Petros Márkaris - Noticias de la noche

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Atenas, años noventa, la presión de los emigrantes, clandestinos o no, de los antiguos países del Este, el dinero fácil, los empresarios del pelotazo, la corrupción policial, el todo vale de algunos medios de comunicación, también la conciencia de una democracia reconquistada después de una dictadura, son el telón de fondo de una historia que se inicia con la muerte a cuchilladas de una pareja de albaneses y continúa con el asesinato de dos reporteras de una popular cadena de televisión.

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Zanasis lo deja caer en la silla. A este paso, dentro de una semana aún no habremos sacado nada en limpio, pienso aburrido. Confesó que los había matado, hasta aquí está claro. Pero eso no significa que sepa algo de las quinientas mil dracmas ni de la furgoneta. Lo más probable es que se trate de un crimen pasional y, durante la investigación nos hemos topado con otra cosa totalmente inconexa. A fin de cuentas, hemos encontrado la pasta pero nada de drogas, ni de armas, ni de objetos robados. Seguro que tenían otro escondite, y que esas historias de Yánnena y Albania son cuentos chinos. Pero vete a saber qué líos se traían entre manos. En cualquier caso, tampoco nos importa. Desde el momento en que están muertos, el caso queda cerrado.

– Dice la verdad, no sabe nada -oigo la voz de Zanasis a mi lado, en el ascensor, como si quisiera confirmar mis pensamientos. Así que él también está de acuerdo, el cretino declarado, y yo me escudo detrás de esta explicación cómoda y me siento aliviado. Ahora sólo me falta rectificar el informe.

Dejo a Zanasis en el tercer piso y subo al quinto. Me quedo mirando la pequeña placa: NIKÓLAOS GUIKAS – DIRECTOR GENERAL DE POLICÍA. La leo hasta diez veces, buscando la manera de recuperar el informe sin levantar sospechas. Al final, esbozo mi mejor sonrisa y abro la puerta.

– Hola, Kula -saludo cálidamente a la maniquí de uniforme sentada a su mesa.

Ella abre el cajón como un rayo para esconder el espejito y las pinzas con las que se estaba depilando las cejas.

– ¡Hola, señor Jaritos! -Deja de lado el desdén de pasarela y me trata amablemente, porque acabo de pillarla in fraganti-. Lo siento pero no puede pasar, el jefe está ocupado -añade con pesadumbre.

– ¿Otra vez? Pobre Kula, me pregunto cómo puedes soportar tanto ajetreo, aquí dentro.

– Qué se le va a hacer, no tengo tiempo ni para pensar.

A punto estoy de decir que ya me doy cuenta, que ni siquiera tiene tiempo para depilarse las cejas, pero me callo.

– No sé qué haríamos sin ti. No hablo sólo de él sino también de nosotros. Todo pasa por tus manos.

– ¿Sabe a qué hora me fui ayer? ¡A las nueve!

– ¿Y si le pido que te transfiera a mi departamento? Podría llevarse a diez de los míos para traerlos aquí, porque desde luego tú vales por diez.

– No me dejaría -responde con una risita de satisfacción.

– Estaría loco si te dejara marchar. ¿Dónde encontraría otra perla como tú? -La mujer se derrite de satisfacción. Me inclino sobre su mesa de trabajo, bajo la voz y le digo en tono conspiratorio-: Kula, ¿me harías un favor?

– Desde luego -responde al instante, porque sigue bajo los efectos del orgasmo y quiere complacerme.

– Me gustaría recuperar el informe que le entregué esta mañana, porque se me olvidó poner un dato. Pero no quiero que se entere.

– Aún está encima de su mesa. Lo recogeré con los demás documentos firmados. Ni siquiera se dará cuenta.

– Espero que no te lo pida mientras lo tenga yo.

– En ese caso le diré que lo he llevado a fotocopiar y lo llamaré a usted para que me lo devuelva. -Me dedica una sonrisa de complicidad y entra en el despacho.

Qué bien, la zorra y la gallina hacen guardia en la misma esquina, pienso para mis adentros. Kula reaparece al cabo de un minuto llevando una pila de documentos en una mano, como si fuera una bandeja. Busca entre ellos con la otra mano, encuentra mi informe y me lo da.

– Eres un tesoro -le digo entusiasmado.

No tengo paciencia para aguantar la tortura del ascensor y bajo por las escaleras.

