Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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El Mirafiori está aparcado a pleno sol. El asiento me recuerda la cazuela ardiente donde mi madre me sentaba para que se me pasara el estreñimiento. Al tocar el volante me abraso y lo suelto de golpe. El Mirafiori se desliza cuesta abajo sin control hacia el Toyota aparcado delante. ¡Verano de mierda!

Capítulo 17

La agencia inmobiliaria Georgios Iliacos que anotó Jorafás se encuentra en la plaza Pantazopulu, detrás de la estación del Peloponeso. Bajo por la calle Juliano con Kula en el asiento del copiloto. La llevo conmigo porque quizás haya que investigar un poco la zona después de hablar con el agente. El calor se ha propuesto fundir los metales; la nube de contaminación, mandarnos a todos al hospital; y el polvo, destrozar mi garganta a fuerza de toser.

Al enfilar la calle Diligianni, Kula, que hasta el momento había permanecido callada, se vuelve hacia mí y me pregunta:

– ¿Cómo nos presentaremos al agente, señor Jaritos?

– Como policías. ¿Como qué, si no? ¿Como novios?

– No. Como padre e hija.

Me pilla por sorpresa y desacelero bruscamente. El conductor de atrás pita como un endemoniado, da gas a fondo y, en el momento de adelantar, me dedica un corte de manga desde detrás de la ventanilla cerrada, porque conduce un Toyota reluciente y con aire acondicionado.

– ¿Cómo se te ha ocurrido esto? Casi nos matamos -le reprocho.

– Si podemos parar en algún lugar, se lo explicaré.

Giro el volante a la derecha y aparco entre un autocar de Novi Sand y otro de Prístina.

– Te escucho…

– Vamos a hablar con el agente porque usted cree que hay algo sospechoso, ¿no es cierto?

– Sí.

– ¿Por qué iba a sincerarse el agente con dos polis que, además, lo visitan a título extraoficial? -Hace una pausa en espera de mi contestación. Como no se me ocurre ninguna, prosigue-: Imagínese ahora, por un momento, que somos padre e hija. Usted tiene un pisito aquí, en el barrio. Quiere venderlo, poner algo más de su bolsillo y comprarme un piso mejor, en un barrio más apropiado. El tipo verá al padre, verá a la hija, se olerá el negocio y se le soltará la lengua enseguida.

Su idea es simple, razonable y, con toda probabilidad, dará resultado.

– Bien pensado -la felicito, riendo-. Pero nos falta el piso.

– Mi tía, la hermana de mi padre, tenía un piso un poco más abajo, en la calle Monís Arkadíu. A decir verdad, no sé qué ha sido de él, pero tampoco lo sabrá el agente.

Tiene respuesta para todo y no me queda más que mostrarme de acuerdo. Dejamos la calle Siraku, tomamos Pantazopulu y rodeamos la plaza. Encontramos la agencia inmobiliaria poco antes de completar la vuelta, en la primera planta de un pequeño bloque de pisos.

El despacho ocupa dos habitaciones contiguas, separadas por una puerta corredera. Frente a la entrada está sentada una muchacha joven, incolora e inodora, que masca chicle y ordena el contenido de una carpeta. En la habitación contigua, un tipo de unos treinta y cinco, con camiseta de algodón, pantalón de lino y la cabeza afeitada contempla absorto la pantalla de un ordenador. Antes nos rapaban la cabeza cuando íbamos a la mili. Ahora nos la rasuramos después de licenciarnos. Reina un ambiente asfixiante, a pesar de los ventiladores de techo que giran en ambas estancias.

– Pasen -nos invita la muchacha, que interrumpe su trabajo con la carpeta pero no deja de masticar el chicle.

– Quisiéramos hablar con el señor Iliacos.

– El señor Iliacos se ha retirado del negocio -interviene el tipo, sonriente. Luego se levanta de su asiento y nos tiende la mano-: Megaritis. ¿En qué puedo servirles?

– Se trata de un inmueble… -empiezo a decir.

– ¿Les apetece un café? -Me corta bruscamente, como si hubiese pasado por alto algo muy importante-. Hay soluble…, café griego… Un frappé sería lo más adecuado para este calor.

