NO QUEREMOS DINERO.
Las noticias que acababa de escuchar sobre Tailandia hicieron que aquella frase se le antojara especialmente cruel. Si no era dinero lo que buscaban, ¿qué los motivaba, el simple y enfermizo placer de matar? Will notó que le hervía la sangre de rabia y desesperación.
– De acuerdo -dijo TC-.Ahora marca «Responder».
Will obedeció y ella se sentó a su lado en el mismo asiento. Sus cuerpos se tocaban desde los hombros hasta las rodillas. La joven se apoderó del teclado y empezó a teclear rápidamente con dos dedos:
Voy detrás de vosotros. Sé que sois culpables de lo ocurrido en Bangkok porque sé que estáis haciendo lo mismo en Nueva York. Tengo intención de acudir a la policía y contarle todo lo que he averiguado. Eso os implicará como mínimo en dos delitos graves, por no hablar de mi asalto, detención y tortura. Tenéis hasta las nueve de esta noche para devolverme a mi mujer. De lo contrario, hablaré.
Will leyó y releyó el mensaje; luego, observó el rostro de TC, que seguía con la mirada fija en el monitor. Tenía su perfil a escasos centímetros, y el pequeño diamante brillaba en su nariz. Había mirado aquel rostro desde ese mismo ángulo tantísimas veces que se le hacía extraño no besarlo.
– ¡Jesús! -exclamó al fin-. Esto parece un poco fuerte.
Se preguntó si no resultaba demasiado explícito mencionar el trato recibido la noche anterior, y recordó diversos juicios recientes que habían tenido lugar en Estados Unidos y en Gran Bretaña, donde se habían presentado correos electrónicos de algunos periodistas. ¿Qué iban a pensar de alguien que formulaba amenazas directas y decía que obstruiría la acción de la justicia, y todo ello desde una dirección de The New York Times ? «¡Que se jodan!», fue lo único que se le ocurrió. Su esposa se hallaba en grave peligro. Todo estaba permitido. El mensaje de TC era claro y daba directamente en el blanco. Se disponía a enviarlo cuando algo llamó su atención.
– ¿Por qué hasta las nueve de la noche? ¿Por qué esa hora límite?
– Porque puede que no lo lean antes de que haya finalizado el sabbat. Debemos darles tiempo para que respondan.
Lo irracional de aquella situación no disminuía con el tiempo. La idea de unos asesinos piadosos, dispuestos a matar pero reacios a poner en marcha un ordenador antes de la hora permitida, resultaba demasiado absurda para que Will la aceptara. TC le había explicado que el sabbat no terminaba hasta que se cumplía un minuto concreto de la tarde del sábado. No era algo tan impreciso como «a la puesta de sol» o «cuando haya oscurecido». No. Tenía que ser a las 19.42 horas de la tarde. Quien no tuviera reloj, no tenía más que asomarse a la ventana. Si divisaba tres estrellas ya sabía que el sabbat había concluido y que podía reanudar su semana normal de trabajo.
Will no tenía ni idea de qué contestarían los hasidim . TC había ido tan deprisa, su deseo de actuar había encajado hasta tal punto con la furia que despertaban en él unos secuestradores capaces, según sabía en ese momento, de matar, que apenas había pensado en las consecuencias de lo que acababan de hacer. Sin duda se trataba de gente rara e impredecible. ¿Quién sabía cómo podían reaccionar? El tono de desafío de Will podía llevarlos a cometer una barbaridad, a decidir que se trataba de una provocación suficiente para asesinar a Beth. Eran capaces de matarla, y él se sentiría culpable por haber hecho caso a una antigua novia. Imaginó el dolor que supondría en el futuro tener que aprender a vivir con semejante culpa.
Sin embargo, ¿qué podía perder? Portarse bien no le había dado resultado. Necesitaba captar la atención de sus adversarios, obligarlos a que comprendieran que tendrían que pagar un precio si mataban a Beth. Aquel mensaje les decía que necesitaban su silencio y que para comprarlo debían respetar la vida de su esposa.
