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Gregg Hurwitz: Comisión ejecutora

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Gregg Hurwitz Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– No era responsabilidad tuya -dijo Tim.

– Soy responsable de hacer algo más que quedarme como un pasmarote mientras cabe la posibilidad de que mi compañero mate a un desgraciado en un momento de ira justificable. Eres un agente federal, no un poli en un pueblo de mala muerte.

– Los chicos se han calentado un poco.

Oso propinó un fuerte golpe al volante con la palma de ambas manos, un gesto de ira muy poco habitual en él.

– Son unos gilipollas. -Tenía las mejillas húmedas-. Vaya pandilla de gilipollas. No tendrían que haberte metido en algo así. No deberían haber puesto en peligro la investigación.

Tim era consciente de que Oso estaba trocando su pena en ira para dirigirla contra el objetivo más próximo, pero también sabía que estaba en lo cierto. Tim se centró en las palabras concretas porque tenía claro que si abordaba la pena, se iba a venir abajo.

– No ha pasado nada.

– Aún no ha acabado. -Oso se enjugó las mejillas con ademanes bruscos-. Y no sabemos qué han hecho esos idiotas antes de que llegáramos, hasta qué punto han delimitado el escenario. No buscaban cómplices. No tenían intención de establecer las bases de una investigación. No estaban realizando precisamente un trabajo minucioso de cara a facilitar la tarea al fiscal. Ni siquiera tenían intención de que el asunto fuera a juicio.

– Ahora que hemos estado allí, van a tener que andarse con cuidado.

– Estupendo. Así que, además de que el caso depende de su competencia, o, mejor dicho, de su tremenda incompetencia, nosotros también dependemos de ella. -Oso se estremeció como un perro que se estuviera sacudiendo el agua del pelaje-. Perdona, lo siento. Ya tienes bastantes quebraderos de cabeza.

Tim se las arregló para esbozar una sonrisa.

– Más vale que vaya a ver qué tal anda la esposa de este poli de pueblo de mala muerte.

– Joder, no quería decir eso.

Tim se echó a reír y Oso se sumó a él, ambos enjugándose las mejillas aún.

– Quieres que… ¿Puedo entrar?

– No -respondió Tim-. Todavía no.

Oso seguía con la camioneta al ralentí junto al bordillo cuando Tim cerró la puerta de entrada a su espalda. La casa estaba oscura y vacía. Habían abierto a patadas dos agujeros en la pared del salón, dejando márgenes mellados en el tabique. Aunque había dejado a Dray con dos amigas suyas que vinieron para echar una mano con la fiesta de Ginny, no le sorprendió encontrar la casa en silencio. Cuando Dray estaba de mal humor, prefería arrostrarlo sola. Otro rasgo que achacar a sus cuatro hermanos mayores y a los seis largos años que llevaba en ese trabajo.

Atravesó el pequeño salón para llegar a la cocina. La sencilla decoración del hogar había ido mejorando con el paso de los años gracias a la atención meticulosa de Tim, que levantó los suelos y puso parqué en pasillos y dormitorios, y también sustituyó las arañas de luces de imitación a cristal chapadas en cobre por lámparas empotradas.

Encima del mostrador estaba el pastel de cumpleaños de Ginny, intacto, la parte superior encharcada de cera. Dray había insistido en hacerla ella misma a pesar de la poca maña que se daba en la cocina. La tarta era irregular y estaba ladeada hacia la izquierda; Dray, en un intento de alisarla le había dado una capa tras otra de glaseado. Judy Hartley, la vecina de al lado cuyos hijos habían volado del nido poco tiempo atrás, se ofreció a ocuparse de la cocina, pero Dray se negó. Tal como hacía cada año por el cumpleaños de Ginny, se había cogido el día libre para consultar libros de recetas prestados y, con decisión y tenacidad, había ido sacando una tarta tras otra del horno hasta obtener una que creyó aceptable.

Dray no estaba, pero el armarito donde guardaban las bebidas había quedado abierto y no se veía la botella de vodka.

Tim recorrió en silencio el pasillo hasta su dormitorio. La cama, hecha con pulcritud, le devolvió la mirada. Entró en el cuarto de baño, pero su esposa tampoco estaba allí. Luego probó con la habitación de Ginny, al otro lado del pasillo. Dray estaba sentada en la oscuridad con el botellón de casi dos litros de vodka entre las piernas; la luz de una lámpara nocturna de Pocahontas le decoloraba una mejilla. En la alfombra, delante de ella, estaban el teléfono inalámbrico y la agenda electrónica PalmPilot, con la pantalla de cristal líquido aún encendida.

