– ¿Tiene tu hija más dificultad con la lengua o con las matemáticas? -preguntaba con un interés que para mí resultaba enigmático.
Comprendí entonces el sentido de todas aquellas preguntas. Cada vez que yo llevaba a vacunar a mi hija, él llevaba a no vacunar a sus hijos. Podía verle, en esa otra dimensión paralela a su vida de soltero sin hijos, no llevando a sus hijos al colegio, no llevándolos al cine, al circo, a la hamburguesería, a los museos. Me pregunté si en esa existencia de «lo que no» ocurrirían desgracias, como en la existencia de «lo que sí». ¿Tendrían fiebre los hijos no reales? ¿Cogerían el sarampión, la gripe? ¿Toserían por las noches, en la cama, al otro lado del pasillo oscuro?
De súbito, comprendí muchas cosas de mi amigo, y quizá de mí mismo, que hasta entonces había tomado por rarezas inexplicables. Tal vez en esa existencia de «lo que no» su vida había sufrido reveses que yo no era capaz de imaginar. Advertí lo cruel que había sido cuando le decía que él no tenía preocupaciones. Vaya si las tenía, y quizá más grandes que las mías.
Había un vínculo misterioso entre todo aquel material sobre la adopción que había acumulado y el descubrimiento de «lo que no». Quizá, pensé, había estado reuniendo documentación para trabajar en una cosa creyendo que estaba trabajando en otra. Esa noche, me desperté a las cuatro de la madrugada y comencé a escribir un cuento titulado Nadie.
El tercer encuentro entre Luz Acaso y Alvaro Abril empezó como los dos primeros. Él salió a
recibirla al vestíbulo de Talleres Literarios y la acompañó hasta el despacho dudando si debía ir delante o detrás. Ella se sentó y se desabrochó el abrigo sin llegar a quitárselo. Llevaba un jersey muy parecido al del día anterior, aunque de color malva, y una falda de tela cuyo borde quedaba por debajo de las rodillas incluso al sentarse. Alvaro abrió el cuaderno y cuando consideró que ella estaba preparada encendió el magnetofón. Luz Acaso tosió, se ruborizó un poco y comenzó a hablar:
– Quizá debería comenzar diciendo que ayer también mentí al decir que cuando era adolescente había tenido un hijo. Acababa de oír por la radio, en el coche, un programa sobre adopciones y me impresionó tanto que hice mío el problema de esas pobres mujeres a las que les arrebataron el bebé nada más nacer. Pero se trataba de una mentira que no era una mentira, porque mientras la contaba era verdad. ¿Puede usted entender esto, que una cosa sea al mismo tiempo mentira y verdad?
– Sí, creo que sí -pronunció, turbado, Alvaro Abril, al tiempo que desviaba la mirada del cuerpo de Luz Acaso, cuyos senos acababa de descubrir. El día anterior había descubierto sus clavículas. Parecía que se le revelaba por partes, aunque siempre se le hubiera presentado entera.
– De hecho -continuó ella-, en el mismo instante de mentir recordé perfectamente el día en el que había entrado en el sanatorio con el bebé en el vientre y una maleta pequeña, que me había preparado mi madre a toda prisa. Rompí aguas de noche, una semana antes de salir de cuentas, y mis padres se asustaron muchísimo. En tales circunstancias, se suele pedir ayuda a los vecinos, pero ningún vecino sabía que yo estaba embarazada, porque se lo habíamos ocultado a todo el mundo. Un embarazo en una cría de quince años era en mi medio una vergüenza. Hasta el último mes llevé una faja que me disimulaba el vientre y trajes ceñidos que quizá perjudicaron al bebé. Yo tenía la obsesión de no dañar al niño, y mi madre la de que no se me notara. Pedimos un taxi por teléfono y bajamos clandestinamente las escaleras. Mis padres estaban más preocupados por la posibilidad de que nos tropezáramos con un vecino que con que al bebé o a mí nos sucediera algo. Fuimos a un sanatorio de monjas que hay en Príncipe de Vergara, donde ya estaba todo pactado para que le entregaran el niño, o la niña, nada más nacer, a un matrimonio del que no sabíamos nada. Sólo nos aseguraron que eran personas acomodadas y de formación religiosa. El matrimonio receptor ignoraba también quién era la madre. Lo hacían así para que en el futuro no hubiera la mínima posibilidad de que nos encontráramos. Perdone, ¿me podría conseguir un poco de agua?
