Petros Márkaris - Defensa cerrada

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El rico empresario Dinos Kustas, conocida figura de la noche ateniense y propietario de un lujoso restaurante y varios clubs nocturnos, es asesinado de madrugada.
Todo apunta a que ha sido víctima de un ajuste de cuentas de la mafia. Sin embargo, para el comisario Kostas Jaritos algo no encaja: cuatro disparos hechos casi a ciegas no parecen obra de un profesional. Cínico, escéptico y obstinado, el investigador recorre las calles de Atenas, corroída por los intereses internacionales y la delincuencia, en busca de respuestas.
Desde los bajos fondos hasta las altas esferas, Jaritos se adentrará en el lado más sórdido de la Grecia contemporánea, al tiempo que desvela un oscuro entramado de blanqueo de dinero y corrupción.

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Lo suelta todo de carrerilla y vuelve a sentarse, jadeando. Ni una palabra de las denuncias, las noches en comisaría y las escenas que le montaba. Y su mujer, tal como la recuerdo, jugosa y entrada en carnes, seguramente estará más feliz con un mayorista del gremio.

– Son cosas que pasan -digo para consolarlo y ganarme su simpatía.

– ¿A ti te ha pasado?

– No, gracias a Dios.

– Entonces no me vengas con monsergas -replica en tono agresivo.

Nuestra conversación va por mal derrotero y me apresuro a entrar en materia.

– He venido para hacerte una pregunta. ¿Recuerdas que, unas noches antes de nuestro encuentro en la comisaría, habías denunciado a un tipo que había aparcado en doble fila y te impedía pasar? Creo que incluso llegasteis a las manos.

– Ah, ése -dice con indiferencia-. Al final retiré la denuncia. Desde que Fofó me abandonó, no tengo ganas de meterme en líos con los tribunales.

– Cuando al salir de la comisaría fuiste a la calle Anexartisías para recoger tu coche, ¿viste por casualidad a dos hombres con una moto Yamaha?

– ¿De qué me estás hablando? Yo estaba a punto de asesinar a alguien y tú preguntas si me fijé en dos tíos con una Yamaha.

– A veces, al cabo de un tiempo, nos acordamos de cosas a las que en un principio no prestamos atención. ¿Te suena esta cara? -Le muestro el retrato robot del hombre de cabello blanco.

Apenas le echa un vistazo.

– Si ni siquiera me acuerdo de cómo entré en el coche, ¿cómo iba a fijarme en este idiota?

Mi próxima pregunta no le va a gustar, pero no me queda más remedio que hacerla, porque su mujer podría haber visto la Yamaha.

– ¿Dónde vive ahora tu mujer?

Me fulmina con una mirada siniestra.

– ¿Y yo qué sé? En casa del mayorista, supongo. Pregunta en el mercado.

Lo dice con despecho, pero no es mala idea. El mayorista andará presumiendo de mujer, no será difícil averiguar dónde vive.

Moraítis ha vuelto a hundirse en su depresión. Lo dejo con los recuerdos de su rolliza mujer y de sus rollos con la policía, y me voy.

Para ir de Egaleo a Nea Ionía hay que tomar dos Interal y tres Lexotanil. Son ya las dos de la tarde, y dentro del coche el calor es insoportable. Estoy sudando, pero no quiero abrir las ventanillas para no tragarme toda la contaminación. Aprieto los dientes hasta la avenida de Konstantinopla, pero allí me rindo y acabo bajando las ventanillas. Que sea lo que Dios quiera. Giro a la derecha en la calle San Meletio y entro en la avenida Ionías. Cincuenta metros más allá, me quedo atascado. Busco una vía de escape y la encuentro en la calle Sarandaporu, que me permite llegar a la avenida Iraklíu. El tráfico no está mucho mejor aquí, pero al menos nos movemos un poco. Cuando consigo alcanzar la calle Alatsatón y poner rumbo a Kajramanu, son ya las cuatro menos veinticinco. He tardado una hora y treinta y cinco minutos en llegar aquí.

El taller de ropa infantil de Pródromos Terzís se encuentra en un pequeño local en una planta baja. Las ventanas están divididas en cristales cuadrados enmarcados en hierro, como en las viejas fábricas. En el interior, hay tres bancos de madera y una máquina planchadora. Unas empleadas están usando dos de los bancos como apoyo para empaquetar prendas de ropa. La planchadora permanece mano sobre mano.

– ¿El señor Terzís? -pregunto a una de las chicas.

