Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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La camioneta tomó un desvío y fue batiendo los baches de la rampa de salida, haciéndoles rebotar en los asientos.

Tim resopló en un intento de deshacerse de la negrura que, cruel y metódica, se había apoderado de todo el cuerpo desde que estaba en el porche hasta ahora.

– Me alegro de que hayas venido. -Su voz sonó lejana. No revelaba apenas el caos que se esforzaba por controlar, por clasificar-. ¿Alguna pista?

– Roderas de neumáticos características que se alejan de la pendiente del arroyo. Los agentes están en ello. La verdad es que yo… bueno, no tenía la cabeza para eso. -La cara sin afeitar de Oso relucía de sudor reseco. Sus rasgos, amables y muy amplios, ofrecían un semblante irremisiblemente abatido.

Tim lo recordó de repente poniéndose a Ginny sobre los hombros en Disneylandia el mes de junio anterior, cogiendo en volandas sus escasos veinticinco kilos como un almohadón de plumas. Oso se había quedado huérfano bastante joven y no se había casado. A efectos prácticos, los Rackley eran su familia adoptiva.

Después de servir durante once años en los Rangers del Ejército, Tim había pasado tres años investigando órdenes judiciales con Oso en la Unidad de Búsqueda de Fugitivos de la comisaría del distrito en el centro de la ciudad. También habían estado juntos en la Unidad de Respuesta y Detención, un grupo de intervención táctica del Departamento del Sheriff semejante a las fuerzas especiales que derribaba puertas y echaba el guante y enchironaba a tantos fugitivos federales como fuesen capaces de esposar de entre los dos mil quinientos que se ocultaban en la zona metropolitana de Los Ángeles.

Aunque aún le quedaban quince años para alcanzar la edad de jubilación obligatoria de cincuenta y siete, Oso había empezado a hacer referencia a la fecha de mala gana, como si fuera inminente. Para asegurarse de seguir teniendo conflictos en su vida después de la jubilación, había estudiado derecho por las tardes en la Academia de Derecho del Sudeste de Los Ángeles y, después de suspender en dos ocasiones, por fin consiguió ingresar en el colegio de abogados el mes de julio anterior. Chance Andrews -un juez para el que realizaba tareas judiciales habitualmente- le había tomado juramento en el juzgado federal del centro, y Dray, Tim y él lo habían celebrado después en el vestíbulo tomándose unos refrescos en vasos de plástico. El diploma de Oso acumulaba polvo en el cajón inferior del archivo de su despacho, como una suerte de medicina preventiva contra el tedio venidero. Le llevaba nueve años a Tim, cada vez más evidente de un tiempo a esta parte, en las líneas que le surcaban la cara. Tim, que se había alistado a los diecinueve, había tenido la suerte de compensar la tensión con su juventud mientras aprendía; al licenciarse de los Rangers estaba curtido, pero no apolillado.

– Roderas de neumáticos -repitió Tim-. Si ese tipo es tan descuidado, seguro que surge algo.

– Sí -coincidió Oso-. Claro que sí.

Redujo la marcha y entró en el aparcamiento por delante de un achaparrado cartel en el que se leía DEPÓSITO DE CADÁVERES DEL CONDADO DE VENTURA. Aparcó en una plaza para disminuidos físicos y dejó la placa de agente federal encima del salpicadero. Permanecieron sentados en silencio. Tim entrelazó las manos y se las apretó entre las rodillas.

Oso rebuscó en la guantera y sacó una petaca de Wild Turkey. Echó un par de tragos, provocando burbujillas de aire que recorrieron toda la botella, y se la ofreció a Tim. Éste se llenó a medias la boca y notó descender el líquido ahumado y ardiente por la garganta antes de perderse en la mazmorra de su estómago. Enroscó el tapón, pero volvió a abrir la petaca y echó otro trago. Acto seguido la puso en el salpicadero, se sirvió del pie para abrir la puerta con un poco más de fuerza de la necesaria y miró a Oso, al otro extremo del asiento corrido de vinilo.

