Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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Bajo el aparador está sentada una mujer de cabellera leonada y unos treinta y cinco años de edad, tras uno de esos escritorios de metal que tanto proliferan y ante el cual hay un par de sillas, de aquellas que también abundan. Está maquillada impecablemente y lleva un corpiño sin tirantes que deja al descubierto dos hombros tersos y bronceados. Sin duda, fue modelo en otro tiempo y ahora la han traído aquí para causar una primera impresión positiva. Y barata, puesto que ya no está en su época de esplendor.

¿Qué pintan las biografías de un luchador de izquierdas y un político como Stefanakos en este ambiente? Prefiero mil veces al barbudo Sarantidis y el caos de su editorial. A menos que ya se haya mudado al despacho que anhelaba y se haya convertido en algo parecido a esto.

– Dígame -suena la voz grave de la mujer de cabellera leonada.

– Comisario Jaritos. Quisiera hablar con el encargado de publicaciones.

No se digna contestarme. Descuelga el auricular y marca el número de una extensión interior.

– Está aquí el señor… -Ya se ha olvidado de mi nombre y se vuelve hacia mí-. ¿Cómo ha dicho que se llama?

– Jaritos… Comisario…

– Está aquí el señor Jaritos, comisario, y quiere hablar con el señor Yóldasis. -Supongo que su interlocutor la reprende, porque agrega en tono conciliador-: Vale… vale… Enseguida lo hago pasar.

Cuelga el auricular y le echa una mirada de odio. Luego me mira a mí.

– La tercera puerta a la derecha -dice y señala al fondo del pasillo.

La antesala a la que conduce la tercera puerta a la derecha es idéntica a la recepción. La secretaria se pone en pie de golpe al reparar en mi presencia.

– Adelante, señor comisario. El señor Yóldasis le recibirá enseguida.

Abre una puerta a su lado para dejarme pasar. El cincuentón sentado tras el escritorio es alto y delgado, y su nariz picuda casi le llega a los labios. Luce un conjunto de tonalidades azules; el pantalón, oscuro, y la camiseta, azul cielo.

– Adelante, señor comisario -repite afablemente-. Tome asiento, por favor.

El despacho dispone de aire acondicionado, y siento que el sudor se me hiela en la espalda. Después de cumplir con las formalidades -él me ofrece café y yo rehúso cortésmente- entra en materia y me pregunta con cordialidad:

– ¿En qué puedo ayudarle, señor comisario?

– Quisiera hacerle algunas preguntas relacionadas con la biografía de Lukás Stefanakos. -Su expresión se altera de repente, de modo que me apresuro a tranquilizarle-: No tiene por qué preocuparse.

– No me preocupo -replica con calma-. Sencillamente, no comprendo qué relación puede haber entre la biografía de Stefanakos y su suicidio. -De repente, como por iluminación divina, él mismo encuentra la respuesta-: Ya entiendo. Después del suicidio de aquel… contratista, se publicó su biografía, escrita por el mismo autor.

– Precisamente. Quisiera saber cómo y cuándo llegó a sus manos la biografía de Stefanakos.

– Llegó por correo, de esto estoy seguro. No recuerdo exactamente cuándo pero puedo preguntárselo a Yota, que supervisó la edición.

Levanta el auricular y pide a su secretaria que localice a Yota. Poco después entra en el despacho una muchacha de veinticinco años escasos, que tiene de todo un poco: es un poco bajita, un poco gordita y un poco bizca.

– Oye -le dice Yóldasis sin rodeos-, ¿te acuerdas de cuándo nos llegó la copia de la biografía de Stefanakos?

– Hace unos tres meses y medio -contesta la muchacha sin vacilar.

Más o menos por las mismas fechas en que Sarantidis recibió la biografía de Favieros.

– El señor Yóldasis me ha dicho que llegó por correo. ¿Recuerdas si había algo más en el sobre?

– Sí, una carta.

– ¿Qué carta?

– Puedo traérsela. La he guardado.

– Una joven muy inteligente -afirma Yóldasis cuando ella se marcha-. Imagínese, a mí se me había olvidado por completo la biografía de Stefanakos. Fue Yota quien me la trajo a la memoria.

