Pugachov no había oído nunca un acento como aquel. Era diferente del de la mayoría de los neoyorquinos que conocía, y tardó un momento en comprender lo que le decía. Al final, creyó adivinarlo y metió la mano por detrás de la puerta.
– ¡Eh! ¡Arriba las manos, hombre! ¿No ha oído lo que le he dicho?
– ¡Perdón, perdón! -balbuceó Pugachov-.Yo coger la llave, ¡la llave! -Gesticuló señalando para que el hombre del pasamontañas viera la hilera de ganchos numerados de donde colgaban las copias de las llaves de los apartamentos.
El desconocido lo agarró por la ropa y lo empujó hacia la escalera de servicio. Era tarde, y no había nadie a la vista; pero, aun así, coger el ascensor resultaba demasiado arriesgado. Sus órdenes estaban claras: no debía ser visto.
El encargado abrió la puerta con cuidado y llamó con un débil «Hola» mientras notaba el cañón de la pistola en los riñones.
El hombre de la máscara encendió una linterna en busca de la puerta del dormitorio y empujó a su rehén hacia ella.
– Ábrala.
Pugachov hizo girar el picaporte lentamente, pero el pistolero lo apartó bruscamente y abrió de golpe.
– ¡Todos quietos! -gritó alumbrando la cama con la linterna.
Al no ver a nadie se dio la vuelta intuyendo una emboscada por la espalda. Pero tampoco. Luego, agarrando a Pugachov por las solapas, empezó a abrir las puertas de los armarios sin dejar de apuntarlo con su arma. Cuando llegó a la puerta del cuarto de baño, le propinó una patada y saltó dentro al tiempo que se daba la vuelta para que nadie pudiera sorprenderlo.
Registró el resto del apartamento iluminando cada rincón con la linterna.
– Bueno -dijo-, esta historia tiene su moraleja: hay que confiar en el instinto. El olfato me decía que se habían marchado y así es.
Encendió las luces y empezó a buscar con más ahínco, sin perder de vista a Pugachov. Conectó el ordenador de TC y entró en su buscador de internet, donde localizó el historial de páginas visitadas. Apareció una larga lista de los lugares que TC había consultado recientemente. El pistolero sacó una libreta y un bolígrafo y apuntó las direcciones. Pugachov observó que llevaba gruesos guantes negros de cuero.
A continuación el desconocido se fijó en lo que quedaba de un paquete de Post-it. El de encima estaba en blanco, aun así lo sostuvo contra la luz y vio marcadas las palabras y los números que se habían escrito en la hoja precedente. Le sorprendía que la gente siguiera cometiendo un error tan elemental. Había esperado más de Will Monroe.
A continuación descolgó el teléfono y pulsó el botón de la última llamada. La pantalla indicó: «1-718-217-54771173667 274341». Tantos dígitos solo podían significar una cosa: Monroe había llamado a algún tipo de servicio automatizado, de los que ofrecían una serie de opciones numéricas en lugar de una atención personal. El pistolero anotó el número completo y pulsó «Rellamada».
«Gracias por llamar a Long Island Railroad…»
Después de eso, el resto fue sencillo. No tuvo más que marcar la secuencia numérica que había apuntado. La femenina voz de la máquina le dio los horarios de los siguientes tres trenes que salían de la estación de Pennsylvania en dirección a Bridgehampton, la estación de Sag Harbor. A continuación volvió a iluminar el suelo con la linterna y descubrió un fragmento de papel que se le había pasado por alto. En él se leía: «Proverbio 11. La boca del justo es fuente de vida, pero la violencia callará la de los impíos». Se metió el papel en el bolsillo y se volvió para encararse con Pugachov.
– De acuerdo, amigo. Es hora de largarse -dijo indicando la puerta con el revólver.
Cuando Pugachov dio media vuelta para abrirla quedó de costado con respecto al pistolero y, recordando el entrenamiento recibido en el Ejército Rojo, decidió que era el momento: agarró el brazo del pistolero y se lo retorció en la espalda, forzándolo a tumbarse en el suelo.