Además, contraatacar hacía que se sintiera bien. Recordó cómo se sintió la noche anterior, cuando se sumergió en la tibia agua del mikve antes del sabbat mientras Sandy estaba cerca: se sintió avergonzado de su desnudez, de su disposición a desnudarse con tal de congraciarse con aquellos a quienes habría debido combatir como enemigos. Pues bien, en ese momento estaba vestido y se disponía a enfrentarse a ellos. Con aquel mensaje no solo luchaba por su esposa, sino que también se comportaba como lo hacen los hombres.
Envió el mensaje.
– Bien -dijo TC, dándole un apretón en el brazo-. Buen trabajo.
La satisfacción de TC fue contagiosa y para Will se tradujo en una sensación de alivio. Por fin había hecho algo, por fin había movido ficha.
La tentación de dejarse caer en una de las cómodas butacas del cibercafé era irresistible. Se sentía exhausto, pero TC ya estaba empujándolo para que se pusiera en pie y se marcharan. No se trataba de impaciencia por parte de ella. Will sabía que estaba calculado, naturalmente. TC temía que el propio Will pudiera ser objetivo de los hasidim . Si alguna vez había albergado dudas, ya no: estaba convencida de que no convenía andarse con tonterías con la gente de Crown Heights. Las noticias de Bangkok se lo habían aclarado. Si al principio había sido escéptica, en ese momento estaba convencida.
Al salir, el móvil de Will vibró, pero él esperó a que estuvieran en la calle antes de atreverse a mirarlo siquiera. En la pantalla leyó: «Padre casa». El pobre hombre llevaba horas llamándolo, y él no le había enviado ni un mensaje de texto.
– ¿Hola? -contestó.
– ¡Gracias a Dios que estás ahí, Will! Estaba muy preocupado.
– Estoy bien. Un poco cansado, pero bien.
– ¿Qué demonios ha estado pasando? Me moría de ganas de llamar a la policía, pero no me atrevía hasta que al menos pudiera hablar contigo. De verdad, Will, he estado realmente a punto de hacerlo, pero me he contenido. ¡No sabes qué alivio es oír tu voz!
– No se lo habrás contado a nadie, ¿verdad, papá?
– Claro que no, pero no habrá sido por falta de ganas. Solo dime si has tenido noticias de Beth.
– No, pero sé dónde se encuentra y quién la retiene.
TC gesticuló señalando el móvil y llevándose un dedo a los labios como una severa maestra de escuela. Will captó el mensaje.
– Escucha, papá, creo que será mejor que sigamos hablando desde un teléfono normal. ¿Qué tal si te llamo dentro de un momento?
– ¡No! Tienes que decirme algo ahora mismo o me volveré loco. ¿Dónde tienen a Beth?
– Está en Nueva York, en Brooklyn.
Will lamentó al instante que se le hubiera escapado aquella información. Los teléfonos móviles eran terriblemente indiscretos, lo sabía por propia experiencia: los escáneres del periódico captaban las transmisiones de la policía con más facilidad que la NPR. Para aquellos que sabían cómo hacerlo, pinchar un móvil era un juego de niños.
– Pero, papá, ¡escúchame bien! ¡Nada de intentos privados de rescate! ¡Nada de que llames al que ahora es comisario jefe de la policía y que conociste en Yale! Lo digo en serio; podría estropearlo todo y a Beth podría costarle la vida. -Su voz temblaba, y no sabía si acabaría gritando a su padre o poniéndose a llorar-. ¡Prométemelo, papá! ¡Prométeme que no harás nada de nada!
Su padre respondió algo, pero Will no llegó a oírlo porque las últimas palabras quedaron ahogadas por otra llamada en la línea.
– De acuerdo, papá. Ahora voy a colgar. Hablaremos después. -No tenía tiempo para cortesías. Necesitaba que su padre colgara para poder atender la llamada que estaba entrando.
Pulsó los botones tan rápidamente como pudo, con los dedos insensibles por el cansancio, pero no se trataba de ninguna llamada. Lo que había oído era la señal de aviso de que acababa de recibir un mensaje de texto.
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