Will tragó saliva. «Igual que Macrae.»
– Y eso parece ser la tendencia común. A veces se trata de un acto de grandes proporciones -Will pensó en el ministro Curtis, de Londres, desviando millones a favor de los pobres-, puede que el tzaddik salve una ciudad de la destrucción. A veces es un pequeño gesto dirigido a una persona concreta: una comida para quien está hambriento, una manta para quien tiene frío. En todos los casos, el tzaddik ha tratado a otro ser humano con generosidad y justicia.
– ¿Y de esa manera incluso un pequeño gesto puede redimir toda una vida?
– Sí, señor Monroe. El tzaddik puede haber vivido una existencia de pecado. Piense en el caso de Chaim el Aguador, que se emborrachaba hasta perder el sentido; sin embargo, esos actos de bondad y justicia cambian el mundo.
– De manera que la bondad no tiene que ver con las normas, no tiene que ver con llevar un cilicio ni con rezar más o menos fervorosamente ni con saberse la Biblia de memoria, sino que tiene que ver con el modo en que tratamos a los demás.
– Bein adam v'adam . Entre hombre y hombre. Ahí es donde reside la bondad y hasta la santidad. No en los cielos, sino en la tierra, en nuestras relaciones con el prójimo. Aunque también significa que debemos ir con cuidado. Debemos tratar a todos los que se cruzan en nuestro camino con el debido respeto porque, a tenor de lo que sabemos, el hombre que conduce un taxi o el que barre las calles podría ser uno de los justos.
– Como planteamiento es bastante igualitarista, ¿verdad?
El rabino sonrió.
– Dar el mismo valor a toda vida humana. Esa es la preocupación principal de la Torá. Eso fue lo que Tova Chaya estudió día tras día en el seminario, y lo que estudió conmigo antes de… -De repente, el rabino pareció muy triste y muy viejo y dejó la frase sin terminar.
Will se sintió culpable, no personalmente -sabía que no era culpable de que TC hubiera abandonado aquel mundo-, sino como representante del mundo moderno. Eso era lo que había deslumbrado a la joven Tova Chaya y la había apartado de las rutinas que habían formado parte de la vida de los judíos durante siglos, ya fuera en la Rusia rural o en Crown Heights: Norteamérica, la modernidad. Manhattan, con sus brillantes rascacielos, K-ROC en la radio, los vaqueros ceñidos, Domino´s Pizza, los éxitos de taquilla en el Cineplex, Gap, la HBO, la revista Glamour, Andy Warhol en el MOMA, patinar por Central Park, las tarjetas de crédito, comprar con solo darle a un botón, la Universidad de Columbia, el sexo fuera del matrimonio. Todo eso era lo que había atraído a TC. ¿Cómo iba a competir con ello el conformismo medieval de los hasidim ? La monotonía de sus vestimentas, la rigidez del calendario, los infinitos límites que se imponían en todo: en lo que uno comía, en lo que uno estudiaba, leía, dibujaba o amaba. No era de extrañar que TC hubiera tenido que escapar.
A pesar de todo, Will sabía que TC había perdido algo al marcharse. Lo podía percibir en la voz del rabino Mandelbaum y lo había visto en los ojos de ella. El mismo lo había experimentado en las pocas horas que había pasado allí antes de que lo detuvieran e interrogaran. Aquel lugar tenía algo que él apenas había conocido, ya fuera durante su infancia en Gran Bretaña o como adulto en Estados Unidos. La palabra más suave para definirlo era «comunidad». La gente fantaseaba a menudo con ella. En su casa, el mito del pueblecito inglés donde todos se conocían seguía ejerciendo un poderoso atractivo, a pesar de que él no lo había comprobado en persona. En Norteamérica, en las urbanizaciones de casas separadas por vallas de madera, a la gente le gustaba pensar que formaban comunidades, pero no tenían lo que Will había visto en Crown Heights.
