– Esto no es una jodida novela.
Se inclinó e hincó un dedo en el suelo.
– La vida entera es una jodida novela. Y tú estás dejando que ésta languidezca. Necesitas que algo derribe la puerta, que entre a saco en la trama, que impacte en tu historia. Que te haga reaccionar. Actuar. Pero en el caso probable de que eso no ocurra, necesitas descubrir qué sucedió esa noche. Si es que no te da miedo. -Me fulminó con la mirada, quizá presintiendo que acababa de tocar un punto sensible-. La misión del escritor, más que ninguna otra, es no tener miedo de las posibilidades.
– Pero yo lo tengo.
No había caído en ello hasta que lo dije en voz alta. Me daba miedo lo que pudiera descubrir, y ese temor me tenía paralizado.
Habíamos derivado hacia los sentimientos del escritor, un territorio incómodo para Preston. Dejó de mirarme y recogió las correas de su bolsa, perdido el impulso del momento anterior. Se puso en pie y se sacudió el pantalón.
– No quiero parecer el típico y odioso angelino, pero tengo Bikram yoga.
– ¿Yoga con los Teleñecos?
– En habitación caliente. A cuarenta grados. -Maestro de la última palabra, Preston se detuvo en el umbral de la sala de estar. Por una vez su expresión parecía sincera-. Dirk Chincleft no se quedaría ahí tumbado -sentenció.
La puerta se cerró suavemente tras él, y el pestillo encajó con un clic de autosatisfacción.
Nunca había imaginado que la libertad podía constreñir de esta manera. Si me hubieran condenado, habría tenido al menos el beneficio de siniestras historias carcelarias, mis estoicas últimas palabras una vez atado a la silla eléctrica. Preston llevaba razón en una cosa: me encontraba en un callejón sin salida narrativo. Contemplé mis alternativas. Ninguna me pareció agradable, de modo que subí arriba acuciado a cada paso por lo que Preston me había dicho. ¿Adónde va uno -en la vida real- cuando el caso está cerrado, y el tribunal, la poli, la prensa, el público en general (e incluso tú) creen que eres el asesino? No hay sitio adonde ir, qué coño.
Bueno, con un poco de suerte, te vas a la cama. Que es lo que me disponía a hacer finalmente.
Entré en mi cuarto y me quedé de piedra.
El tumor había desaparecido. Salvo la radio despertador y la lamparita de noche, la mesilla estaba vacía. El bote de cristal no estaba, y no había ni una sola gota de formol derramada.
Sentí una descarga eléctrica por todo el cuerpo.
La última vez que recordaba haberlo visto había sido justo después de haber salido a fumar un puro a la terraza. ¿Acaso lo había escondido o tirado durante mi trance de cortarme el pie? El pánico se me concentró en la garganta, no podía respirar. Me atusé el pelo, palpando el surco de la cicatriz con la mano izquierda.
Retiré la colcha y miré debajo de la cama. En los cajones de la mesita de noche había las cosas de costumbre. Luego registré los armarios del cuarto de baño, tirando frascos y cajas de medicamentos. Pasé a mi despacho, abriendo y cerrando cajones con furia, hurgando en la papelera. Lo siguiente fue el cuarto de invitados en la planta baja, luego la sala de estar. Fui a la cocina, y entonces capté un brillo en el fregadero.
Un pedazo de cristal grueso.
Me acerqué. La tapa de rosca que ya conocía, una colección de añicos. Ni rastro del ganglioglioma.
Hoy sólo había estado en la cocina para coger la lata de almendras. ¿Había echado un vistazo al fregadero? Probablemente no. ¿Y anoche, después de estar siguiendo mi propio rastro de sangre? ¿Había mirado entonces? De cerca no.
Recogí los cristales y los puse en la encimera. Después de estudiar un momento la boca de goma del triturador de basura, me remangué la sudadera y metí suavemente la mano. Vigilando el interruptor de la luz que podía poner en marcha las aspas, hurgué allí dentro, temeroso del tacto que pudiera tener mi tumor. ¿Resbaladizo y firme? ¿Húmedo, quizás? Añicos de cristal me pincharon los dedos. Exploré a fondo el triturador pero estaba vacío. ¿Lo había puesto en marcha la víspera, haciendo desaparecer para siempre el tumor? ¿O bien el intruso se lo había llevado para sumirme aún más en el estado de paranoia que me asolaba sin remedio?