Yota reaparece al poco rato con la carta y me la entrega. La sujeto por una esquina y la examino. Está escrita por ordenador y en ella no constan dirección ni teléfono. Lo único que aparece, debajo de la firma, es el nombre: Minás Logarás. El contenido se aproxima bastante al de la carta dirigida a Sarantidis.

– ¿Puedo llevármela? -pregunto a Yóldasis. No es probable que después de tanto tiempo y de haber pasado por tantas manos, presente aún huellas dactilares, pero a veces se producen milagros.

– Desde luego. Aunque debo pedirle que me la devuelva. Es la única prueba de que recibí el manuscrito por vía legal. Y si ese Logarás apareciera en algún momento… Ya me entiende.

– ¿Qué quiere decir? ¿No hay un contrato? -inquiero extrañado.

– No. Logarás no volvió a dar señales de vida, y el libro se me borró por completo de la mente, como ya le he contado. Yota se acordó, el día siguiente al suicidio. A partir de ese momento, empezó una carrera contrarreloj. Tuve que pagar una fortuna a la imprenta para que sacaran el libro en cinco días. -Calla y sonríe con satisfacción-: Aunque valió la pena.

– ¿Han publicado la biografía sin haber firmado un contrato?

Yóldasis se encoge de hombros.

– ¿Cómo iba a localizar a Logarás, si no me proporcionó su dirección ni su teléfono? Si se presenta, le pagaré sus derechos de autor. Aunque seguro que no se presenta -concluye con convicción.

– ¿Por qué está tan seguro?

– Después de la conmoción provocada por el suicidio de Stefanakos, si hubiese querido, ya habría venido a reclamar lo suyo. Si no lo ha hecho hasta ahora, es porque no piensa hacerlo. Con lo que me he ahorrado en derechos de autor, he cubierto el elevado coste de la edición del libro y obtenido un pequeño margen. -Está entusiasmado con su chollo y no lo disimula.

– ¿Por qué no aparece, según su opinión? ¿Por qué está dejando de ganar tanto dinero? -le pregunto con la esperanza de que me dé alguna respuesta que todavía no se me haya ocurrido a mí.

Yóldasis vuelve a encogerse de hombros.

– No lo sé, aunque me lo imagino. Sin duda el nombre Logarás es un seudónimo.

– Hasta ahí llego yo también. ¿Qué más?

– El hombre puede haber muerto entretanto, está dos metros bajo tierra y nadie sospecha que escribió dos biografías que se venden como churros.

Le conviene pensar así, porque sería la manera de ahorrarse las regalías para siempre. Si Adrianí estuviera aquí, ya habría sacado sus conclusiones: un hombre con una nariz tan larga y puntiaguda ha de ser pesetero y tacaño por fuerza.

Sé que su teoría está equivocada, ya que, en el caso de Sarantidis, se firmó un contrato y se facilitó una dirección falsa, pero no abro la boca. ¿Para qué preocuparlo si, de todas formas, Logarás no va a aparecer? Empiezo a comprender su manera de pensar, aunque ignoro en qué puede beneficiarme. En el caso de Favieros, su primera biografía, quiso cerciorarse, en la medida de lo posible, de que realmente saldría a la luz. Por eso firmó el contrato y consignó una dirección falsa. En el caso de Stefanakos, sin embargo, no movió un dedo; estaba convencido de que Yóldasis, animado por el éxito editorial de Sarantidis, publicaría la biografía de inmediato. Eso explica que enviase la segunda biografía a Europublishers, una editorial que publica cualquier cosa que caiga en sus manos, siempre que huela a dinero.

A Logarás le traen sin cuidado los derechos de autor. Por alguna razón, quería publicar las biografías a toda costa. Ojalá conociera sus motivaciones, pero lo cierto es que no se me ocurre ninguna.

– Le haré una última pregunta -digo a Yóldasis-. Sin duda, ya sabe que Ediciones Sarantidis publicó la biografía de Iásonas Favieros después del suicidio.

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