Petros Márkaris - Con el agua al cuello

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Un caluroso domingo del verano de 2010, el comisario Jaritos asiste a la boda de su hija Katerina, esta vez por la Iglesia y con fanfarria musical. Al día siguiente, poco después de llegar a Jefatura, le informan del asesinato de Nikitas Zisimópulos, antiguo director de banco, degollado con un arma cortante.
El macabro homicidio coincide con una campaña que alguien, amparándose en el anonimato, ha emprendido contra los bancos, animando a los ciudadanos a que boicoteen a las entidades financieras y no paguen sus deudas e hipotecas. Lo cierto es que Grecia, al borde de la bancarrota, pasa por un momento muy crítico, y la población no duda en salir a la calle para quejarse de los recortes en sueldos y pensiones.
Para colmo, Stazakos, el jefe de la Brigada Antiterrorista, sostiene que el asesinato de Zisimópulos podría ser obra de terroristas. Jaritos, en desacuerdo con esa hipótesis, tendrá que apañárselas con sus dos ayudantes para enfrentarse a un asesino cuyos crímenes apenas acaban de empezar.

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– No muy temprano. A las diez o a las once. El bar abre a las ocho de la tarde y tengo todo el día para limpiar y ordenar.

– ¿A qué hora has llegado hoy?

– Antes de lo habitual. Serían las nueve y media. Mi hija y yo nos hemos levantado antes, porque hoy los niños se iban de campamento. Desde que el inútil de mi yerno perdió la cabeza y nos abandonó, nosotras hemos tenido que sacar a la familia adelante. Así que, cuando mi hija cogió a los niños para llevarlos al autocar, decidí venir para terminar antes. -Bebe un sorbo de agua y continúa-: Siempre empiezo recogiéndolo todo. Aparto los cascos en un rincón, meto los platos y los vasos en los lavavajillas y limpio las mesas y los reservados. También hoy. Lo último es barrer y fregar. Cuando he salido al patio para buscar en el armario los productos de limpieza, lo he visto.

Revive la escena y se cubre los ojos con las manos como si así pudiera ahuyentarla.

– ¿Sólo viste el cuerpo, o también la cabeza?

– Sólo el cuerpo. Empecé a dar gritos y entré corriendo en el bar. En cuanto me repuse un poco llamé a la policía.

No puede decirme nada más y no tiene sentido retenerla por más tiempo.

– Muy bien, Yeoryía, ya puedes irte. Antes, por favor, dale tu dirección al señor Vlasópulos, para que más adelante podamos llamarte a prestar declaración.

Aliviada, se pone de pie. Vlasópulos anota su dirección y yo me acerco a Melanakis, que ha estado esperándome.

– Vamos fuera -le digo y salimos al patio.

Stavrópulos ha colocado por unos minutos la cabeza de De Moor entre sus hombros. No necesito preguntarle a Melanakis si lo conoce, porque en cuanto ve el cadáver recompuesto reacciona de inmediato.

– ¿El holandés? ¡No, joder! -Desesperado, se vuelve hacia mí-: El bar se va al garete. Estoy acabado. Y justo acabo de pagar una fortuna para instalar aire acondicionado y poder abrir también en verano.

– ¿Cómo sabe que era holandés?

– Él mismo me lo dijo. Hablaba inglés muy bien y le pregunté si era de Inglaterra. Me contestó que era de Utrecht.

– ¿Venía a menudo? -pregunto ya en el interior del bar.

– Últimamente todas las noches.

– ¿Solo?

– Si no recuerdo mal, la primera vez vino con otro hombre. Después, ya solo.

– El que le acompañó la primera vez, ¿es un cliente asiduo?

– No, a él tampoco lo había visto antes.

– ¿Era griego?

– No, también extranjero. -Titubea unos segundos antes de añadir azorado-: Será mejor que se lo diga antes de que se entere por terceros. Meetings es un bar de ambiente gay, señor comisario. Los clientes vienen para tomar unas copas con gente de su misma orientación sexual o para buscar pareja.

Lo que significa que Henrik de Moor era homosexual. Eso, de todas maneras, era asunto suyo, pues no se trata de un crimen sexual, como tampoco lo fueron los anteriores. Por otra parte, el asesino debió de seguirle o ya sabía que era homosexual. Lo que no acabo de entender es cómo un cliente del bar acabó en el patio de atrás.

– ¿Salen a menudo al patio los clientes?

Me adivina el pensamiento y trata de poner las cosas en su sitio.

– Lo dejaré claro desde el principio, señor comisario. Meetings no es un local de citas. Es un bar muy de moda entre los homosexuales. Vienen desde altos ejecutivos y conocidos científicos hasta artistas y actores.

