– Bueno, William, yo no utilizaría precisamente esas palabras. Desde luego que no. Me gustaría que tuvieras una perspectiva más amplia, que vieras las cosas en su conjunto. -Will no le había oído nunca aquel tono de voz, en ningún momento. Era la voz de un estricto maestro que esperaba ser obedecido. Fuera cual fuese el dispositivo electrónico que habían utilizado en la capilla para distorsionar esa voz, no había servido para enmascarar aquel tono, el de la autoridad del Apóstol-. El cristianismo ha entendido lo que el judaísmo no ha sido capaz de comprender, lo que los judíos se han negado tozudamente a asimilar. ¡No han querido ver lo que tenían ante sus narices! Creían que mientras hubiera en el mundo treinta y seis almas justas todo iría bien. Se consolaron con esa idea, pero no comprendieron su verdadero poder.
– ¿Y cuál es su verdadero poder?
– Pues que si treinta y seis hombres pueden sostener el mundo, entonces ¡lo contrario también debe ser cierto! En el instante en que desaparezcan esos treinta y seis justos, el mundo se vendrá abajo. -William Monroe se volvió y se encaró con su hijo-. ¿Lo ves? Eso no interesaba a los judíos. Para ellos, si el mundo acababa, significaba el final de todo, muerte y destrucción. Sin embargo, el cristianismo nos enseña algo más. ¿No es así, William? ¡Nos enseña algo glorioso e infinito! Solo nosotros hemos sido bendecidos con un conocimiento sagrado: sabemos que el final de este mundo significa el ajuste de cuentas definitivo. Y ahora descubrimos que lo único que debemos hacer para que ocurra, para tener la certeza de que va a suceder, es poner fin a la vida de treinta y seis personas. Si podemos hacerlo antes de que se hayan completado los Diez Días de Penitencia, llegará el Día del Juicio Final. Es tan bello y tan simple como eso.
Will no podía creer que aquellas palabras estuvieran saliendo de boca de su padre. Algo no encajaba, era como si se hubiera convertido en el muñeco de un ventrílocuo loco; pero entonces, con verdadero pavor, Will pensó que quizá aquel era el verdadero William Monroe. Cabía la posibilidad de que el falso fuera el padre que él había conocido. Se obligó a hablar.
– Pero ¿por qué deseas que llegue el Día del Juicio Final? ¿Por qué deseas el ajuste de cuentas definitivo?
– Vamos, William, no te hagas el tonto, cualquier niño que vaya a la iglesia conoce la respuesta. Está todo en el Apocalipsis. El final del mundo significará el retorno de Cristo Redentor.
Will se estremeció, como si aquellas palabras estuvieran dotadas de fuerza física.
– ¿De modo que lo que pretendes es que Jesucristo regrese a este mundo mediante el asesinato de treinta y seis inocentes? -preguntó Will, que era consciente de que un revólver lo apuntaba-. Por si fuera poco, esos hombres no solo eran inocentes, sino seres humanos de una notable bondad. Eso es algo que me consta.
– No me mires como si fuera un vulgar asesino, William. Debes apreciar el genio que hay tras este plan. Solo treinta y seis. Solo hace falta que mueran treinta y seis. Deberías leer las Escrituras, hijo mío. Se da por hecho que millones de personas deberán perder la vida en la batalla de Armagedón, la conflagración final que dará paso al Segundo Advenimiento. Cadáveres apilados, ríos de sangre. «Y las islas habrán quedado sumergidas y no se hallará montaña alguna.»
»Sin embargo, mi plan evita todo esto, abre una nueva vía al paraíso por un camino que no quedará sembrado de esqueletos ni bañado en lágrimas. -Monroe padre cerró los ojos-. Mi plan no es más que un modo pacífico de traer el paraíso a la tierra. Piensa en ello, William. No más sufrimientos, no más derramamientos de sangre; los días del Mesías llegarán mediante el sacrificio de solo treinta y seis almas. Son menos de las que mueren cada minuto en las carreteras de nuestro país, menos de las que fallecen inútilmente en incendios o accidentes ferroviarios. Y estas son muertes gratuitas, no sirven para nada. Sin embargo, las de esos hombres son vidas entregadas a los demás, al resto de la humanidad, y vivirán para siempre en el paraíso. ¿Acaso no es eso exactamente lo que esos hombres justos habrían deseado?
