John Grisham - El profesional

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El profesional. RICK DO CKERY es un mediocre jugador de fútbol americano, quien en el ocaso de su carrera sigue marcado por ser el culpable del peor fiasco en la historia de su equipo. Harto de las mofas de la prensa, cuando recibe la oferta de un equipo italiano no duda en poner rumbo a Parma; al principio le cuesta adaptarse, pero poco a poco le coge el gusto al estilo de vida italiana, y ser la estrella indiscutible de su equipo no está nada mal. Cuando topa con una inquieta estudiante estadounidense ya no tendrá motivo alguno para regresar a su país.

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– ¡Sal del coche! -aulló Rick.

El otro siguió apretando el claxon. Ahora había otro coche detrás y se acercaba otro más. No había modo de sortear el de Rick y este no tenía intención de subir al coche. El otro seguía apretando el claxon.

– ¡Sal del coche! -volvió a gritar Rick.

Pensó en el juez Franco. Menos mal que conocía a un juez.

El coche que había detrás del vehículo color burdeos también se puso a tocar el claxon y, por si acaso, Rick también le enseñó el dedo corazón.

¿Cómo iba a acabar aquello?

El conductor del segundo coche, una mujer, bajó la ventanilla y le gritó algo desagradable. Rick le respondió en el mismo tono. Más cláxones, más gritos, más coches acercándose por una calle que minutos antes había estado en completo silencio.

Rick oyó un portazo y al volverse vio que una joven encendía el coche de Bruncardo, ponía la marcha atrás sin perder tiempo y lo encajaba a la perfección en el diminuto espacio libre. Así de fácil, sin golpes ni rasguños y a la primera. Parecía físicamente imposible. Apagó el motor a medio metro del coche de delante y a la misma distancia del de atrás.

El coche color burdeos pasó junto a él pisando a fondo, igual que los de detrás. Cuando ya no quedaba ninguno, se abrió la puerta del conductor y la joven se apeó -zapatos de salón abiertos por delante y piernas bonitas- y echó a andar en la otra dirección. Rick la miró unos instantes con el corazón todavía acelerado por el incidente, sintiendo el pulso en las sienes y con los puños cerrados.

– ¡Eh! -gritó Rick.

La mujer ni se inmutó.

– ¡Eh, gracias!

Ella siguió caminando hasta que desapareció en la oscuridad. Rick la observó sin moverse, maravillado por el milagro que acababa de presenciar. Sin embargo, había algo que le resultaba familiar en la figura, la elegancia, el pelo de aquella mujer, hasta que cayó en la cuenta.

– ¡Gabriella! -gritó.

¿Qué perdía? Si no era ella, la mujer no se detendría y listos.

Pero se detuvo.

Se acercó a ella y se encontraron bajo la luz de una farola. Rick no sabía qué decir, lo único que se le ocurría era un « Grazie» o algo igual de simplón, pero ella se le adelantó.

– ¿Lo conozco?

En inglés. En un perfecto inglés.

– Me llamo Rick. Soy estadounidense. Gracias por… todo -dijo, señalando con torpeza hacia el coche.

Gabriella tenía unos ojos grandes de mirada tierna, pero triste.

– ¿Cómo sabe mi nombre? -preguntó ella.

– Te vi anoche en el escenario. Estuviste magnífica.

Superada la sorpresa, ella le sonrió. La sonrisa fue el factor decisivo: dientes perfectos, hoyuelos y mirada alegre.

– Gracias.

Sin embargo, Rick tuvo la impresión de que no solía sonreír demasiado a menudo.

– Bueno, de todos modos, quería… saludarte.

– Hola.

– ¿Vives por aquí cerca? -preguntó.

– Más o menos.

– ¿Te apetecería ir a tomar algo?

Otra sonrisa.

– Claro.

El pub lo regentaba un hombre galés y atraía a los hablantes de lengua inglesa que se aventuraban por Parma. Por suerte era lunes y no había demasiado jaleo. Ocuparon una mesa cerca del ventanal del establecimiento. Rick pidió una cerveza y Gabriella un Campari con hielo, una bebida de la que el estadounidense no había oído hablar jamás.

– Hablas muy bien el inglés -dijo. En esos momentos, todo lo relacionado con ella estaba muy bien.

– Viví seis años en Londres después de la universidad -dijo.

Rick le había calculado unos veinticinco años, pero tal vez se acercaba más a la treintena.

– ¿Qué hacías en Londres?