– No ha contestado a mi pregunta.

No lo ha hecho, sin duda porque el tema le incomoda.

– Escuche, a muchos les gusta disfrutar de vez en cuando de un amor pasajero. Hay padres de familia que a veces van de putas. Esto es más frecuente entre los homosexuales. Pero, como es gente de cierta posición social, aparcan el coche detrás, en la calle Hipodamo, y usan la portezuela del patio para no llamar la atención.

– Quiero una lista de sus clientes.

– Vamos, señor comisario. En los bares nadie se presenta dando su nombre y apellido. Muchos incluso, por seguridad, utilizan nombres falsos. ¿Qué lista voy a darle?

– ¿A qué hora cierra por la noche?

– Depende. Los días laborables, entre las dos y las tres de la madrugada. Los viernes y los sábados, hacia las cinco.

– ¿A qué hora cerró ayer?

– Serían las dos y media.

Dermitzakis me llama al móvil.

– Ha sido fácil, señor comisario. La víctima se alojaba en el Attica Plaza, en la avenida Stadiu.

– Ve allí enseguida. Pide la llave de la habitación y espera que llegue.

Dejo a Melanakis y vuelvo a salir al patio en el instante en que llegan los hombres del forense con una camilla. Stavrópulos ha terminado y se está quitando los guantes.

– Lo mismo que en los otros dos casos -dice-. A primera vista, se trata del mismo asesino. Pero te lo confirmaré cuando haga la autopsia.

– ¿Hora aproximada de la muerte?

– Entre la medianoche y las cinco de la madrugada.

De pronto se oye jaleo en el bar. Se abre la puerta que da al patio y aparece Stazakos. Se detiene en seco al ver el cadáver, pero, según parece, debió de ver la entrevista televisada y reconoce a De Moor.

– ¿Por qué no me habéis avisado? -pregunta con aspereza.

– No soy tu secretaria, Lukás -contesto en el mismo tono-. A mí me han llamado del Centro de Operaciones para informarme de un asesinato. ¿Desde cuándo te informo de todos los crímenes de los que me avisan? Además, en cuanto he visto el cuerpo decapitado he llamado a Guikas. -Sigo en tono más tranquilo-: Olvídate de si te han avisado o no, porque ahora tienes dos problemas gordos. Uno, que detuvisteis a un sospechoso y los crímenes continúan. El otro se llama Leonidis, que no parará hasta ponernos a todos, policías y fiscales, a la altura del betún hasta que su cliente quede en libertad.

Stazakos se encoge de hombros.

– Lo más probable es que haya dos brazos ejecutores, y nosotros sólo detuvimos a uno.

No tengo ganas de discutir y me vuelvo hacia Dimitriu, de la Científica, que se está acercando.

– ¿Quiere que busquemos algo en concreto, señor Jaritos?

– Mira si la víctima llevaba la cartera.

Dimitriu mete la mano en el bolsillo trasero del pantalón de De Moor, saca su cartera y la abre.

– Llevaba trescientos euros encima. No lo mataron para robarle.

– Sigue registrando-. Pero no está el carnet de identidad.

Si no encontramos su carnet de identidad en el hotel, significará que el asesino se lo sustrajo. Llamo a Vlasópulos y le envío a echar un vistazo a la calle Hipodamo. Yo cruzo el bar y salgo por la puerta principal, que da a la calle Atanasia. Es una calle tranquila, como la mayoría en Pangrati, con los coches aparcados en una única fila junto a la acera derecha. Algunos curiosos se han concentrado a las puertas de los edificios y comentan lo sucedido en voz baja. Al verme salir se me quedan mirando. En diagonal al bar hay una mercería. Empiezo por allí, porque los pequeños comerciantes suelen observar la calle y los transeúntes.

La mujer que atiende la mercería me repasa de arriba abajo con la mirada.

– Si es de Hacienda, ya puede registrar todo lo que quiera. Estoy al día con mis obligaciones.

– No soy de Hacienda. ¿Desde cuándo se ocupan ellos de las mercerías?

– ¿Bromea? Pronto perseguirán a los mendigos para asegurarse de que pagan impuestos. El otro día se lo dije a un pordiosero que se puso a pedir junto a la tienda. «Ojo», le dije, «que si descubren que no extiendes recibos por las limosnas que recibes, estás perdido.»

– No soy de Hacienda, soy policía.

Ata cabos.

– Ya entiendo, ha venido por el asesinato.

– Sí. ¿No habrá visto algo que le llamara la atención?

Me mira boquiabierta.

– ¿Sabe usted de muchas mercerías que estén abiertas hasta la madrugada? -contesta.

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