La pistola había caído, y Pugachov intentó alcanzarla, pero recibió una patada en los testículos. Se dobló de dolor y notó que un brazo rodeaba su cuello. Intentó contraatacar golpeando con los codos, pero no podía moverse. Lo tenía sujeto, y aquel hombre parecía poseer una fuerza sobrehumana. Notó su aliento en el oído.
De alguna manera, y haciendo un supremo esfuerzo, logró liberar un brazo para intentar golpear a su oponente en la cabeza. No lo consiguió, pero sus dedos se agitaron desesperadamente hasta que al fin hicieron presa en algo. Solo tardó un segundo en darse cuenta de que aquello no era pelo, y con el rabillo del ojo vio lo que estaba sujetando: le había arrancado el pasamontañas al pistolero.
De repente, la presa que lo inmovilizaba lo soltó. Pugachov cayó, jadeando pesadamente. No estaba en forma, ya no era la máquina de matar que había sido en su juventud; su época de militar en Afganistán formaba parte de un remoto pasado. Quizá el enmascarado sabía que Pugachov no era rival para él y se disponía a dejarlo marchar.
– Amigo, me temo que acaba de cometer un grave error.
Pugachov alzó la mirada y se encontró con un hombre mucho más joven de lo esperado. Sin el pasamontañas, vio que sus ojos eran de un color excepcionalmente azul, casi femeninos en su belleza. Parecían arrojar rayos de intensa y brillante luz.
Pero no tuvo mucho tiempo para fijarse en ellos porque su visión quedó pronto oscurecida por la boca de un silenciador que lo apuntaba directamente entre los ojos.
Domingo, 4.14 h, Sag Harbor, Nueva York
Asustada e inmóvil, TC miraba fijamente a Will. EL sonido era demasiado regular para tratarse del crujido de una viga, de la música propia de una vieja casa. No cabía duda: eran pasos. Will cogió el atizador de la chimenea, se llevó un dedo a los labios para indicar a TC que guardara silencio y salió del estudio.
Avanzó de puntillas por el pasillo en dirección hacia la cocina. Parecía que el ruido provenía de allí. Al acercarse oyó un roce, como si el intruso estuviera hojeando papeles. Se acercó un poco más, hasta que pudo distinguir la sombra de un hombre alto. Will notó que su corazón latía alocadamente y que tenía la boca seca.
En un único movimiento, salió del rincón, levantó el atizador y…
– ¡Dios mío, Will! ¿Qué haces?
– ¡Papá!
– ¡Por favor! ¡Qué susto me has dado, hijo! Pensaba que había entrado alguien en la casa -exclamó Monroe padre, que, vestido con su pijama, se dejó caer en la silla más próxima con una mano en el pecho.
– Lo siento, papá, yo no…
– Un momento, Will. Dame un segundo para que recobre el aliento. Espera.
Cuando Will llamó a TC, la sorpresa de su padre fue completa.
– ¿Qué demonios está ocurriendo?
Will se explicó lo mejor que pudo y le relató los acontecimientos de las últimas horas: los mensajes de texto, los proverbios del capítulo 10, su visita a la redacción del diario, el tipo que los seguía, su huida por la estación de tren. El gran juez, convertido en ese momento en padre, escuchó atentamente mientras sostenía la taza de té que TC le había preparado.
– Debería haberte avisado de que estaba aquí -dijo al fin-. Llegué anoche. No había tenido noticias de ti, y me consumía de preocupación. Pensé que escuchar el rumor del mar y respirar un poco de aire puro me tranquilizaría. Beth es tu mujer, Will, pero también mi nuera. Es mi familia -añadió volviéndose hacia TC, cuyo rostro se había sonrojado.
– Lamento que lo hayamos despertado -dijo ella, intentando cambiar de asunto. Luego, bostezó profundamente-. La verdad es que no nos iría mal dormir un poco.
– Moción aprobada -repuso el juez Monroe-. Will, la habitación de invitados está lista.
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