– Llamé a Karns. Me habló de su problema con Bronson, y me habló de Cucaña. Me dijo que si tenía el dinero, debía pagárselo.
– Exacto.
Lozini se volvió y miró a Parker a los ojos. Ahora él tampoco parpadeaba; quería que Parker supiera que iba a oír la verdad, la última verdad.
– Mi problema es que no tengo su dinero.
Parker se encogió de hombros, como si fuera una cuestión menor.
– ¿Quiere tiempo?
– No, no es eso lo que quiero decir. Quiero decir que nunca lo tuve. No lo encontré en el parque de atracciones.
– No está allí -aseguró Parker-. Donde lo dejé.
– Yo no lo cogí -aseveró Lozini-. Nunca tuve su dinero.
– Alguien de los suyos lo encontró y lo guardó.
– No lo creo. -Lozini sacudió la cabeza-. Es posible, pero no creo que se hubieran atrevido. Ninguno de los que trabajan para mí.
Parker dijo:
– Nadie más pudo encontrarlo. Ningún empleado del parque pudo ir al lugar donde lo dejé y ningún visitante podría acercarse siquiera. Lo único que explica que haya desaparecido es que alguien lo haya encontrado. Y eso significa que ha sido usted y su gente, nadie más.
– Quizá es eso lo que pasó -respondió Lozini-. No digo que no haya podido suceder, que alguien me haya ocultado algo. Todo lo que digo es que yo no soy el que encontró el dinero. Nunca lo tuve ni lo tengo ahora. -Se inclinó hacia Parker, estiró la mano como si fuera a tocar su rodilla, pero no completó el gesto, y dijo-: Escuche, estoy bastante cansado. Quizá hace diez años no me habría dignado siquiera hablarle, habría sacado hasta mi último hombre a la calle para liquidarle y no me habría preocupado por el tiempo que llevara, el ruido que hiciera o los golpes que usted pudiera darme antes de que yo le cazara. Pero eso era hace diez años, cuando las cosas eran diferentes.
Parker esperó, siempre mirándole, sin ninguna expresión.
– Pero ahora -continuó Lozini-, no puedo hacer eso. Aquí las cosas han estado en calma desde hace mucho tiempo, ni siquiera estoy organizado para ese tipo de deporte. No tengo mucha gente que sepa su oficio; la mayoría de la gente que tengo a mis órdenes son empleados de oficina. Y en estos días la ciudad está en campaña electoral.
– Vi los carteles.
– Es una campaña dura -seguía Lozini-. Mi hombre puede tener problemas. Las elecciones son el martes y si hay algo que no quiero es sangre en las calles el fin de semana antes de las elecciones. Éste es el peor momento para mí; las cosas están muy movidas y podrían llegar a ponerse difíciles. Ésa es otra de las razones por las que no quiero una guerra con usted. Además, Karns me lo dijo. Todas estas cosas juntas son las que me han movido a pedirle esta cita para sacar algo en claro y llegar a algún tipo de acuerdo.
– Dejé setenta y tres mil dólares aquí -dijo Parker-. Y la mitad le corresponde a mi compañero. -Hizo un gesto hacia Green, en el otro coche-. Ninguno de los dos queremos una comisión, ni un apretón de manos, ni un acuerdo, ni nada, salvo el dinero. Todo el dinero, todo lo que sacamos del coche blindado.
– Entonces tendrá que pedírselo a otro -respondió Lozini. En ese momento una camioneta con una vieja nevera en la parte de atrás pasó junto a ellos, el primer vehículo que veían desde que se habían parado. Lozini la señaló por el parabrisas-. Si usted va a casa de ese granjero -continuó- y le dice que hace dos años dejó setenta y tres mil dólares en Tyler y los quiere, él le dirá que fue a ver a la persona equivocada porque él no los tiene y no sabe dónde están. Y yo le estoy diciendo lo mismo.
Parker sacudió la cabeza, manifestando su impaciencia con un rictus en la boca.
– Ese granjero no tiene nada que ver -dijo-. Y usted sí. No me haga perder tiempo.
