– ¿La mejor?
– Sí, pero desde nuestro punto de vista: cómo iría mejor en caso de que, por ejemplo, quisiéramos trasplantar su corazón. Creo que estaba preocupado porque, viviendo tan lejos, si sufría un accidente, su corazón podía ser inservible cuando llegase al hospital. Naturalmente, la única hipótesis que no consideraba era la de ser víctima de un brutal asesinato.
– ¿Tiene usted alguna idea de…?
– No tengo la menor idea de quién podía desear la muerte de ese hombre. Le he dicho lo mismo hace un momento al doctor Russell. Simplemente me parece un crimen horrible y totalmente al azar, porque nadie que conociera a Baxter podría desear que lo asesinaran.
La doctora calló, y Will dejó que el silencio se prolongara. Sabía que, en una entrevista, cuando el entrevistador no decía nada, el entrevistado tenía tendencia a llenar el silencio con lo que solía ser la mejor frase de toda la conversación.
Al final, la doctora Huntley volvió a hablar, y a Will le pareció detectar una nota de tristeza en su voz.
– En el hospital hablamos de esto cuando ocurrió y hemos vuelto a hablar de ello hoy. Lo que ese hombre hizo, lo que Pat Baxter hizo por una persona a la que no conocía, ni llegaría a conocer, fue de verdad el acto más justo que he visto nunca.
Viernes, 6. 00 h, Seattle
Will se despertó a las seis de la mañana, de vuelta en su habitación del hotel de Seattle. Había enviado su reportaje de Missoula, y después había hecho el largo trayecto de regreso en coche. Mientras escribía la historia se había sentido invadido por un único y agradable pensamiento: «Trágate esto, Walton». ¿Qué le había dicho aquel gilipollas? «Una vez es una hazaña; dos sería un milagro.»
Había rezado para que le saliera bien. Su principal temor era que en la redacción encontraran su reportaje demasiado parecido al de Macrae, otro hombre bueno entre canallas; de modo que exageró la vertiente de la milicia, añadió todo el color local posible y confió en que sucediera lo mejor. Incluso sopesó la posibilidad de eliminar la cita de la doctora acerca de lo justo del acto de Baxter, la misma palabra que aquella otra mujer había utilizado para referirse a Macrae, porque podía parecer poco natural. Sin embargo, pasarla por alto aún habría sido menos natural.
Se incorporó y cogió la Blackberry; la luz roja parpadeaba esperanzadoramente: nuevos mensajes.
Uno de Glenn Harden: «Buen trabajo el de hoy, Monroe».
Aquello era lo que había esperado escuchar. Significaba que había evitado los escollos. Ojalá pudiera ver la expresión de Walton. El siguiente mensaje tenía la apariencia de un spam: el nombre del remitente no aparecía con claridad, solo había una serie de caracteres sin sentido. Will se disponía a borrarlo cuando una palabra en la casilla de «Asunto» llamó su atención: «Beth».
Todavía no había acabado de leer todas las palabras cuando notó que se le helaba la sangre en las venas.
NO LLAME A LA POLICÍA. TENEMOS A SU MUJER. AVISE A LA POLICÍA Y LA PERDERÁ. NO LLAME A LA POLICÍA O LO LAMENTARÁ PARA SIEMPRE.
Viernes, 21. 43 h, Chennai, India
Las noches eran cada vez más frescas, aun así, Sanjay Ramesh prefería permanecer en la oficina, con el aire acondicionado, a arriesgarse a salir al sofocante calor de la ciudad. Decidió que antes de regresar a casa esperaría a que el sol se hubiera ocultado por completo.
De ese modo evitaría no solo el pegajoso calor, sino también el calvario de entrar en su casa. Era algo que ocurría todas las noches: la sesión de cuchicheos y quejas que su madre compartía con las vecinas mientras se quedaban sentadas fuera, charlando hasta tarde. En aquella compañía se sentía cohibido, y también en cualquier otra. Además, aunque este mes de septiembre resultaba fresco, para lo que era normal en Chennai, seguía siendo agobiantemente caluroso y húmedo. En cambio, dentro de aquella estancia, una oficina situada en un hangar, llena de hileras de cubículos insonorizados, las condiciones eran las adecuadas. Constituía el entorno perfecto para lo que necesitaba hacer.
