas había una docena de pulseras baratas como las que cualquier jovencita sacaría de una máquina tragaperras de los muelles de Brighton. De todos los cargamentos que había recibido en los dieciocho años que llevaba en el negocio, ese era sin duda el más decepcionante. Objetos de artesanía. ¡Y un cuerno! Aquello no eran más que baratijas de la peor clase.
Henry había pensado que «recuerdos para turistas» era el eufemismo necesario en una conversación telefónica. En ese momento comprendía que el maldito árabe hablaba en serio. Sin embargo, hacía años que trabajaba con al-Naasri, y nunca lo había engañado. Se dejó caer en un sillón y cogió el teléfono. Aclararía la situación. Marcó y esperó que se estableciera la conexión internacional.
– Jaafar, gracias por su último envío! Es… ¿cómo lo diría…?
Sorprendente.
– ¿Le gustó la canción?
– ¿La de las cajas de música? Pues… sí, sí, muy… melodiosa.
– ¡Sí, eso es por el trabajo de artesanía! Eche un vistazo al tambor interior y verá una técnica muy antigua. Diría incluso antiquísima.
– Entiendo.
Mientras escuchaba a Jaafar, con el teléfono encajado en el hombro, Henry se acercó a la mercancía, cogió una de las cajas de música y levantó el tejado para ver el mecanismo. Necesitaba un destornillador.
– ¿Y es artesanía local? -preguntó Henry por decir algo. Demasiado impaciente para ir en busca de sus herramientas, intentó arrancar la tapa de la caja con un abrecartas, pero se le resistió. Demasiado puñeteramente meticulosos, ese era el problema de los suizos. Al final lo consiguió y descubrió que en su interior había un ejemplar perfecto de sello cilíndrico.
– ¡Ah, ahora veo a qué se refería, Jaafar! Los mecanismos de las cajas de música son una maravilla. Solo pueden provenir del lugar de origen, de donde empezó todo.
– ¿y qué me dice usted de los recipientes de arena?
– Bueno, su atractivo no es tan inmediato como el de las cajas, la verdad.
– Usted por supuesto sabe que cada grano de arena fue en su momento una piedra mayor cuyo aspecto ha cambiado por el paso del tiempo. Mire con atención los granos de arena y verá las piedras del pasado.
Henry cogió uno de los frascos y lo estrelló contra el canto de su escritorio de roble y la arena se esparció por la moqueta. Se asomó por la puerta entreabierta confiando en que nadie -personal o clientes-, hubiera oído el ruido.
Allí, ocupando la palma de su mano, había una tablilla de arcilla finamente grabada con símbolos cuneiformes. Estaba manchada de arena, pero se podía limpiar fácilmente.
– ¡Mi querido Jaafar! Estas muestras de arena del río Jordán son perfectas. Y veo que me ha enviado como mínimo… -Veinte, Henry. Le he enviado veinte exactamente.
– Sí, veinte. Eso es.
– Ah, amigo mío, las pulseras son especialmente encantadoras, ¿verdad? No le recuerdan a las hojas de los árboles en primavera.
A Henry le maravilló el ingenio del árabe y la calidad del trabajo. Jaafar se había superado a sí mismo. Había visto la oportunidad que el 2003 le brindaba, se había tomado su tiempo y lo había disimulado todo de un modo impecable. Henry se consideraba afortunado por formar parte de ello.
Al día siguiente llamó al Museo Británico para concertar una cita con su amigo Emest Freundel. Los dos habían sido los responsables del Club de Arte en Harrow, donde Freundel ya en aquella época destacaba como estudiante. Cuando Henry le sugirió la idea de buscar desnudos femeninos en los libros de arte y cobrar a sus compañeros diez peniques por cada vistazo, quedó claro quién de los dos estaba destinado a los negocios y quién a la vida académica.
Normalmente, Emest Freundel se mostraba dispuesto a atender a su viejo amigo, aunque no podía evitar envidiar la cada día mayor diferencia entre sus niveles de ingresos. Solía examinar todas las piezas que le llevaba Henry y realizar la correspondiente tasación. En un par de ocasiones incluso había apremiado a los responsables del museo para que compraran alguno de los objetos de Henry e incrementar así la colección del museo. Pero esa vez fue diferente. Henry apenas había sacado la primera tablilla del maletín cuando Emest se echó hacia atrás y se negó a tocarla siquiera.
– ¿De dónde ha salido esto, Henry?
– De Jordania, Emest.
– No me insultes. A través de Jordania, puede. Pero creo que ambos sabemos de dónde proviene.
– ¿y no es eso lo que la hace tan valiosa?
– En teoría.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que nadie que tuviera un gramo de cerebro compraría eso. Es como si fuera material radiactivo. En estos momentos están en vigor una docena de acuerdos internacionales que prohíben la compraventa de antigüedades robadas en Irak.
– ¡Chis! Habla más bajo. ¿No piensas examinarla? ¿Ni tienes curiosidad?
– Claro que sí. Pero este es uno de los grandes crímenes culturales de nuestro tiempo, Henry, y no pienso convertirme en cómplice. Lo que debería hacer es avisar a la policía y que te detuvieran.
– No irás a decírselo a nadie, ¿verdad?
– No, pero debería. Márchate y llévate esa basura contigo.
Henry no estaba dispuesto a darse por vencido. Emest no era más que un ingenuo santurrón. Siempre lo había sido. A pesar de todo, tenía razón: «I» se había convertido en tabú dentro del mundo del comercio de antigüedades. Los gobiernos se habían puesto serios en lo relacionado con objetos robados en Irak, y la mayoría de los coleccionistas y compradores se estaban retirando del mercado. Había que esperar a que las aguas volvieran a su cauce, decían, a que Londres y Washington tuvieran otros asuntos de los que ocuparse, algo aún más embarazoso que el pillaje de Bagdad. Entonces volverían a hablar, pero de momento preferían no hacerlo.
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