Saqué de su estuche de madera un Warre's de veinte años, dejando en su lugar los restos del bote roto. Luego cumplí con el ritual y vertí todo el contenido de la botella de oporto por las fauces del triturador, al que tal vez había ido a parar mi tumor cerebral.
Exhausto y perplejo, volví al piso de arriba, me metí en la cama y, finalmente, me quedé dormido.
A las cuatro en punto de la madrugada, mi casa explosionó.
El estallido hizo que me incorporara de un salto, gritando, y luego oí un crujir de objetos pesados y ruido de cristales rotos. Un torrente de seres humanos irrumpiendo en la casa. Pasos de botas en la escalera. Los intrusos, medio dormido como estaba, me parecían demonios sublevados. Por un momento volví a estar en la cárcel, oyendo aquellas voces fantasmagóricas que venían de abajo.
Estupefacto, me quedé mirando la puerta fijamente hasta que se abrió con violencia, dejando entrar a un ejército de seres vestidos de negro y provistos de gafas protectoras, chalecos antibalas y armas de asalto. Unos guantes oscuros me agarraron la muñeca y el tobillo derechos y me arrancaron de la cama.
– ¡Quédate en el puto suelo!
– ¡Las manos, ojo con las manos!
Mis miembros se abrieron como por voluntad propia y alguien me cacheó, cosa que no fue difícil porque sólo llevaba puestos unos boxers. Una marca de agua en letras mayúsculas blancas flotó delante de mis ojos, pese a que tenía la cara aplastada contra la moqueta: LAPD SWAT.
Moví la cabeza a un lado para poder respirar. El inspector Bill Kaden apareció acto seguido, y detrás de él Ed Delveckio. Kaden me apretó la mejilla con un dedo hasta clavármelo en los dientes.
– Ahora sí que estás jodido -dijo.
Mientras Kaden me llevaba escaleras abajo, esposado y apresuradamente vestido -en medio de los polis que ya habían empezado el registro-, y pasábamos por encima de los cristales de la puerta delantera que sembraban la entrada, fui consciente de una cierta estupidez, de una vergüenza retroactiva acerca de lo jodido que había estado antes incluso de saberlo. Mientras yo babeaba en mi almohada, ajeno a todo, alguien había redactado el guión, tomado posiciones, preparado el ariete. El corazón me seguía brincando dentro del pecho. ¿Estar en el lado malo de una redada? Pues no es tan divertido como podría pensarse.
Imaginé los periódicos en el monitor de la hemeroteca, titulares proclamando NUEVAS PRUEBAS SOBRE EL ASESINATO DE GENEVIEVE BERTRAND. ¿No habíamos quedado en que no podían procesarme dos veces por el mismo delito?
– Supongo que tendrá una orden judicial -dije.
Kaden me la puso delante de las narices, sujetándola con el puño. Se me arrestaba por asesinato, aunque el documento no citaba nombres. Eso, me figuré, sería cosa mía.
Kaden me arrojó al asiento trasero de un sedán sin identificar y se puso al volante. Delveckio ocupó el asiento del copiloto. Mis vecinos estaban mirando desde sus portales y ventanas.
– Podría haber llamado, y ya está -dije-. Habría ido yo solo a comisaría. Siempre he cooperado. -Varias manzanas más en silencio. Mi sensación de alarma empezaba a dar paso a la indignación. Carraspeé antes de hablar otra vez-: Yo digo: «¿A qué viene todo esto?», y usted: «Lo sabes de sobra, miserable». Y luego yo: «Quiero hablar con mis abogados», y usted: «En cuanto te hayamos fichado».
Sus respectivas nucas no contestaron nada.
Ahora estábamos en la autovía, dirigiéndonos a toda pastilla hacia el centro de la ciudad. Era la primera vez que pasaba por la 101 sin que hubiera tráfico. La autovía desierta, cuando normalmente era parachoques contra parachoques, tenía un aire postapocalíptico.
Читать дальше