Era un centro de llamadas, uno de los miles que habían surgido por toda India; cuatro plantas llenas de indios que recibían llamadas de América o Gran Bretaña, de gente de Filadelfia deseosa de pagar sus recibos telefónicos o de viajeros en Macclesfield que esperaban comprobar los horarios de los trenes hacia Manchester. Pocos, por no decir ninguno, sabían que su llamada pasaba antes por la otra punta del mundo.
A Sanjay aquel trabajo le gustaba bastante. Para un adolescente de dieciocho años que seguía viviendo en casa de sus padres, la paga era buena. Además, el horario era flexible y podía compaginarlo con sus estudios. No obstante, la gran ventaja la tenía allí mismo, en aquel diminuto cubículo disponía de todo lo que necesitaba: una silla, una mesa y, lo más importante, un ordenador con una conexión de alta velocidad con el resto del mundo.
Sanjay era joven, pero también un veterano de internet. Lo había descubierto cuando ambos estaban en su infancia. En aquella época había solo unos pocos centenares de páginas web, puede que apenas un millar. Sanjay y la red habían crecido a la vez. Internet se había expandido exponencialmente -2, 4, 8, 16, 32, 64, 128-, doblando su tamaño cada día, hasta que en esos momentos daba varias vueltas al planeta. Naturalmente, el físico de Sanjay no había seguido aquel ritmo -era un muchacho flaco y larguirucho-, pero sabía que su mente se había mantenido a la altura. A medida que internet se desarrollaba, él crecía con ella, abriendo constantemente nuevos territorios al conocimiento y la curiosidad. Desde su dormitorio del piso de arriba, en India, había viajado a Brasil, había dominado las disputas territoriales de Nagorno-Karabaj, se había reído con las caricaturas indonesias, se había asomado al mundo de los aficionados a las caravanas en Escocia, había examinado las tablas de esgrima júnior de Flanders y había visto lo que realmente motivaba a los plantadores de árboles de Taipéi. Para él, no existía actividad humana que no tuviera interés. E internet se lo había mostrado todo.
Incluidas las imágenes que habría deseado no ver, las que habían dado pie al proyecto que acababa de completar hacía apenas veinticuatro horas. Como hacker había tardado en dar sus primeros pasos, a los quince años, cuando la mayoría de ellos empezaba antes de la adolescencia. Había realizado las hazañas habituales: se había metido en la lista de objetivos de la OTAN y había estado a un clic de desconectar los sistemas del Pentágono, pero siempre se había abstenido de pulsar el último botón. Causar daño no tenía ningún atractivo para él, solo servía para ocasionar problemas a un montón de gente, y navegar por la red le había enseñado que el mundo ya tenía suficientes.
Sintió ganas de reír, en parte por su genialidad y en parte por la broma que acababa de gastar a los que había señalado como sus enemigos. Había tardado meses en perfeccionarlo, pero funcionaba.
Había diseñado un virus benigno, capaz de extenderse por los ordenadores de todo el mundo igual de rápidamente que las variedades venenosas creadas por sus colegas hackers, cuyas malvadas intenciones los convertían, en el argot de la web, más en crackers que en hackers.
En esos momentos, lo que más entusiasmaba a Sanjay era el método escogido, no su objetivo. Como la mayoría de los virus, el suyo estaba pensado para extenderse a través de los ordenadores personales corrientes, los que estaban todo el tiempo conectados a internet. Mientras los usuarios de Taipéi o de Hannover estuvieran trabajando, enviando correos a sus amigos o manejando sus cuentas, incluso aunque estuvieran profundamente dormidos, su creación se hallaría en el interior de sus máquinas, trabajando sin parar.
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