Juan Millas - Dos Mujeres En Praga

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Esta obra obtuvo por unanimidad el Premio Primavera 2002, convocado por Espasa Calpe y Ámbito Cultural, y concedido por el siguiente Jurado: Ana María Matute, Ángel Basanta, Antonio Soler, Ramón Pernas v Rafael González Cortés.
Luz Acaso es una solitaria y misteriosa mujer de mediana edad que decide acudir a un taller literario para que un profesional escriba la historia de su vida. Una novela de intriga apasionada que nos invita a contener la respiración y a vislumbrar los territorios ocultos, y casi siempre negados de la existencia.
Lo mejor del libro es la habilidad retorica de Millas para justificar la equidistancia entre ficcion y realidad, las coincidencias inverosimiles, los solapamientos de los personajes […] Hay una constante duda en los personajes que es la metafora de una duda mas profunda: que punto de ficcion tiene lo real. La duda se resuelve con la novela misma: todo es, en definitiva, literatura.
Joaquin Fortanet, `Lateral`. Mayo 2002.

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Luego supe que mientras yo dudaba si telefonear o no a Luz Acaso (o a Fina, según se mire), el

que sí se había decidido a hacerlo fue Alvaro Abril. Dudó, desde luego, aunque no tanto como yo. Lo hizo a los tres o cuatro días de que hubieran dejado de verse y a la misma hora a la que se encontraban en Talleres Literarios. Llamó y colgó un par de veces, es verdad, pero a la tercera, cuando Luz Acaso (o Fina), respondió, sólo fue capaz de decir una palabra:

– Mamá.

Fina permaneció en silencio unos segundos, tal vez dudando si continuar o no el juego. Luego, como si no hubiera oído bien, dijo:

¿Sí? -Soy yo, mamá – repuso Alvaro y Fina se echó a llorar al otro lado.

– Cuánto tiempo, hijo -respondió al fin entre sollozos.

Cuando Alvaro me relató esta primera llamada, me impresionó la facilidad con la que llegaron a un acuerdo tácito para que cada uno se comportara como esperaba el otro. Luz, o Fina, no sé cómo referirme a ella sin traicionar el relato de los hechos, pues eran dos mujeres, sí, pero eran la misma, necesitaba un hijo y Alvaro necesitaba una madre, de modo que cumplieron su papel a la perfección. Por supuesto, no aludieron a sus encuentros en el despacho de Talleres Literarios, sino que iniciaron, vía telefónica, una relación nueva. Alvaro la llamaba a las doce y durante una hora se intercambiaban vidas más o menos ficticias cuyo común denominador había sido la espera de aquel momento en el que el destino los uniera. Tampoco cayeron en la tentación de quedar para verse. El pacto tácito implicaba que la relación sería sólo telefónica. En realidad, era como si a través de este aparato, se comunicasen con una dimensión en la que cada uno cumplía unos sueños de maternidad o filiación que la realidad les había negado. En aquella primera llamada, Alvaro habló a Luz Acaso de su «familia adoptiva». Para no preocuparla demasiado, dijo que había sido una buena familia, aunque algo fría y religiosa hasta la exageración. Le dieron de todo, menos afecto.

– Ella ya murió -añadió.

– ¿Qué edad tenías tú?

– Veinte. Luego viví con mi padre adoptivo muy poco tiempo, porque ese mismo año publiqué una novela de éxito y me fui de casa.

– ¿Y estás bien instalado, hijo? -Sí, vivo en un ático, con una gran terraza y plantas. Era mentira, no tenía plantas, pero le pareció que a su madre le gustaría oírlo.

– ¿Cómo te enteraste de que eras adoptado?

– Por casualidad. Un día, tendría nueve o diez años, oí a mi madre hablar por teléfono con alguien. Dijo: «Estoy arrepentida; ahora no volvería a hacerlo», y al darse cuenta de que yo la estaba mirando se dio la vuelta avergonzada y continuó hablando en voz baja. Nunca me lo dijeron claramente, pero siempre lo supe.

– ¿Cómo es tu padre adoptivo?

– Muy mayor y muy en su mundo. Siempre he sido invisible para él. Quizá me adoptó más por presiones de su mujer que por deseo propio. Ahora vive con una mujer árabe y creo que le da lo mismo que vaya a verle o no.

– Siempre hay uno que no quiere -dijo Luz Acaso.

– ¿Qué no quiere qué?

