Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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Con mano temblorosa sacó un bolígrafo del bolsillo y se sirvió de él para retirar un mechón del cabello de Ginny -que tenía el mismo pelo rubio y liso que Dray- de la comisura de su boca. Quiso enmendar ese detalle, a pesar de todo el sufrimiento y quebrantamiento impresos en el rostro de la niña. Por mucho que hubiera querido, no la habría tocado. Toda ella era una prueba.

Encontró algo por lo que estar agradecido: al menos Dray no tendría que compartir con él ese recuerdo.

Volvió a cubrir el rostro de Ginny con ternura y salió. Oso se levantó como impulsado por un resorte de la hilera de sillas baratas de color verde vómito de la sala de espera y el forense se acercó a ellos mientras bebía agua del dispensador en un cucurucho de papel.

Tim empezó a hablar, pero tuvo que interrumpirse. Cuando recobró la voz, dijo:

– Es ella.

Capítulo 2

Regresaron en silencio a donde se encontraba Dray; la petaca vacía deslizándose de un lado a otro del salpicadero. Tim se pasó el dorso de la mano por la boca y luego repitió el mismo gesto.

– Creíamos que estaba a la vuelta de la esquina, en casa de Tess. La pelirroja con coletas, ¿sabes? Vive a dos manzanas de la escuela, en el trayecto de vuelta a casa desde la escuela. Dray le dijo que fuera allí después de clase, para así tener tiempo de organizarlo todo, ya sabes, sus amigas, los regalos… Para darle una sorpresa.

Le afloró un sollozo a la garganta y se lo tragó, se lo tragó con dificultad.

– Tess va a un colegio privado. Tenemos un acuerdo con su madre. Las niñas pueden venir a jugar sin previo aviso. Nadie esperaba a Ginny, nadie la echó de menos. Estamos en Moorpark, Oso. -Se le quebró la voz-. Estamos en Moorpark. Uno no se imagina que su hija no esté a salvo a doscientos metros de casa. -Tim se sumió en un espacio entre un pensamiento agónico y el siguiente, un respiro momentáneo del dolor evidente provocado por su fracaso, como padre, como agente federal, como hombre, a la hora de proteger la vida de su única hija.

Oso siguió conduciendo sin decir nada y Tim se lo agradeció en el alma.

Sonó el teléfono móvil de Oso, que lo cogió y recitó al auricular una serie de palabras y números en la que Tim apenas reparó. Luego, tras desconectar el aparato, Oso se detuvo en el arcén. Tim tardó varios minutos en caer en la cuenta de que la camioneta se había parado y su amigo lo contemplaba. Cuando volvió la mirada hacia él, los ojos de Oso eran pasmosamente severos.

Tim, a pesar del entumecimiento causado por el cansancio, dijo:

– ¿Qué?

– Era Fowler. Lo han pillado.

Tim notó un aluvión de emociones confusas, oscuras, de odio.

– ¿Dónde?

– A la salida de Grimes Canyon. A poco más de medio kilómetro de aquí.

– Vamos.

– No habrá nada que ver salvo cinta amarilla y restos. Es preferible que no contaminemos el lugar de la detención, no sea que la fastidiemos. Mejor te llevo con Dray.

– No. Vamos.

Oso cogió la petaca vacía, la agitó y volvió a dejarla en el salpicadero.

– Ya lo sé.

Acompañados por el sonido de la grava bajo los neumáticos, se adentraron por el sendero largo y apartado de camino a la parte más profunda del pequeño cañón. Un garaje adosado a una casa que se había quemado hasta los cimientos mucho tiempo atrás se levantaba oscuro y ladeado junto a un bosquecillo de eucaliptos en forma de media luna. Las ventanas laterales, cubiertas de mugre, difuminaban una única fuente de luz amarilla en el interior. La lluvia y el paso del tiempo habían ajado el revestimiento de madera de las paredes, y la puerta de tijera mostraba enormes marcas de podredumbre. A un costado, entre la maleza, se veía una herrumbrosa camioneta blanca con barro fresco en el dibujo de los neumáticos y esparcido en torno a las concavidades de las ruedas.