Yo me niego amablemente pero Kula acepta el convite.

– Un frappé con poco azúcar y leche estaría bien, gracias.

La miro de reojo. Se ha sentado con las piernas juntas y una sonrisa ingenua en los labios, como una virgen recatada e intimidada por la presencia de su padre. La secretaria se levanta con pereza y desaparece tras una puerta que sin duda conduce a la cocina.

– Se trata de un piso -vuelvo a empezar-. Me gustaría venderlo y comprar algo mejor para… Kula, en otro barrio.

Al oír la palabra «vender», Megaritis sacude la cabeza con aire fatalista y exhala un suspiro, como si no habláramos del deterioro del barrio de Sepolia sino de la caída del Imperio bizantino.

– ¿Dónde se encuentra el piso, exactamente?

– En Monís Arkadíu -tercia Kula, temerosa de que se me haya olvidado la dirección-. Es un piso de tres habitaciones, de unos ochenta y cinco metros cuadrados.

Megaritis adopta la expresión de alguien que va a decir algo muy desagradable y no sabe cómo dulcificarlo.

– En este barrio, señor mío, se está viviendo una auténtica tragedia. Gente humilde, hombres de familia, que en su momento consiguieron con mucho esfuerzo construir una casita o comprar un pisito, ahora ven que su valor cae en picado y venden a cualquier precio, porque hay una invasión de salvajes que ahuyentan a las personas de bien.

Mira por dónde, digo para mis adentros. En las obras, Favieros se erigía en el defensor de los refugiados y los extranjeros, mientras que sus empleados de las agencias inmobiliarias añoran los viejos barrios y las callecitas estrechas y maldicen a los inmigrantes, que han echado a perder nuestro sueño.

– Si los venden, significa que encuentran compradores -observa Kula.

– Al precio al que venden, cualquiera está dispuesto a comprar.

– ¿Y de qué orden son esos precios? -pregunta Kula.

Megaritis suspira de nuevo.

– Me da vergüenza decírselo… Me da vergüenza.

– Díganoslo -insisto-. Así compartiremos la vergüenza.

– ¿En Monís Arkadíu, ha dicho? ¿Es un piso o una casa?

– Un piso.

– ¿De cuántos metros cuadrados?

– Ochenta y cinco. Tres habitaciones.

– Veamos. -Reflexiona un poco. Luego se dirige a mí-: Con mucha suerte conseguirá unos veintiséis mil euros -calcula-. Aunque lo más seguro es que le den veintitrés mil…

– ¡Qué me dice, señor mío! -Kula se levanta de un salto y casi derrama su café frappé -. ¡Eso es lo que cuesta un permiso de ampliación de la superficie edificable!

Está fuera de sí, como si realmente quisiera vender un piso. Asiento con la cabeza mientras intento disimular mi sorpresa ante su reacción. Megaritis sonríe con tristeza.

– Los buenos tiempos han pasado, señorita. Ya a nadie le interesa ampliar la superficie edificable en estos barrios. Por eso la gente vende a cualquier precio. -Toma una tarjeta del escritorio y me la da con actitud apesadumbrada-. Qué más puedo decir… Piénsenlo y, si se deciden, aquí nos encontrarán… Llámenme para que vaya a ver el piso y me entreguen las llaves…

La piel de plátano nos la tira en la puerta, en el momento en que nos despedimos.

– Sea como fuere, les aconsejo que se den prisa. Los precios bajan día a día. Hoy el piso vale entre veintitrés y veintiséis mil euros, mañana podría valer veinte mil.

Kula no se digna mirarlo siquiera. Yo me muestro más conciliador.

– De acuerdo, nos lo pensaremos y, en todo caso, ya le llamaremos.

– ¡Habrase visto! ¡Es una estafa! -estalla Kula ya en la calle-. ¡Veintiséis mil euros! ¡Con veintiséis mil euros no compras ni un estudio!

Me quedo parado en la acera, con la vista fija en ella. Ahora que hemos salido de la agencia, manifiesto abiertamente mi asombro.

– ¿Cómo sabes tanto de precios de inmuebles, superficies edificables y demás?

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