– Da lo mismo, no importa lo que propongas, hijo, siempre hay alguien que no quiere eso porque quiere otra cosa. Alvaro Abril se moría por preguntar por su padre. La pregunta le quemaba en la lengua, quién es mi padre, pero no se atrevió a hacerla aquella primera vez. Tenía talento narrativo y sabía que las situaciones han de madurar, que no hay nada peor en un relato (al contrario que en un reportaje) que la precipitación.

Y mientras Alvaro, sin que yo en aquel momento lo supiera, mantenía aquella apasionada relación filial con Luz Acaso, yo un día me decidí a marcar el teléfono de Fina, discreción y compañía para caballeros serios. Veinticuatro horas.

– Soy un caballero serio -dije en tono de broma amable cuando respondió, al fin, después de que me hubiera salido mil veces el buzón de voz.

– ¿Cómo de serio? -preguntó ella tras unos instantes de vacilación.

– Aprecio la discreción por encima de todo.

– Pues es que ya sólo atiendo casos muy especiales, para hacer compañía y enseñar la ciudad, si eres de fuera.

– Es lo que necesito -dije.

– ¿Y qué hay del sexo?

– Cuando busco compañía -dije-, no busco sexo. Son cosas diferentes. ¿Podemos vernos? Esta noche necesito compañía para cenar.

– Esta noche sí puedo -dijo ella después de consultar o de hacer como que consultaba una agenda. La cité en un restaurante de Príncipe de Vergara que por lo visto no estaba muy lejos de su casa.

Llegué yo antes y cuando la vi acercarse a la mesa, después de que el camarero le hubiera indicado mi situación, me pregunté por qué Alvaro no me había dicho nunca que se trataba de una mujer enferma. Resultaba imposible no darse cuenta, no ya por su delgadez, sino porque se estaba volviendo transparente. Iba muy arreglada y tenía el pelo rubio, cosa que tampoco me había señalado, aunque podía estar teñida, no diferencio una cosa de otra. Al quitarse el abrigo, observé que llevaba debajo la falda de piel de la que me había hablado Alvaro y uno de los jerséis de cuello redondo, muy fino, que se plegaba a su cuerpo de tal modo que hacía que sus pechos, no demasiado grandes, cobraran una dimensión turbadora en un conjunto tan frágil. La enfermedad, fuera cual fuera, la hacía deseable. Tenía los ojos verdes, la nariz muy pequeña, y la mandíbula superior sobresalía un poco del plano del rostro, proporcionando a ese labio un gesto permanente de incredulidad. Quizá ella no lo sabía, pero pertenecía a esa clase de mujer que te mira con una expresión interrogativa, de manera que, si no llevas cuidado, puedes caer en la tentación de ofrecerle respuestas.

Estaba asustada, como si después de haber tomado la decisión de acudir a la cita, tuviera miedo de las consecuencias que se derivaran de ella. Me dio miedo la posibilidad de que se arruinara el encuentro y que no hubiera otro, por lo que antes del segundo plato le dije que era un periodista bastante conocido (ella aseguró que efectivamente le sonaba mi nombre) y que estaba recogiendo material sobre mujeres que utilizaban la sección de contactos del periódico para prostituirse. Se ruborizó al escuchar esta palabra, y como ya digo que era transparente, pareció que su rostro se llenaba de vino. Le señalé que se había ruborizado y sonrió, asegurándome que el rubor estaba incluido en el precio.

– A la mayoría de los hombres les gusta que parezcamos inexpertas -añadió.

Ella parecía inexperta y probablemente lo era. Me pregunté qué rayos la había llevado a anunciarse en el periódico, como no fuera la lógica de un relato fantástico que quizá había empezado a no controlar. Después puso reparos a aparecer en mi reportaje y tuve que asegurarle que no habría fotos y que utilizaría un nombre supuesto. Dijo:

– Entonces te haré toda la compañía que quieras, y me ruborizaré, pero te saldrá caro.

Acepté el precio, pensando que en algún momento se lo podría cargar al periódico, y luego me contó que se prostituía desde los dieciocho años. Empezó como un juego, dijo, y llegó un momento en el que ya no sabía hacer otra cosa. No era de Madrid. Sus padres se habrían muerto de vergüenza si ejerciera la prostitución en la pequeña ciudad de la que procedía, no dijo cuál.

– Mis padres creen que soy funcionaría y que trabajo en Hacienda. A veces me hacen consultas sobre la declaración y tengo que buscar a alguien que me asesore. Afortunadamente, en esta profesión, porque es una profesión, y tan digna como cualquier otra, conoces clientes de todo tipo y siempre hay alguien que te echa una mano. Te asombrarías si te dijera la gente que ha pasado por mi cama, pero guardamos el secreto profesional, como un abogado o un médico.

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