Alvaro Abril detuvo el magnetofón, se levantó y salió del despacho. Me contó que llegó a la cocina de Talleres Literarios y se sentó, trastornado, en una banqueta. El día anterior, cuando ella había dicho que él, atendiendo a su edad, podía ser su hijo, había fantaseado con esa posibilidad, a la que ahora tenía que añadir la de no serlo, o quizá la de serlo y no serlo simultáneamente, pues cómo saber cuándo aquella mujer decía la verdad y cuándo no.
Llenó, confuso, un vaso de agua y lo llevó al despacho. Luz Acaso no había cambiado de postura, aunque tenía los ojos algo enrojecidos. Tal vez, pensó Alvaro, le había hecho salir a por el agua para no llorar delante de él. Tomó dos sorbos y continuó hablando:
– Antes de entrar al paritorio, estuve en una habitación, con goteo, para que dilatara, porque no dilataba. Mi madre estaba a mi lado. Le pedí que nos quedáramos con el niño, pero ella se mostró inflexible, aunque luego se conmovió un poco y dijo que, si lo hubiéramos pensado antes, tal vez podríamos haber fingido que era de ella. Se trataba de una práctica habitual también por aquellos días. Cuando una chica joven se quedaba embarazada, la madre iba poniéndose cosas alrededor del vientre, fingiendo un embarazo. Cuando llegaba el momento, madre e hija se iban al sanatorio y regresaban como si lo hubiera tenido la madre. La verdadera madre se convertía en hermana. Hay muchos casos así, por lo visto, de gente que es hija de su abuela y hermana de su madre. Pero me dijo que ya no estábamos a tiempo. Luego a mí me dieron los dolores y no pude continuar defendiendo mi derecho a quedarme con el bebé.
Luz Acaso se llevó el vaso de agua a la boca y bebió otros dos sorbos. Me contó Alvaro Abril que, al adelantar el brazo hacia el borde de la mesa, el jersey se le había ceñido al cuerpo proporcionándole una visión de sus pechos que le había hecho daño.
– ¿Qué clase de daño? -pregunté.
– Un daño remoto -dijo él-, como ese daño infantil que procede de lo más hondo del pasillo y sabes que te está destinado. Este daño procedía de lo más profundo de mi biografía y avanzaba hacia el presente desde la oscuridad aquella. Yo era como un niño detrás de las cortinas, con la mirada clavada en ese dolor del que me estaba enamorando.
Me habló también de las clavículas. Estaba obsesionado con las clavículas de Luz Acaso, porque le parecían de una fragilidad extrema. Fue descubriendo su cuerpo, en fin, como se descubre una ciudad extranjera en la que sin embargo tienes la impresión de haber estado alguna vez. Aquel día, el tercero, Luz continuó contándole el regreso a la casa, sin el niño:
– Estuve tres días en el sanatorio -dijo- recuperándome del parto. Luego hicimos la maleta y regresamos a casa. Yo me sentía hueca, no vacía, sino hueca. Durante más de un mes no salí de la habitación. Dejé de estudiar. Me asomaba a la ventana, veía pasar por debajo a las chicas de mi edad y comprendía que yo tenía un siglo más que todas ellas juntas. Pensé que mi vida, a partir de entonces, no consistiría más que en esperar a que la casualidad me devolviera a mi hijo, o a mi hija. Empecé a salir. Iba a los parques y miraba a los hijos de la otras mujeres diciéndome éste podría ser, éste no. Esta sí, esta otra no. Perdone, pero no puedo continuar.
A estas alturas, Alvaro Abril ya no sabía si lo que le contaba Luz Acaso era verdad o no, de modo que no pudo reprimirse y preguntó:
– ¿Pero la historia del embarazo es cierta o no?
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