– Estudiaba en el London College of Music y luego trabajé en la Royal Opera.

– ¿Eres de Parma?

– No, de Florencia. Y usted, ¿señor…?

– Dockery. Es un nombre irlandés.

– ¿Eres de Parma?

Ambos se echaron a reír para distender el ambiente.

– No, soy de Iowa, del Medio Oeste. ¿Has estado alguna vez en Estados Unidos?

– Dos, de gira. He visto casi todas las grandes ciudades.

– Igual que yo. También he hecho mi propia gira.

Rick había escogido a propósito una mesa redonda que fuera pequeña. Estaban sentados muy juntos, con las bebidas delante y las rodillas no demasiado apartadas, intentando parecer relajados.

– ¿Qué tipo de gira?

– Juego al fútbol americano profesional. Mi carrera no va demasiado bien y esta temporada estoy en Parma, con los Panthers.

Rick tenía el palpito de que la carrera de ella tampoco iba demasiado bien encaminada, por lo que se sintió cómodo siendo completamente sincero. La mirada de Gabriella lo animaba a ser franco.

– ¿Con los Panthers?

– Sí, existe una liga de fútbol americano profesional en Italia. Muy poca gente la conoce y la mayoría de los equipos son de aquí, del norte: Bolonia, Milán, Bérgamo y otros.

– No lo sabía.

– El fútbol americano no es demasiado popular por estos lugares. Se lleva más el otro.

– Ya lo creo. -No parecía atraerle demasiado el fútbol de ningún tipo. Dio un sorbo al líquido rojizo que había en su vaso-. ¿Cuánto llevas aquí?

– Tres semanas, ¿y tú?

– Desde diciembre. La temporada acaba la semana que viene y luego volveré a Florencia.

Desvió la mirada, entristecida, como si Florencia fuera el último sitio al que deseara regresar. Rick dio un trago a su cerveza y se quedó mirando una vieja diana de dardos que había en la pared.

– Te he visto esta noche, cenando en II Tribunale -dijo Rick-. Estabas con alguien.

– Sí, con Carletto, mi novio -contestó Gabriella después de una breve y fingida sonrisa.

Se hizo un nuevo silencio y Rick decidió no seguir indagando por ese lado. De ella dependía si quería seguir hablando o no de su novio.

– También vive en Florencia -añadió-. Llevamos juntos siete años.

– Eso es mucho tiempo.

– Sí. ¿Sales con alguien?

– No. Nunca he tenido una relación estable. He conocido a muchas chicas, pero nada serio.

– ¿Por qué no?

– Pues no lo sé. Me gusta ser soltero. Es lo más práctico cuando eres atleta profesional.

– ¿Dónde has aprendido a conducir? -preguntó de repente, y ambos se echaron a reír.

– Nunca había conducido un coche con embrague -admitió Rick-, aunque es evidente que tú sí.

– Aquí se conduce y se aparca de otra manera.

– Ya he visto que no hay quien te supere ni aparcando ni cantando.

– Gracias. -Gabriella esbozó una bonita sonrisa, hizo una pausa y bebió un trago-. ¿Te gusta la ópera?

Ahora sí, estuvo a punto de contestar Rick.

– Anoche fue la primera vez que veía una y me gustó mucho, sobre todo cuando tú estabas en el escenario, que tendría que ser más a menudo.

– Tienes que repetir.

– ¿Cuándo?

– Actuamos el miércoles, y el domingo es la última representación de la temporada.

– El domingo jugamos en Milán.

– Puedo conseguirte una entrada para el miércoles.

– Trato hecho.

El pub cerró a las dos de la madrugada. Rick se ofreció a acompañarla a casa a pie y ella aceptó sin necesidad de insistir. la compañía de ópera corría con los gastos de la suite del hotel donde se alojaba, cerca del río, a unas cuantas manzanas del Teatro Regio.

Se despidieron con una inclinación de cabeza, una sonrisa y la promesa de verse al día siguiente.

Quedaron para comer y estuvieron charlando un par de horas, mientras daban cuenta de unas ensaladas enormes y unas crepes. El horario de Gabriella no se diferenciaba demasiado del de Rick: un largo sueño reparador, un café y un desayuno tardío. Una o dos horas en el gimnasio y luego otro par de horas de trabajo. Cuando no actuaban, se suponía que el reparto debía reunirse y ensayar. Lo mismo que en el fútbol. Rick estaba convencido de que una soprano con problemas ganaba más que un quarterback itinerante con problemas, pero no mucho más.

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