Había un vehículo de la policía con las luces encendidas aparcado en diagonal sobre los cimientos de cemento copados por las malas hierbas de la casa derruida. Al igual que todos los demás coches de la flota, un rótulo lo identificaba: POLICÍA DE MOORPARK. Sin embargo, todas las patrullas, formadas por dos hombres, las componían agentes federales contratados del condado de Ventura, como Dray Junto a este coche había otro sin distintivos en el que destellaban luces desde el visor antisol. Sin el acompañamiento del ulular de las sirenas, las luces giratorias resultaban desconcertantes.

Fowler, que se reunió con ellos en la camioneta, fruncía los labios sobre un buen taco de tabaco de mascar. Respiraba con dificultad, tenía la mirada penetrante y despierta, y el rostro encendido de emoción. Abrió el cierre de la funda de la pistola y luego volvió a ajustarlo. No se veía a ningún detective. No había cinta amarilla que delimitase perímetro alguno ni agentes de la policía científica en busca de pruebas forenses.

Antes de que Tim tuviera tiempo de bajar de la camioneta, Fowler ya había empezado a hablar.

– Gutierez y Harrison, de la Oficina de Homicidios, han visto las marcas de ruedas en la ribera. Creo que eran de neumáticos radiales con los que salían de fábrica los Toyota entre mil novecientos ochenta y siete y mil novecientos ochenta y nueve, o algo por el estilo. Los del laboratorio encontraron una uña en el escenario…

Tim se encorvó y, sin que Fowler lo viera, Oso le puso una mano en la espalda en un gesto de apoyo.

– … Con un poco de pintura de coche blanca debajo. Era pintura de automóvil. Gutierez probó suerte y contrastó la información en un radio de quince kilómetros. Sólo obtuvo veintisiete coincidencias, por increíble que parezca. Dividimos las direcciones. Era nuestra tercera visita. Hay pruebas de peso. El tipo se fue de la lengua en cuestión de segundos. Los casos no suelen resolverse así. -Soltó una carcajada de una sola nota y luego palideció. Volvió a acercar la mano hasta la funda de la pistola para abrir y ajustar el cierre-. Dios bendito, Rack, lo siento. He estado… Debería haber ido en persona, pero quería arrimar el hombro y echar el guante a ese cabronazo.

– ¿Cómo es que no se ha delimitado el perímetro? -preguntó Tim.

– Bueno… aún lo tenemos. Está dentro.

A Tim se le secó la boca de repente. Fue como si su furia se comprimiera igual que un paracaídas introducido en un servilletero; puesto que tenía un objetivo concreto, había menos probabilidades de que se diluyera y terminase convertida en compasión. Oso se colocó a su lado, como un coche que acelerara a la espera de que cambie de color el semáforo.

– ¿Y qué hay del equipo de investigación forense? ¿Les habéis puesto al corriente siquiera?

De pronto Fowler mostró interés por el suelo.

– Te hemos llamado a ti. -Pisó con la puntera del calzado una rama seca que emitió un sonoro crujido-. Sé que si a mi pequeña… -Meneó la cabeza para desterrar la idea-. Los chicos y yo hemos pensado que no íbamos a dejar que éste se saliera con la suya. -Volvió a abrir el cierre de la funda, sacó la Beretta con un movimiento pausado y tendió la pistola hacia Tim con la empuñadura por delante-. Por ti y por Dray.

Los tres hombres se quedaron mirando la pistola. Oso carraspeó, aunque no fue claro que fuese una forma de emitir un juicio en un sentido u otro. Fowler seguía con el rostro enrojecido y el semblante tenso. Una vena en forma de relámpago le surcaba la frente. En lo más profundo de su confusión, Tim entendió que Fowler hubiera llamado a Oso al número de su móvil, y no por radio.

Oso cambió de posición para acercarse más a Tim y quedó a su lado, aunque mirando en dirección contraria, de espaldas a Fowler, con la mirada perdida en la oscuridad del cañón.

– ¿A qué has venido aquí, Rack? -Extendió los dedos y luego apretó los puños-. ¿Estás como padre o como agente de la ley?

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