Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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Me lanza una mirada de tristeza fingida.

– Nunca le han importado mis asuntos -se lamenta-. ¿Ha olvidado que estaba prometida con un contratista?

Es cierto, se me había borrado de la mente el contratista que edificaba ilegalmente en Diónisos. Después de prometerse con Kula, empezó a invocar el nombre de Guikas cada vez que tenía problemas con la policía. Guikas se enteró, amenazó a Kula con transferirla, y ella le dio calabazas al contratista.

– ¿Cómo crees que debemos proceder, tú que sabes tanto? -pregunto.

– Deje que dé una vuelta por el barrio y mañana se lo cuento -propone tímidamente.

– ¿Por qué? ¿Qué es esto que quieres averiguar a solas y no podemos investigar juntos?

– A esa hora sólo hay mujeres en las casas. Y las mujeres se abren más a otras mujeres.

No estoy convencido de que obtenga mejores resultados sola pero leo en sus ojos sus ansias por probar, de modo que decido aceptar. A fin de cuentas, si fracasa, siempre resta la posibilidad de regresar mañana y completar la investigación discretamente.

– De acuerdo.

– Gracias -dice y su cara resplandece.

Me acompaña hasta el Mirafiori para recoger sus cosas. En el momento de despedirse, se agacha y me estampa un beso en la mejilla.

– ¡Ya hemos terminado! Ahora no somos padre e hija -le recuerdo para tomarle el pelo.

– Usted es el único colega masculino que no me cree útil sólo para archivar papeles y preparar cafés -contesta muy seria.

La contemplo mientras se aleja a paso ligero y arranco el motor del Mirafiori.

Capítulo 18

Desde la tarde al calor se ha añadido la humedad, y la ropa se nos pega al cuerpo como un sello de correos. Fanis pasa a recogernos a las nueve para salir en busca de un poco de frescor, y terminamos en la terraza de la Taberna del Tío Zanasis, en una plazoleta interior, paralela a la avenida de Pendeli. La descubrió hace apenas unos días con unos amigos y la encontró muy fresca. No se equivoca, porque a ratos sopla una brisa muy agradable. Por lo demás, es una de tantas viejas tabernas griegas, donde todavía sirven platos de verdura, judías pintas y crema de garbanzos.

A Adrianí las judías le parecen «un poco» crudas, la crema de garbanzos «un poco» aguada y las hamburguesas, que ha pedido como plato principal, «un poco» duras. Añade la coletilla «un poco» en todo momento para paliar la aspereza de sus quejas y no ofender a Fanis, que nos ha invitado. Él, sin embargo, ya la conoce y se divierte con sus críticas.

– Te he traído aquí por el fresco de la terraza, señora Adrianí. ¡Ya sé que tu cocina es de un nivel superior!

– Aunque, comparado con las asquerosidades con que quieren alimentarnos hoy en día, esta comida, al menos, resulta comestible -asevera Adrianí, siempre generosa cuando su autoridad queda reconocida.

– Y comparado con el horno en que se ha convertido nuestra casa, este lugar es el paraíso -agrego, porque no me gusta rizar el rizo.

– Por la tarde da el sol, y la casa arde -explica Adrianí.

– ¿Por qué no instaláis aire acondicionado?

– No lo soporto, Fanis. Reseca el aire y me hace toser.

– Estás hablando de los aparatos viejos. Los nuevos no causan estos problemas.

– Díselo tú, porque a mí no me cree -comento.

Adrianí no me hace caso y se dirige a Fanis:

– Sería tirar el dinero, hijo mío. Yo me arreglo muy bien con el ventilador. En cuanto a Costas, él ha vuelto a las andadas y se pasa el día en la calle. ¿Qué opinas? ¿Instalamos aire acondicionado en ese cacharro que conduce?

El calor me crispa los nervios, y cualquier pretexto me viene bien para desfogarme, pero me lo impide el barullo que, de repente, se desata entre los comensales, que se levantan de las mesas de la terraza y entran corriendo en el establecimiento. Nosotros miramos alrededor sin entender qué está ocurriendo.

– Oye, ¿qué ha pasado? -pregunta Fanis a un camarero que se acerca cargado con una bandeja y tropieza con nuestra mesa, porque camina con la cabeza vuelta al interior de la taberna.

– Stefanakos se ha suicidado.