Señala a un hombre de unos cuarenta y cinco años, que está agachado sobre el tercer banco, en el fondo del local. Junto a él, una pareja contempla las camisas y pantalones infantiles expuestos sobre el banco. A juzgar por el volumen de su cintura, Terzís es un hombre macizo; aunque si se utiliza su barriga como baremo, indudablemente es un hombre gordo. Me recuerda a Aristos antes del disgusto del mayorista. Lleva el pelo rapado al uno y una larga barba, probablemente para conseguir cierto equilibrio estético entre el tronco y la cabeza. Viste una camiseta de algodón y de vez en cuando se pasa la palma de la mano por el cráneo. Debe de temer que le crezca el cabello sin querer.

– ¿El señor Terzís? -pregunto al acercarme.

– Sí.

– Soy el teniente Jaritos. Quisiera hablar con usted de un asunto que no le atañe directamente, aunque tal vez fue testigo presencial.

– Tengo mucho trabajo. ¿Y si habláramos en otro momento?

– Imposible, es urgente.

– Disculpadme, chicos. No tardaré -dice dirigiéndose a la pareja. Luego se vuelve hacia mí y añade-: Acompáñeme.

Abre una puerta en el fondo del local y bajamos al sótano, que hace las veces de almacén. En un rincón está su escritorio y una silla para las visitas, que ahora mismo está ocupada por una bolsa. La dejo en el suelo para sentarme, pero él acude corriendo, la levanta y la deja encima del escritorio.

– Disculpe, pero no quisiera que se ensuciase -dice. Después saca un trapo y empieza a quitar el polvo de la superficie del escritorio.

Me he topado con un quisquilloso, no conseguiré averiguar nada. Mi única esperanza es la mujer de Aristos, que se fugó con el mayorista de carne.

– Señor Terzís, hace un mes, más o menos, estuvo en la comisaría de Jaidari por la denuncia que le puso un tal Moraítis…

– Ah, ese cabrón. -Aún está indignado-. Llevaba unas muestras a un cliente y tuve que dejar el coche en doble fila porque no encontraba aparcamiento. Si alguien toca el claxon, pensé, ya bajaré y quitaré el coche. Pero ese hijo de puta me atacó en cuanto salí a la calle. Estaba muerto de cansancio tras pasear las muestras todo el día arriba y abajo, y aquel cabrón me llevó a comisaría a la una de la madrugada.

– Cuando volvió para recoger su coche, ¿recuerda haber visto una moto Yamaha con dos pasajeros?

Entorna los párpados y trata de recordar.

– No vi ninguna moto -dice al final-. Había dos tipos, pero se metieron en un coche.

– ¿Dónde estaban?

– Los vi al enfilar la calle de Tracia. El coche, creo que era un Opel Corsa, estaba aparcado delante de un colegio. -Mientras hablamos, ha vuelto a limpiar el escritorio y ha vaciado el cenicero tres veces.

– ¿No se fijó en la matrícula?

– No, pero recuerdo el color, verde claro.

– ¿Y los pasajeros?

– Uno de ellos tenía el cabello blanco.

Por fin ha aparecido el protagonista. Dejaron la moto y se largaron en un Opel Corsa de color verde claro. Seguramente estará denunciado como robado, aunque dudo que encontremos huellas dactilares u otro tipo de pruebas en él. Muestro el retrato robot a Terzís.

– ¿Era éste?

Lo mira pero no parece reconocerlo.

– No sé, es posible. Estaba oscuro, sólo le vi el pelo blanco.

– ¿Y el otro hombre? -pregunto con la esperanza de que me describa a Karamitris.

– No era un hombre, sino una mujer.

– ¿Una mujer?

– Sí, señor. Al principio yo también pensé que era un hombre, porque llevaba el cabello muy corto, pero la iluminaron los faros de mi coche al pasar y vi que era una mujer.

Guardo silencio. Terzís me observa extrañado, bayeta en mano.

De repente, me han servido en bandeja la solución de los tres asesinatos.

Capítulo 57

Son ya las siete y media cuando llamamos a la puerta del piso de Niki Kusta, en el número 12 de la calle Fokilidu. Al principio se sorprende al vernos, pero enseguida se echa a reír.

– Cuando no me obliga a ir a Jefatura con dos agentes, teniente, es usted quien viene a mi casa con dos agentes. Pasen.

Nos acompaña a la sala de estar, un espacio decorado con sencillez. Dos sillones, una mesita de cristal y unos cuantos almohadones dispersos por el suelo, para los aficionados a los contorsionismos. En un rincón, un televisor con pantalla negra gigante, de las que muestran al presentador a tamaño natural.

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