Allí, las personas se relacionaban unas con otras como una vasta y extensa familia. Un complicado sistema de protección social en el que cada uno aportaba algo a los demás, como si todos echaran mano de un fondo común. Los niños entraban y salían de las casas de todos, y nadie parecía un extraño. TC le había contado que la sensación de claustrofobia que aquella comunidad provocaba podía resultar asfixiante -de hecho, ella había tenido que escapar para poder respirar-, pero también le había descrito una vida cálida y compartida que no había vuelto a vivir.
El rabino Mandelbaum tenía la mirada baja mientras pasaba las hojas de un nuevo libro.
– Hay una cosa más. No sé si puede ser útil o no. Según distintas leyendas, uno de esos treinta y seis hombres justos es aún más especial que los demás.
– ¿De verdad? ¿Especial en qué sentido?
– Uno de los treinta y seis es el Mesías.
Will se inclinó hacia delante.
– ¿El Mesías?
– Si la época lo requiriera, él mismo se revelaría. Eso es lo que dicen los eruditos.
– El candidato -dijo Will en voz baja.
– ¿Le ha hablado ya alguien más de esto?
– TC me contó que en cada generación aparece un candidato para convertirse en el Mesías. Si ahora hubiera llegado la hora mesiánica, ese hombre lo sería. Pero si el momento no es el adecuado, nada ocurre.
– Debemos merecerlo; de otra manera, la oportunidad se pierde.
Casi involuntariamente, Will observó las fotos del Rebbe, que lo miraban desde todos los rincones. A pesar de que llevaba muerto más de dos años, sus ojos seguían brillando.
– Exactamente -dijo el rabino Mandelbaum siguiendo la mirada de Will.
Los dos hombres se observaron.
La puerta se abrió y TC apareció con el móvil en la mano. Estaba pálida, y tenía los ojos vidriosos, como un animal atontado camino del matadero.
Se inclinó sobre Will y le susurró al oído:
– La policía me busca. Me acusan de asesinato.
Lunes, 2. 20 h, Darwin, norte de Australia
La música había cesado, por eso había entrado. Era algo que solía hacer durante su turno, fuera de día o de noche: entrar de puntillas en la habitación para sacar el CD y sustituirlo por otro. La mesita de noche estaba llena de ellos, principalmente de Schubert, los que había dejado la hija del anciano.
Puso el disco. Entonces escuchó el familiar quejido que provenía del cuarto de al lado. Sabía que debía ir sin tardanza, pero le apetecía quedarse un rato con aquel residente, el señor Clark, el hombre que adoraba la música. Djalu solo lo veía despierto una hora o dos cada día; el resto del tiempo, el anciano dormía bajo los efectos de un sedante. Sin embargo, en aquellos minutos de conciencia el señor Clark parecía mejorar por los efectos del sonido de los violines y los violonchelos que salían del CD; sus agrietados labios se abrían como si saborearan las melodías, y a veces, incluso estando profundamente dormido, sus labios parecían repetir el mismo leve movimiento.
Djalu aprovechaba aquellas ocasiones para empapar la pequeña esponja sujeta al extremo del palo con el agua de la mesilla de noche y humedecer los labios del señor Clark. El anciano, de casi ochenta y cinco años, era incapaz de comer o beber sin vomitar, de modo que aquel era el único modo de darle sustento. Al igual que la mayoría de los que estaban allí, se estaba muriendo no por la enfermedad que sufría desde hacía meses, sino por la forzada inanición y deshidratación. Cuando se hacía evidente que el paciente no podía curarse, se permitía que sus órganos se fueran colapsando hasta que al final le llegaba la muerte.
Parecía una forma cruel de dejar morir a una persona. El padre de Djalu denunciaba que se trataba de algo propio de la medicina del hombre blanco, que era todo ciencia y nada de espíritu. A veces, Djalu pensaba que tenía razón. Al fin y al cabo, había visto cosas terribles entre aquellas paredes: mujeres ancianas que yacían en los charcos de sus propios orines, hombres que gritaban durante horas para que alguien los llevara al cuarto de baño. Las enfermeras perdían la paciencia a menudo y gritaban a los residentes que se callaran o los llamaban por sus nombres de pila, como si fueran niños pequeños.
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