– ¿Quién? ¿El diputado? -inquiero.

– Sí.

– ¿Cuándo?

– Hace un momento. En la televisión. Mientras le hacían una entrevista. ¡Igual que aquel contratista! ¿Cómo se llamaba?

Ya no recuerda el nombre de Favieros aunque ahora, gracias a Stefanakos, también él será rescatado del olvido. Porque, al igual que él, Lukás Stefanakos pertenecía a la generación de la Politécnica y tenía un largo historial de torturas sufridas en los calabozos de la policía militar. Sin embargo, él había permanecido fiel a la política, no se había pasado al sector empresarial y había llegado a ser uno de los diputados con mayor índice de popularidad. Cada mañana salía por la radio, cada noche, por la televisión y, entre una cosa y otra, acudía a sesiones en el Parlamento, donde todos lo temían, porque denunciaba sin rodeos los desmanes de todos los partidos, incluido el suyo. Hasta yo sabía que era el candidato más firme para suceder al actual presidente de su partido.

Las mesas han quedado prácticamente vacías y todo el mundo se ha agolpado dentro de la taberna, donde hay un televisor encendido en lo alto de la pared.

– ¿Vamos a ver qué dicen? -propone Fanis.

– Prefiero verlo en casa, tranquilamente.

– Voy a pagar, porque no habrá camarero que se acuerde de traer la cuenta.

A diferencia de los carriles de subida de la avenida de Pendeli, los de bajada están vacíos, y sólo esporádicamente encontramos algún coche. Fanis hace ademán de encender la radio, pero lo detengo. Quiero ver la escena en la televisión sin haber oído antes las descripciones radiofónicas.

Delante de las tiendas que venden televisores en la plaza Duru se ha congregado una multitud que goza contemplando la misma imagen multiplicada por veinte en las diversas pantallas.

– ¿Crees que guarda alguna relación con el suicidio de Favieros? -pregunta Fanis.

– Aún no sé cómo se ha suicidado ni cuáles han sido sus últimas palabras pero, a primera vista, eso parece.

– ¿Qué puede mover a un político tan popular como Stefanakos a suicidarse?

– ¿Qué fue lo que movió a Favieros?

– Tienes razón -admite Fanis. Voy sentado a su lado, mientras que Adrianí viaja en el asiento trasero. Fanis me echa una mirada de soslayo mientras conduce-: ¿No has descubierto nada relacionado con Favieros?

– Nada sustancial.

– ¿Ni siquiera en su biografía?

– Contiene alguna que otra alusión a una faceta turbia de su vida profesional, pero es muy pronto para saber si fue ésta la causa de su suicidio.

– Si queréis mi opinión -tercia Adrianí desde el asiento posterior-, la tele está detrás de todo esto.

– ¿A qué te refieres? -se extraña Fanis.

– ¿Has contado cuántos anuncios ponen cada vez que emiten la escena del suicidio? Y eso sin contar la publicidad durante los debates y demás programas informativos.

Me vuelvo hacia ella, estupefacto.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Que la emisora los obliga a suicidarse para aumentar sus índices de audiencia? Para empezar: ¿cómo sabes que Stefanakos se ha quitado la vida en los mismos estudios?

– Espera y lo verás -responde sin inmutarse.

– ¿Y cómo crees que los convence? -pregunta Fanis-. ¿Con dinero? Ninguno de los dos iba escaso de fondos.

– No sé cómo, pero puedo decirte una cosa: muchos han despreciado el dinero; la fama, nadie -afirma Adrianí y nos deja sin palabras.

Interrumpo la conversación porque me resultaría imposible convencerla de lo contrario. Es recelosa de nacimiento. Cuando me suben el sueldo, está convencida de que me correspondía un aumento mayor. Cuando lee en los periódicos que el Metro estará terminado para las Olimpiadas, no le cabe duda de que, para agilizar el proceso, los contratistas han dejado de colocar la mitad de los pilares y que la obra se vendrá abajo en menos de tres meses. Si le comunico que se ha resuelto el conflicto de Chipre, sonríe y replica que, sin duda, los turcos untaron al primer ministro para conseguirlo. Lo que no entiendo es cómo puede el Cuerpo aceptar a hombres como Yanutsos cuando el país dispone de tamaña reserva de suspicacia.

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