Sam Bourne - El Testamento Final

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Un trasdental hallazgo arqueológico podría cambiar radicalmente el destino de Israel y Palestina.
El profesor Guttman, un arqueólogo fundamentalista israelí, ha hallado, proveniente del saqueo del Museo Arqueológico de Irak, la tablilla que contiene el testamento de Abraham, donde se indica cómo deberán repartirse las tierras palestinos e israelíes. Tal descubrimiento le cuesta la vida a él y a su esposa, pero pone sobre la pista de la tablilla a Uri, hijo del malogrado matrimonio, y a Maggi, una mediadora política norteamericana. Ambos vivirán una apasionante aventura, perseguidos por los servicios secretos de sus respectivos países.

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– Hola, Bruce.

Maggie detectó una repentina docilidad en el tono del secretario de Estado.

– Estaba a punto de coincidir con usted, señor secretario

– empezó a decir Miller con su acento sureño marcado por el chicle de Nicorette que masticaba día y noche. Hacía once años que había dejado el tabaco con la ayuda de toda una serie de sustitutivos. Ya no utilizaba parches, pero el chicle se había convertido en su nueva adicción-. Me refiero a que esta gente lleva más de sesenta años pensando en posibles respuestas, ¡pero nosotros no podemos aceptar que sigan a este ritmo, por Dios!

Estaba inclinado hacia delante, con su delgado cuerpo encorvado para que la cabeza le quedara cerca del teléfono. Su cuello parecía sobresalir en los momentos importantes, y los dos mechones de cabello que flanqueaban su calva le colgaban a los lados de las sienes. Maggie intentó averiguar a qué le recordaba: ¿a un gallito joven moviendo rítmicamente la cabeza o a un pendenciero peso pluma en un ring ilegal de alguna callejuela oscura del viejo Dublín, listo para pelear sucio si la situación lo exigía? Mirarlo era fascinante.

– No dejamos de repetir -Miller señaló el mudo televisor del rincón donde aparecía el noticiario de la Fox- que todo se resolverá esta misma semana. Si no es así, volveremos a encontramos en la casilla de salida. El único problema es que en Oriente Próximo ¡no existe tal cosa! Aquí nadie se queda quieto. No hay más que ver lo que pasó después de Camp David. Los israelíes abatían a los árabes por la calle y estos volaban las cafeterías de Jerusalén. Y todo porque los tipos que estaban sentados en estas sillas quisieron hacerlo bien pero acabaron jodiéndola.

Se hizo el silencio, también al otro lado de la línea telefónica. Todos sabían qué significaba aquello: una reprimenda desde lo más alto, y sin duda habría más.

– Señor, tenemos más datos sobre el asesinato del delator

– dijo el hombre de la CIA en un intento de aliviar la tensión.

– ¿Sí? -preguntó el secretario de Estado.

– Como he dicho antes, algo tan insignificante no merecería que se le prestara más atención. En el momento culminante de la última Intifada, este tipo de ejecuciones sumarias eran de lo más corriente y se producían a ritmo de más de una a la semana. Sin embargo, teniendo en cuenta que ambas partes han declarado un alto el fuego, incluso una infracción interna como esta podría…

– Nada de eso es nuevo. Ha dicho que tenía más información -lo interrumpió Miller haciendo llegar otro mensaje del jefe: «Al grano. No hay tiempo que perder».

– Algunos detalles curiosos. Primero, la víctima tenía casi setenta años. Era mucho más viejo que el perfil habitual en estos casos, que suele corresponder al de los militantes de base.

Miller alzó una ceja de desaprobación ante aquella palabra: «militantes»

– O a los terroristas -corrigió el de la CIA-. Segundo, hemos hablado con nuestros colegas israelíes y nos han confirmado que ese hombre era exactamente lo que parecía: un anciano arqueólogo que nunca había trabajado para ellos.

– Entonces, ¿los palestinos se han equivocado de hombre?

– Es posible, señor secretario. Que maten a alguien porque lo han confundido con otra persona no es nada raro en estos parajes. De todas maneras, caben otras posibilidades.

– ¿Como cuáles?