Tenía el rostro demacrado por la pena. Tres años atrás había pillado a un chico de quince años que salía de un edificio de oficinas de Ventura con una pila de ordenadores portátiles. Él había intentado dispararle con un 22 niquelado y ella le había alcanzado dos veces; al llegar a casa, su expresión no era tan terrible como la de ahora. Pensativa o ebria, tenía la cabeza levemente gacha.

Tim cerró la puerta a su espalda, cruzó la habitación y se deslizó pared abajo hasta quedar sentado junto a ella. La cogió de la mano; la tenía sudada, febril. Dray no levantó la vista, pero le apretó los dedos como si hubiera estado esperando a que la tocara. Miró la cama nido de Ginny. El papel pintado -estridentes flores amarillas y rojas atenuadas ahora por la oscuridad- estaba perfectamente dispuesto para que el dibujo no se solapara en las esquinas.

Pensó en los últimos minutos de vida de Ginny y luego en dónde debía de estar él en esos instantes. Dejaba la pistola en el armero cuando la cogieron en plena calle. Iba camino de la tienda en busca de velas rosas cuando empezó el descuartizamiento de su hija.

No poder imaginar siquiera el rostro del cómplice de Kindell constituía para Tim un tormento añadido, otra burla del control que creía tener sobre el mundo que lo rodeaba. La noción de complicidad con este fin era más que nauseabunda: dos hombres empeñados en la destrucción de una criatura, dos hombres unidos para desmembrar un cuerpecillo. Recordó la expresión idiota de Kindell y se preguntó si habría un lugar especial en el infierno para los infanticidas. Se permitió imaginar distintas torturas. Nunca había sido muy religioso, pero ciertos pensamientos se abrieron camino desde los rincones más oscuros de su mente, las esquinas umbrías a las que no llegaba la luz de la razón.

La voz de Dray, tranquila al tiempo que ronca por efecto del llanto, le obligó a abandonar sus pensamientos.

– He pasado sola la noche, esta noche, en compañía de Trina, Joan y la jodida Judy Hartley, he preparado a los otros críos para que se fueran a casa, he estado esperando que se confirmara la identificación, he tenido que llamar a nuestros parientes para que no se enteraran por… o lo leyeran en la… -Levantó la cabeza en un gesto perezoso y le cayeron mechones de cabello sobre los ojos. Echó otro trago directamente de la enorme botella-. Ha llamado Fowler.

– Dray…

– ¿Por qué no has regresado para estar conmigo?

No creía que la pena hubiera dejado espacio para la vergüenza, pero ahí estaba, en toda su intensidad.

– Lo siento.

Percibió la distancia entre ambos como un dolor en el vientre. Recordó cómo se habían enamorado, hasta los tuétanos y a una velocidad aterradora. Ninguno de los dos había aprendido a necesitar al prójimo una vez alcanzada la madurez -ambos habían tenido una infancia que los había castigado duramente por confiar en otros- y, sin embargo, allí estaban, centrados el uno en el otro con una atención constante e implacable, en vela hasta bien entrada la madrugada hablando abrazados a la luz azulada y parpadeante del monitor de televisión con el sonido al mínimo, cruzando la ciudad de un extremo a otro para comer juntos porque no aguantaban de la mañana a la noche sin tocarse. Todos y cada uno de los detalles de los primeros meses destellaban con intensa luminosidad: cómo él conducía y cambiaba la marcha con la izquierda para no tener que soltarla con la derecha en el coche después de la cena, una película, un paseo nocturno por la playa; ese ruidillo que hacía ella al sonreír, y que no llegaba a ser una carcajada; el modo en que le ardía el rostro cuando se sonrojaba después de que le hubiera hecho algún halago -como un intenso hormigueo, aseguraba Dray- y tenía que frotarse con las yemas de los dedos las mejillas abultadas encima de la amplia sonrisa hasta que, al cabo, él empezó a hacerlo por ella. La semana anterior la había sacado a bailar agarrados cuando pusieron unas viejas imágenes de Elvis cantando una lenta; Ginny dijo que la escena le daba náuseas y se retiró a su dormitorio.

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