Ahora -justo en ese momento- empezaba a calar la pena. Oso tenía los párpados hinchados y enrojecidos, y a Tim se le pasó por la cabeza que tal vez, de camino a su casa, había aparcado en el arcén para llorar un poco sentado en la camioneta.

Por un momento Tim temió que iba a venirse abajo de una vez por todas, que iba a empezar a gritar para no dejar de hacerlo nunca. Sopesó la tarea que tenía ante sí -lo que le aguardaba tras las puertas de cristal de doble hoja del edificio- y arrancó un pedazo de fuerza de un lugar en su interior cuya existencia ignoraba. Sus tripas emitieron un sonido audible y se esforzó por mantener quietos los labios.

– ¿Estás preparado? -preguntó Oso.

– No.

Tim bajó del vehículo y Oso lo siguió.

La iluminación fluorescente, de una crudeza sobrenatural, relucía en los suelos de baldosa pulida y en los nichos de acero inoxidable que revestían las paredes. Un bulto quebrado yacía inerte bajo una sábana de color azul hospital en la mesa de embalsamamiento del centro, aguardando su llegada.

El forense, un individuo bajo con una herradura de pelo en torno al cráneo y unas gafas redondas de esas que acentúan un estereotipo determinado, trajinaba nervioso con la mascarilla que tenía colgada del cuello. Tim, con la mirada fija en la sábana azul, se esforzó por mantener el equilibrio. La figura cubierta era inquietantemente pequeña y ofrecía unas proporciones muy poco naturales. El olor le llegó de inmediato, algo rancio y terroso bajo el fuerte hedor a metal y desinfectante. El whisky se le revolvió en el estómago, como si intentara salir.

El forense se frotó las manos como un camarero solícito y un tanto aprensivo.

– ¿Es usted Timothy Rackley, el padre de Virginia Rackley?

– Eso es.

– Si lo prefiere, esto…, podría usted pasar a la sala contigua y yo llevaría la mesa hasta la ventana para que usted la…, bueno, la identifique, ¿eh?

– Me gustaría quedarme a solas con el cadáver.

– Bueno, hay… Hay cuestiones forenses que debemos tener en cuenta, así que no puedo…

Tim abrió la cartera con un movimiento rápido y dejó que quedara colgando su estrella de cinco puntas de agente judicial federal. El forense asintió con cara de circunstancias y se fue de la sala. Con el duelo, como con la mayoría de las cosas, la gente se muestra más respetuosa cuando hay detrás cierta autoridad.

Tim se volvió hacia Oso.

– Venga, adelante.

Oso contempló a Tim unos instantes, recorriendo fugazmente su rostro de un extremo a otro. Algo en su semblante debió de infundirle confianza, porque reculó y se marchó, dejando que la puerta se cerrara discretamente a su espalda de modo que el picaporte no emitiera más que un levísimo chasquido.

Tim observó la figura sobre la mesa de embalsamamiento antes de acercarse. No sabía a ciencia cierta qué extremo de la sábana retirar; estaba acostumbrado a las bolsas de cadáveres. No quería apartar el extremo equivocado y ver más de lo estrictamente necesario. Sabía por experiencia que resultaba imposible borrar ciertos recuerdos.

Supuso que el forense debía de haber dejado a Ginny con la cabeza hacia la puerta, y apretó levemente el extremo del bulto, lo que le permitió discernir la protuberancia de la nariz y las cuencas de los ojos. No sabía si le habrían limpiado la cara, ni tampoco estaba seguro de preferirlo así, ni de si deseaba verla tal como había quedado para de ese modo poder sentirse más próximo al horror que la pequeña debía de haber vivido en sus instantes postreros.

Retiró la sábana. El aliento lo abandonó como si acabara de recibir un puñetazo en el vientre, pero no dobló el torso, no se inmutó, no se dio media vuelta. Notó que la furia crecía en su interior, afilada y sedienta de venganza; contempló la cara exangüe y quebrada de la niña hasta que la sensación mermó.

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