– No puedes entrar allí sin más, con tu libreta de notas y tu acento inglés. Sería como si te colgases un cartel del cuello.
– Ya pensaré en algo. -Will no le dijo que creía que era bastante bueno haciendo de detective aficionado. Sus triunfos en Bronwsville y en Montana lo habían animado: si en ambos casos había descubierto una verdad oculta, con más motivo lo lograría ahora, que se disponía a encontrar a su esposa.
Viernes, 16. 10 h, Crown Heights, Brooklyn
Su primera reacción fue de confusión. Había salido de la estación de metro de Sterling Street y se dirigía hacia lo que parecía una comunidad negra: en los quioscos se vendía Ebony, Vibe y Black Hair ; había pintadas en todas las paredes y se veían grupos de jóvenes negros vestidos con holgadas ropas militares.
Sin embargo, una vez cruzada New York Avenue, notó que su pulso se aceleraba; su olfato de reportero le dijo que estaba acercándose a su historia. Los carteles y los rótulos estaban escritos en hebreo. Aunque algunas palabras estaban en caracteres romanos, su significado no resultaba menos misterioso. « Chazak V'Ematzh, prometía un enigmático rótulo. Había una palabra que aparecía en los adhesivos de los parachoques, en folletos e incluso en los anuncios de particulares colgados de las farolas, como esos papeles que denuncian la pérdida de una mascota. Aunque no tenía ni idea de cómo se pronunciaba, Will no tardó en aprender la palabra: « Moshiach».
Pasó al lado de un hombre negro, grande como un armario, que llevaba a una niña pequeña de la mano y un cigarrillo en la otra. La confusión volvió a invadirlo. Se hallaba en Empire Boulevard, rodeado de restaurantes indios y de furgonetas decoradas con las banderas de Trinidad y Tobago. ¿Aquel era un barrio hasídico o no?
Se desvió hacia las calles residenciales. Allí las casas eran grandes, construidas con piedra o ladrillo rojo, como si en determinada época de un remoto Brooklyn hubieran sido lujosas viviendas. Todas tenían unos cuantos escalones que conducían hasta una puerta de entrada situada bajo un porche. Will pensó que en otros hogares de Norteamérica en aquellos porches habría habido alguna mecedora y puede que también farolillos; desde luego, una calabaza en Halloween y, a menudo, la bandera de barras y estrellas. Los porches de Crown Heights se veían prácticamente vacíos, pero también allí se tropezó de nuevo con la misma palabra -« Moshiach »- en una ventana, y en uno de ellos vio una bandera amarilla con el dibujo de una corona, que supuso se trataría de algún símbolo local.
Justo encima de cada porche había una veranda con su balaustrada de madera. Will pensó en Beth, secuestrada tras alguna de aquellas puertas, y sus piernas se tensaron con la súbita necesidad de correr hasta ellas y derribarlas una tras otra hasta encontrar a su mujer.
Caminando en su dirección se acercaba un grupo de adolescentes vestidas con largas faldas que empujaban cochecitos de niño. Tras ellas había una docena de crios, puede que más. Will no habría podido decir si aquellas muchachas eran las hermanas de los niños o madres muy jóvenes. No se parecían a ningún tipo de mujer que hubiera visto antes y, desde luego, no en Nueva York. Era como si pertenecieran a otra era, a los años cincuenta o a la época de la reina Victoria. No mostraban ni un milímetro de sus cuerpos. Las mangas de sus blusas blancas les cubrían los brazos y las faldas les llegaban a los tobillos. En cuanto al cabello, las mayores lo llevaban peinado en un moño extrañamente cuidado, que no se agitaba con el viento.
Will no las miró demasiado fijamente; no quería que nadie pensara que era indiscreto. Además, ya no necesitaba que se lo confirmaran. Aquello era el Crown Heights hasídico, no había duda. Mientras caminaba había ido perfeccionando la historia que pensaba utilizar de tapadera: diría que escribía para la revista New York y que estaba preparando un reportaje para la serie «Pedazos de la Gran Manzana», donde algunos escritores hablaban de las diversas comunidades de la ciudad. Se haría pasar por el explorador vestido de safari enviado a tomar nota de las curiosas costumbres de los nativos.