«Además, no han sido asesinatos brutales, William. Cada uno fue realizado con amor y respeto hacia el alma bendita de la víctima. Les inyectamos un anestésico para que no sintieran dolor alguno. Naturalmente, a veces tuvimos que disimular lo que hacíamos y, a veces, eso significó un final algo más violento de lo que nos habría gustado.
Will pensó en Howard Macrae, apuñalado repetidas veces para que su muerte pareciera un ajuste de cuentas entre bandas.
– Pero en todos los casos -prosiguió su padre-, intentamos darles cierta dignidad.
Will recordó la manta con la que habían cubierto el cuerpo de Macrae. La mujer a la que había entrevistado en Brownsville hacía mil años, Rosa, había insistido en que la única persona que podía haber hecho semejante cosa había sido el propio asesino. Rosa tenía razón.
Su padre seguía hablando, esta vez en tono más tranquilo.
– Imagínalo, William. Date la oportunidad. Un mundo sin guerras, un mundo de paz y tranquilidad no solo para hoy o la semana que viene, sino por los tiempos de los tiempos. Y eso podrá hacerse realidad no sacrificando a millones, sino solo a tres docenas de buenas almas. William, ¿no lo harías si estuviera en tu mano? ¿Acaso no deberías hacerlo?
El Apóstol calló y dejó que sus palabras flotaran en el aire durante unos segundos. A Will le zumbaba la cabeza. Todos esos discursos sobre el fin de los días, el Segundo Advenimiento, la redención y el Armagedón lo superaban, lo ahogaban. Una imagen del pasado, surgida de alguna parte, flotó ante sus ojos: tenía seis años y saltaba entre las olas en una playa de los Hamptons cogido de la mano de su padre. Sin embargo, en esos momentos no tenía ninguna mano a la que aferrarse.
Su ser racional le decía que su padre había caído presa de alguna extraña locura. Cuánto tiempo llevaba así era algo que Will ignoraba; puede que desde que había empezado a frecuentar a Jim Johnson en Yale. De todas maneras, era una locura. ¿Una serie de asesinatos por todo el mundo para propiciar el retorno de Jesús? Sí, no cabía duda de que lo era.
Sin embargo, otra voz interior exigía su atención. Sin duda parecía absurdo, pero las pruebas eran difíciles de rebatir. Los hasidim de Crown Heights anhelaban la llegada del Mesías, y lo mismo sucedía con los cristianos de todo el mundo. ¿Acaso tantos millones de personas podían estar equivocadas? Un mundo sin violencia ni enfermedades, un mundo de paz y vida eterna. Su padre era un hombre inteligente y serio, su intelecto era uno de los más formidables que él había conocido jamás; si creía en la verdad de aquella profecía, en que iba a traer el paraíso a este mundo, ¿no era simple arrogancia por su parte insistir en que sabía más que él?
Por otro lado, ya era demasiado tarde para salvar a los hombres justos. Al menos treinta y cinco de ellos estaban muertos. El daño ya había sido hecho. Descifrar los textos antiguos, hallar a aquellos individuos mediante la asignación de un número a cada letra, podía parecer una locura, pero su veracidad había quedado demostrada. Aquellos hombres habían sido sin duda los hombres justos. Él lo había comprobado en persona. ¿Cómo podía estar tan seguro de que se hallaba en lo cierto y de que su padre se equivocaba?
De repente, «Ojos de láser» hizo un gesto a su padre señalándole el reloj e indicándole que se diera prisa.
– Sí, sí -dijo William Monroe-. Mi amigo tiene razón. Nos queda muy poco tiempo. Will, es importante que sepas algo, que entiendas cómo resolví esto, el modo en que descubrí que Beth es la madre del tzaddik .
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