– Podría haber sido la obra de una facción rebelde. En estos momentos el nivel de seguridad en Israel es tan alto que difícilmente podrían cometer un atentado terrorista. -Puso un ligero énfasis en la palabra «terrorista», dedicado a Miller-. En cambio, liquidar a uno de los suyos, especialmente si es un palestino inocente y conocido como Nur, sería lo siguiente en lo que pensarían. Sembraría disensiones en el bando palestino y podría provocar que los israelíes rompieran las negociaciones. Desestabilizaría el proceso.

– Me parece una conjetura muy arriesgada -contestó Miller, que seguía inclinado hacia delante, concentrado-. Los israelíes podrían decir que eso demuestra que los palestinos son una gente sin ley y que no se les puede confiar un estado propio, pero la opinión pública israelí no se lo tragaría. ¿Liquidar el proceso de paz solo porque se han cargado a un árabe? Ni hablar. ¿Qué más?

– Los otros datos curiosos tienen que ver con los informes de los testigos presenciales en la plaza Manara de Ramallah. Los encapuchados apenas hablaron, pero cuando lo hicieron, tenían un acento extraño.

– ¿Qué clase de acento?

– No dispongo de esa información, señor. Lo siento.

– Pero ¿podría haber sido israelí?

– Es una posibilidad.

Miller se echó hacia atrás en la silla, se quitó las gafas y alzó los ojos al techo.

– ¡Señor! Pero ¿qué estamos diciendo? ¿Que esto podría ser una operación encubierta del ejército israelí?

– Bueno, sabemos que Israel siempre ha mantenido operativas unidades encubiertas. Reciben el nombre clave de Cherry y Samson. Son fuerzas especiales vestidas como los árabes. Esta podría ser su última operación.

Miller se frotó los ojos y preguntó:

– ¿y por qué demonios iban a hacer algo así precisamente ahora?

– Repito: podría ser un intento de desestabilizar las conversaciones de paz. Todos sabemos que en las fuerzas armadas israelíes hay quien está ferozmente en contra de las concesiones que el primer ministro se muestra dispuesto a hacer ante…

– y si esto les saliera bien, la muerte de una de sus figuras nacionales, ¿los palestinos se enfadarían tanto que se levantarían de la mesa?

– Sí. E incluso aunque la Autoridad Nacional Palestina estuviera dispuesta a hacer la vista gorda, la calle no se lo permitiría.

– y por eso el no tan accidental desliz del acento, ¿no? -Las palabras de Miller apenas fueron audibles a través del ruido de mascar chicle.

– Es una de las líneas de investigación que estamos siguiendo.

– ¡Esto es como la maldita sala de los espejos! -exclamó

Miller-. Tenemos a árabes e israelíes lanzándose al cuello los unos de los otros, y ahora tenemos también elementos díscolos en cada bando.

– Como mínimo es una posibilidad. Esa es la razón de que estemos siguiendo tan de cerca el asesinato de Guttman. -¿Qué tiene que ver con todo esto?

– Estamos haciendo preguntas acerca del organigrama de seguridad que protege al primer ministro, por si hubiera algún infiltrado. No podemos descartar la posibilidad de que el hombre que abatió a Guttman lo hiciera deliberadamente, porque trabajaba para otra facción.

Maggie se inclinó hacia delante con la intención de mencionar su extraño encuentro con la viuda de Guttman la tarde anterior. «Ese mensaje era urgente, señorita Costello. Una cuestión de vida o muerte.» No sabía si sonaría descabellado en aquel entorno, por otra parte…

Demasiado tarde. Miller se levantó.

– Bueno, me parece que hemos tenido suficiente Oliver Stone para una sesión. Señor secretario, vamos a seguir empujando las negociaciones de paz como si nada de esto hubiera ocurrido. ¿Está usted de acuerdo?

– Desde luego.

– ¿Informará usted al presidente?

– Sí, por supuesto.

Todos los presentes, y también el secretario de Estado, a diez mil kilómetros de distancia, sabían que se trataba de una cortesía. Miller y el presidente hablaban una docena de veces a lo largo del día; no importaban los husos horarios que pudieran separarlos. Si alguien iba a informar al presidente, ese sería Miller, y seguramente lo haría en cuestión de minutos.

– ¿Algo más? -preguntó alzando la vista. Miró a Maggie, que negó con la cabeza, y al cónsul, que hizo lo mismo-. Bien.

La reunión se disolvió. Todos estaban impacientes por demostrar al hombre de la Casa Blanca la prisa que tenían por regresar a sus ocupaciones. Maggie salió tras Davis.

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