En todo caso, aquel era un entorno totalmente extraño para él. Buscó desesperadamente algo que pudiera ayudarle; una oficina, por ejemplo, donde pudiera preguntar. Quizá podría explicar lo ocurrido y ellos lo ayudarían. Lo único que necesitaba era un asidero, algo en aquel extraño lugar que al menos pudiera entender.
Pero no había nada. Todos los adhesivos de los parachoques parecían llevar un mismo mensaje, que tal vez merecía la pena descifrar, pero que resultaba incomprensible: «Enciende las velas del Sabbat e iluminarás el mundo». Vio un cartel de un espectáculo: «Listo para la redención». Hasta los comercios parecían compartir ese fervor religioso. El eslogan del supermercado KolTov decía: «Todo es bueno».
Siguió caminando y se detuvo en una tienda cuyo escaparate estaba lleno de avisos en lugar de mercancías. Uno de ellos le llamó la atención al instante.
Crown Heights es el barrio del Rebbe. Por respeto al Rebbe y a su comunidad pedimos que todas las mujeres y las jóvenes, ya vivan aquí o vengan de visita, hagan suyas en todo momento las leyes de la modestia:
– Escotes cerrados por delante, por detrás y por los lados (los hombros deben permanecer cubiertos).
– Los codos no deben ser visibles en ninguna posición.
– Las rodillas han de quedar cubiertas por la falda en cualquier postura.
– La totalidad de las piernas y los pies deben quedar debidamente tapados.
– Nada de aberturas.
Las mujeres y las jóvenes que llevan ropa inadecuada y que, por lo tanto, llaman la atención por su aspecto físico se avergüenzan a sí mismas al proclamar que no poseen cualidades intrínsecas por las que deberían merecer respeto…
Así pues, aquello explicaba la forma de vestir; pero la palabra que había llamado la atención de Will no tenía nada que ver con escotes ni aberturas. Era «Rebbe». Sonaba como el hombre al que Will debía ir a ver.
Alzó la vista para situarse y se fijó por primera vez en el nombre de la calle: Eastern Parkway. Apenas había recorrido diez metros cuando vio otro rótulo: INTERNET HOT SPOT. Había llegado.
El estómago se le encogió nada más entrar. Sin duda, aquella era la escena del crimen. Alguien se había sentado ante uno de aquellos baratos cubículos de aglomerado, rodeado por paneles de falsa madera y suelo gris de baldosas, y había tecleado el mensaje con el que le habían anunciado el secuestro de su esposa.
Observó el lugar con la esperanza de que su mirada se convirtiera en la de un superhéroe y le permitiera absorber mágicamente, con su visión de rayos X, cada detalle y todas las pistas que debía de haber allí. Sin embargo, solo contaba con sus simples ojos.
La estancia era un caos, no tenía nada que ver con los limpios cibercafés que conocía en Manhattan y en Brooklyn. Allí no se veía por ninguna parte ni café ni cafeteras, solo montones de cables al aire y gastados rótulos en las paredes, incluido el retrato de un anciano rabino de barba blanca, un rostro que Will había visto ya una docena de veces. Las mesas estaban diseminadas de cualquier manera, y unas endebles separaciones las dividían en espacios de trabajo individuales. En la parte de atrás había una pila de cajas vacías, de donde asomaban embalajes de espuma de poliuretano, como si los dueños del negocio se hubieran limitado a comprar los equipos, a desembalarlos y hubieran abierto el establecimiento, sin más.
En cuanto entró, Will fue recibido con algunas miradas inquisidoras, pero no fue tan malo como había pensado; había recordado sus ocasionales excursiones de estudiante a los pubs menos populares de las grandes ciudades inglesas, lugares cuyos parroquianos eran tan hostiles que se sumían en un hosco silencio cada vez que entraba un desconocido. La mayoría de los clientes del Internet Hot Spot parecían demasiado concentrados en lo que estaban haciendo para mostrar algún interés por Will.
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