Lozini trató de pensar algo más.
– Está bien -repuso-. Investigaré. Quizá fue uno de los míos.
– Lo fue.
– Está bien. Los investigaré y le contaré lo que averigüe.
Parker asintió.
– ¿Cuánto tiempo?
– Déme una semana.
Otra vez el pequeño signo de impaciencia.
– Le llamaré mañana por la tarde, a las siete.
– ¡Mañana! No me da tiempo.
– Es su gente -dijo Parker-. Si usted se ocupa, podrá hacerlo. No quiero perder más tiempo. Le llamaré a las siete.
– No puedo prometerle nada.
Parker se encogió de hombros y miró hacia otro lado.
Lozini no se sentía con ganas de terminar aquí la cita. Quería algo que le tranquilizase y hasta ahora no sentía que lo hubiera logrado. Dijo:
– Quiero que lo tome con calma, sabe.
Parker volvió a mirarlo, y esperó.
– Yo elegí el camino pacífico -agregó Lozini-. Ésa es la situación en la que me encuentro ahora, lo estoy haciendo por las buenas. Mientras hacerlo por las buenas sea cooperar con usted, lo haré. Si usted prefiere la violencia, si me obliga a luchar, entonces no tendré más remedio.
Parker pareció pensar en esas palabras.
– Ya veo -dijo-. Le llamaré a las siete.
Parker llamó a Claire desde una cabina telefónica de la calle. En otra época del año se hallaría en la casa que poseían junto a un lago, al norte de New Jersey, pero durante el verano la alquilaban y se mudaban a un hotel de Florida; ella lo esperaba ahora en el hotel.
Estaba en la habitación. Cuando respondió, él dijo:
– Soy yo -estaba seguro de que ella reconocería su voz.
Así fue.
– Hola -dijo, y en esa palabra puso toda su ternura. Ninguno de los dos manifestaba sus emociones con muchas palabras.
– Estaré aquí unos días más -informó Parker.
– Está bien -respondió ella, queriendo decir que no le parecía lo mejor, pero que comprendía que no había otra alternativa.
– Podría ser una semana entera -le dijo Parker-. Todavía no lo sé.
– ¿Podría ir yo?
– Podría ser bastante incómodo para ti -contestó él.
Hubo una pequeña vacilación y luego, con voz más débil, ella volvió a repetir:
– Está bien.
Él sabía bien lo que habría significado su presencia. En tres ocasiones desde que se conocían, el mundo violento en el que él se movía la había golpeado -durante el robo en el congreso de numismáticos, donde se conocieron; más tarde, cuando la habían secuestrado para forzar a Parker a intervenir en un robo de diamantes, y por último cuando dos hombres habían entrado en la casa del lago en su busca-. Desde entonces, ella no había querido correr más riesgos. Y eso a él le parecía muy bien.
– Correcto -convino.
Estaba a punto de colgar cuando ella dijo:
– Espera. Llamó Handy McKay.
Handy McKay era un ladrón retirado, dueño de un restaurante en Presque Isle, Maine. Era una especie de mensajero entre Parker y otros tipos, todos en el mismo negocio, y sus llamadas significaban que alguien quería invitar a Parker a participar en un trabajo. Preguntó:
– ¿Le dijiste que estaba ocupado?
– Me parece que no llamaba por eso -contestó Claire-. Llamaba por un asunto personal. Dijo que quería hablarte.
– Está bien.
– Me pareció que no se encontraba bien -dijo ella.
– ¿En qué sentido?
– No sé. Me pareció… agobiado, creo. O preocupado por algo. No estoy segura.
– Lo llamaré -respondió Parker.
– Perfecto.
– Volveré en cuanto pueda.
– Ya lo sé -contestó ella.
Colgó y llamó a Handy McKay. Mientras esperaba, recordó al viejo Joe Sheer, otro experto en cajas fuertes retirado que solía pasarle mensajes a Parker hasta que lo mataron en un asuntillo local, lo que hizo que citaran a Parker en el proceso. ¿Volvería a suceder lo mismo?
Al fin se oyó la grave voz de Handy, diciendo:
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