– ¡No estoy para nadie! -grito a Zanasis, y me encierro en mi despacho.

Me siento y empiezo a hojear el informe. Afortunadamente parece que no lo ha leído, porque no veo ninguna anotación. Ha debido de leer sólo el resumen que le hice para memorizarlo y servírselo a la prensa, dejando el informe para después, como siempre. Llego al final y descubro que hoy es mi día de suerte. En la última hoja no hay más que cinco líneas. Me va a ser fácil reescribirlas, añadiendo al final la información que acabo de recoger. Claro que corro el riesgo de que me pregunte por qué no mencioné las quinientas mil en el resumen, pero en ese caso le diré que para eso le mandé también el informe, donde figuran todos los detalles, y se maldecirá por no haberlo leído cuando debía. Así cosecho puntos positivos y me libro de los negativos. Porque otra de las innovaciones que Guikas trajo del FBI es el point system. Si resuelves un caso satisfactoriamente, ganas puntos positivos; si la cagas, los cosechas negativos. Todo queda anotado en tu hoja de servicio y, cuando se reúne el comité para decidir a quién va a promocionar, estudia las hojas de servicio, cuenta los puntos positivos y los negativos y, al final, cada gobierno nombra a los suyos y tú te quedas en el puesto de siempre, con unos cuantos points de reserva.

Me pongo a redactar la última hoja a ritmo febril para terminar a tiempo, pero de pronto me detengo porque empiezo a obsesionarme con un pensamiento nuevo. La vieja dijo que la chica llevaba un bulto en brazos. Si lo llevaba en brazos, no era demasiado grande. ¿Qué podía haber dentro? ¿Ropa? No encontramos ropa. ¿Joyas, oro, antigüedades? Es lo más probable. ¿De qué otro modo podrían conseguir quinientas mil dracmas esos desgraciados? O bien atracando, o bien haciendo de mensajeros clandestinos. La casucha de la calle Akrita era su zulo. Se quedaban allí hasta entregar la mercancía y cobrar la pasta. Después cambiaban de alojamiento. Esta versión tenía la ventaja de dejar al albanés al margen. Porque si los hubiera matado por el botín, desde luego no habría metido la pasta en la cisterna del váter. No, él no encaja en esta historia, él mató por Pakisé. O sea que el papel del albanés está claro y podemos mandarlo directamente al fiscal. En cuanto al resto, que Guikas lea el informe y decida si quiere proseguir con las investigaciones y a quién se las va a encargar. Yo cobro mis points y me tomo un descanso.

De repente, Karayorgui se clava como una astilla en mis pensamientos. ¿Acaso no empezó todo con ella? ¿Acaso no fue ella quien levantó la liebre con la idea del niño? Desde luego, no hemos encontrado ningún niño, pero la vieja había visto algo parecido a un bulto. ¿Y si no fuera un bulto, sino un bebé envuelto en mantas? ¿Cómo distinguir la diferencia en plena noche?

Llamo a Zanasis por la línea interna y le ordeno que venga a mi despacho. Mientras llega, completo los últimos datos del informe y se lo entrego.

– Llévaselo a Kula y vuelve, te necesito -digo a propósito para ganar un poco de tiempo; he de tomar una decisión.

¿Quién me manda meterme en líos? ¿Por qué no dejo que el caso, suponiendo que haya caso, siga su curso? Miles de veces he puesto el departamento patas arriba y, al final, en lugar de los points de marras he cosechado bofetadas. Por eso nunca he podido acceder a un curso de reciclaje, no ya en el FBI sino ni tan siquiera en algún seminario de la Facultad de Ciencias Políticas.

Zanasis no tarda en volver. Sospecha que pretendo encargarle trabajo y me dirige esa característica mirada que anuncia su cretinismo. «Sé que eres un cretino -le respondo con los ojos-, pero te necesito.»

– Oye, Zanasis -le digo, esta vez en voz alta-, a esa Karayorgui le gustas, ¿no te parece?

No se lo esperaba y se queda desconcertado. Me mira entre sorprendido y aterrorizado.

– ¿Cómo se le ocurre, teniente? -farfulla, porque no se le ocurre qué más decir.

– Te lo pregunto porque he visto algo. Su manera de mirarte, las sonrisas que te dedica. No me digas que no te habías percatado…

– No, se equivoca -responde rápidamente-. ¿Por qué le iba a gustar?

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